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Jaulagrande es una tierra plana que no tiene horizonte. El cielo es de un color pajizo que se obtura cuando hay nubes. No siempre es así. Hay días limpios, aunque no sean limpios exactamente, porque esos son los días más opresivos, da la sensación de que el cielo empezara a bajar despacio, a comprimir el lugar como si en algún momento fuera a tocar el piso y apagarse. Hay gansos por todas partes, y el olor a pis es tan poderoso que por momentos no se huele, pero basta afinar el olfato y uno se da cuenta de que se instaló en las fosas nasales.

El muro de cemento pertenece al cuartel: la peor base militar, la última. En la base de Jaulagrande —como en cualquier otra— no se mata. Puede haber una sola muerte, que en realidad no es una muerte, sino una ofrenda.

Más allá del muro hay cuatro cosas:

1 El camino de ripio por el que se accede desde el norte.

2 La Laguna Vieja al este: una extensión de agua quieta, contaminada por desechos y pólvora vencida en la que desembocan las cloacas.

3 Los gansos: únicos animales que han sobrevivido a las aguas contaminadas. Están en la orilla o al costado del camino que conduce a la base, andando como si fueran dueños. En cierto modo lo son.

4 El bosque detrás de la laguna: un conjunto de troncos sin hojas ni ramas, negros igual que madera quemada. A veces puede verse dando vueltas un pájaro perdido que llegó por equivocación y vivirá poco.

La camioneta frena delante de una barrera, las ruedas aplastan las piedras que están en la entrada. Un grupo de gansos los observa, el que los había seguido se mezcló con el resto y Boris no sabe cuál es. Un soldado sale de la caseta de seguridad, se acerca y hace la venia dejando el dorso de la mano derecha en diagonal. Un saludo que a Boris le da vergüenza, pero viniendo de aquel muchacho, no sabe por qué, le gusta.

—Bienvenido, mi general —dice el soldado y se arrima al interior de la camioneta.

—Llegamos a destino —dice Fresno. Inclina ligeramente la cabeza y saluda.

Peggy mueve la mano como si estuviera arriba de una calesita. Boris se acomoda, se sienta derecho, dice hola. Hay algo en el soldado que le resulta familiar. Apenas se anima a pensarlo: podría ser que el muchacho tenga un parecido con Moca. Ha pasado el tiempo y la cara de su amiga se ha ido borrando. Alguna vez, mientras juntaba piedras en la barranca de la base anterior, escuchó su risa, su voz alegre, o cortante y malhumorada, vacía de palabras. No lo que decía, sino solo su modo de hablar. Tan militar como el de su padre, a través de comunicados, y a la vez ajeno a ese mundo hermético de rangos y mujeres copiadas entre sí. Nunca podía reconstruir a Moca entera, su amiga volvía por partes, y Boris no intentaba retener ni quería olvidar, a fin de cuentas ella iba y venía en su cabeza igual que lo hacía antes cuando estaban juntos. Ahora que el soldado está asomado a la ventanilla, la cara apenas iluminada por la luz débil de Jaulagrande, la recuerda. No es un parecido físico, aunque hay algo en la menudez del cuerpo. Seco, él les dice cómo entrar a la base y encontrarse con otro soldado que los guiará. Cuando habla no fija la vista en nadie, ni siquiera en Boris que es el más insignificante, el único al que podría mirar a los ojos. Boris se asoma entre los asientos, inclina el pecho y queda casi a la altura de Peggy y Fresno que están adelante. El muchacho indica, calle pavimentada siguiendo la fila de palos negros hasta el final, ahí lo esperan. Boris se echa para atrás, ese tono indiferente lo enoja.

Jaulagrande

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