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Epílogo

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Pasaron casi dos años desde aquella visita del célebre antropólogo español y de su esposa a Jujuy donde se forjo una hermosa amistad con la familia de Eduardo Sosa. Así fue que, durante el mes de mayo del año 2005, el doctor Eduardo Sosa fue invitado por el Gobierno Nacional Argentino a participar de una ceremonia a bordo de un buque argentino, en las coordenadas 55 grados 24 minutos latitud Sur y 61 grados 32 minutos longitud Oeste del Atlántico Sur, donde el Crucero General Belgrano fue hundido el 2 de mayo de 1982.

Luego de haberse arrojado las coronas y flores al mar en una ceremonia de la cual participaron sobrevivientes y familiares de los tripulantes, el buque se dirigió hacia las islas Malvinas donde tuvo lugar una emotiva ceremonia en el Cementerio de Mount Pleasant.

El día 3 de mayo en el libro de visitas del cementerio Eduardo escribió: “La vida nos forzó a una confrontación. Ninguno deseó la muerte del otro. Por un mensaje de Paz para siempre, por nuestras generaciones futuras, Dios quiera tenerlos a todos en Su Gloria. Firmado: un veterano sobreviviente del Crucero General Belgrano” El doctor Eduardo Sosa no indicó su nombre y se marchó rápidamente del lugar.

Un periodista enviado por el periódico londinense “The Guardian”, se encontraba en el cementerio recogiendo información para una nota sobre este evento. El periodista reparó astutamente en el mensaje que Eduardo escribió en forma anónima en el libro de visitas. Su nota periodística publicada al día siguiente en las ediciones impresa y electrónica del periódico incluyó el mensaje dejado por Eduardo en el libro de visitas.

En Madrid, la señora Victoria -viuda de McCormack y viuda de Pujol- toma el té en la sala de estar de su lujoso piso con un hermoso ventanal a través del cual se puede ver la bella fuente de La Cibeles. Victoria luce un impecable vestido color bordó y un collar de perlas auténticas que hacen juego con la pulsera y el anillo que fueran un obsequio de su primer esposo, Charles McCormack Sr. La mucama le sirvió una segunda taza de té a la señora Victoria, quien le agradeció con una sonrisa. En una biblioteca de la sala de estar se puede ver, en uno de los estantes, las fotos finamente enmarcadas de sus hijos Charles Jr. y Jonathan McCormack, ya fallecidos. Victoria se encaminó a su escritorio, encendió la computadora y después de unos momentos comenzó a leer la edición electrónica matutina de “The Guardian” como hacía todos los días, poniéndole esta vez, atención especial a la nota sobre una ceremonia en el cementerio de las Islas Malvinas. Victoria leyó ensimismada y con gran detenimiento las palabras anónimas de un sobreviviente del Crucero General Belgrano dejadas en el libro de visitas del cementerio. Después de leer la nota, y sin poder explicárselo, Victoria fue invadida por una paz profunda que percibió de un celeste diáfano y bellísimo, experimentando un exuberante regocijo, que no había experimentado desde cuando era niña y pintaba acuarelas en la clase de Miss Chesterton, en el exclusivo colegio de niñas de Londres. Después de unos solemnes minutos, Victoria fue a la alacena, abrió la caja de madera donde guardaba los alfajores y tomó uno de los que había horneado el día anterior. Luego, parsimoniosamente, fue a la biblioteca y recogió el álbum con las fotos tomadas durante el viaje a Jujuy. Como anticipando un placer inmenso, se encaminó a la sala de estar y se sentó en un cómodo sillón. Allí, bajo una bella lámpara, comenzó a mirar detenidamente las fotos y a degustar el alfajor, dejando que las migas le cayesen sobre su fina ropa, sin que esto le importase en lo más mínimo. Luego, con absoluta naturalidad, la señora Victoria tomó el teléfono que estaba a su lado y llamó al agente de viajes ordenando un pasaje aéreo de primera clase para la semana entrante con destino final a Jujuy, Argentina. Curioso, el agente de viajes le preguntó: “¿Va usted de vacaciones señora?” Victoria amablemente respondió: “Sólo viajo para cumplir una promesa muy importante” y colgó el teléfono blanco con suavidad.


Victoria

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