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El anciano y la mujer caminaban despacio tomados del brazo. Hablaban pausada pero animadamente. A veces, yo los veía en el parque, dándole de comer a las palomas y a los gorriones. Alguna vez noté que otras personas se acercaban a ellos con admiración. Muchas otras veces los vi entrar en la Librería del viejo Marchand, cerca de la Universidad.

Marie, la señora que hacía la limpieza en nuestra casa parroquial, alguna vez me contó historias fantásticas de este anciano muy conocido en la ciudad. Nunca tuve tiempo de ocuparme en corroborar esos relatos, mis obligaciones como párroco auxiliar me demandaban mucho tiempo y dedicación exclusiva. Sin embargo, en breves momentos ociosos, se me había ocurrido pensar que este anciano podría haber sido un explorador famoso, un astuto detective convocado para resolver los más misteriosos crímenes o, tal vez, un célebre mago, capaz de deleitarnos con trucos asombrosos.

Nunca vi al anciano ni a la mujer en misa, aunque tenía la íntima convicción de que ambos me conocían muy bien. Un tiempo después de escuchar los relatos iniciales, escuché otro relato -lúdico esta vez- del Padre Marcel, nuestro párroco titular: una noche después de una agradable tertulia en el piso del anciano (de quién era amigo) y antes de despedirse, el Padre Marcel, queriendo expresar su respeto por el anciano dijo emocionado: “Maestro, usted es inmortal”. La respuesta también emocionada fue un veloz búmeran: “¡Vamos Padre, no hay por qué ser tan pesimista!”

A las 21:30 horas del 13 de junio de 1986, recibí una llamada urgente en la rectoría de la catedral. La persona al otro lado de la línea me pidió encarecidamente que fuera inmediatamente a su casa y me dio la dirección.

Caminé rápido bajo la lluvia. Al entrar al piso, la mujer me acompañó a un cuarto austero donde yacía el anciano muy desmejorado, aunque alerta. Éste me sonrió vagamente y en un correctísimo francés, apenas audible, pidió que nos tomáramos de las manos y que rezáramos un Padre Nuestro. A ambos lados de la cama la mujer y yo nos unimos al anciano, y rezamos esa bella oración que intuí póstuma.

La solemne misa de cuerpo presente fue al día siguiente en la Catedral. Observé a muchas personas de nuestra comunidad y también a muchas otras personas que me eran desconocidas. A un costado del altar mayor el Padre Marcel -sentado a mi lado- me susurraba los nombres de personalidades mundiales, diplomáticos extranjeros y también políticos nacionales sentados junto a humildes parroquianos.

Allí, entre la multitud abigarrada que colmaba la catedral pude identificar a Marie, nuestra señora de la limpieza, quien había sido la primera en hablarme del anciano y de sus proezas.

Entre las muchas coronas de flores, había una enorme de rosas blanquísimas que se destacaba claramente y con la siguiente dedicatoria anónima en grandes letras multicolores: “Al más grande forjador de sueños”.

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Han pasado más de treinta años. Bastante he leído de Jorge Luis Borges desde entonces, confirmando que -en verdad- era un gran explorador de los laberintos de la mente humana, un famoso investigador de lo esotérico y -sobre todo- un célebre mago del lenguaje. También confirmé que mis primeros recuerdos ginebrinos de ese anciano, buen caminante, generoso alimentador de palomas y gorriones, asiduo visitador de librerías de la universidad, conversador silencioso y astuto, patético humorista y -en sus últimas horas de vida- piadoso ateo; son los que todavía forjan en mí, sueños que se expanden, se transforman y constantemente se elevan en luminosas volutas multiformes.

-Dedicado a la memoria de Maria Mercedes y de Ricardo Carmelo Esandi-

Victoria

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