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Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, 25 de enero de 2016, 11:30 horas.

¿Qué te parece si subimos por Juncal o Arenales y después vamos hasta Palermo, sin meternos en el bajo que está congestionado a esta hora? Habíamos llegado a Retiro desde La Plata y el autobús nos dejó en la Plaza Canadá.

Estábamos buscando un taxi cuando -providencialmente- paró uno cerca de nosotros. Subimos -mis tres hijos y yo- con las maletas y bolsos. Quedé sorprendido cuando el taxista no tuvo objeción alguna por el excesivo pasaje con su carga adicional. Me sorprendió aún más que me consultara el recorrido a transitar.

El taxista -tenía unos treinta y cinco años- era delgado y atlético, rostro alargado con nariz notable, cabellera color castaño abundante y larga, remera color beige sin inscripción o mensaje, usaba una pulserita tejida de hilos multicolores, shorts y sandalias (atuendo más que apropiado para el calor agobiante que soportábamos en esos días). Una conspicua calcomanía del club de fútbol San Lorenzo de Almagro -adherida al centro del volante- delataba las simpatías futbolísticas del taxista. Entonces, pregunté cándidamente sobre su negocio de taxi y me contestó que trabajaba doce horas por día pero que no se podía quejar, ya que algunas semanas eran mejores que otras y que, generalmente, merodeaba por Retiro para recoger pasajeros en la terminal de autobuses. «Hoy me engancharon de casualidad, ya me iba para otro lado».

La radio del taxi comenzó entonces a dar las noticias más importantes del día, incluso los despidos en el sector público y la devaluación de la moneda. El taxista -después de apagar la radio con rabia- se retorció en el asiento como si le hubieran descargado doscientos veinte voltios en sus genitales y dijo: «Estoy perplejo, traumatizado y creo que esto recién empieza, flaco». Calló por unos segundos como para ordenar sus pensamientos y continuó: «Ahora, hacia fin de este mes, ya siento fuerte los efectos de la devaluación, veo que la gente se mide y no toma taxis como antes». Hizo otra breve pausa e intuí que quizás tenía pensamientos que lo asediaban y que debía exorcizar. «Esta devaluación, es una movida para pauperizarnos a nosotros los laburantes. Mirá, ellos se quitan las retenciones a las exportaciones de granos y carnes, es decir, dejan de pagarle al estado plata que necesitamos para educación, salud, planes de viviendas, obras públicas. En otras palabras, oficializan el latrocinio y, a nosotros, nos quitan los subsidios a la electricidad y al gas...y ni hablar de los despidos. Esa gente -despedida y asustada- junto con los que se están dando cuenta que ya no les alcanza el dinero, no van a tomar taxis y yo, y mi familia, como tantos otros compañeros taxistas y sus familias vamos a sentirlo”. Vi, pegado en la luneta del coche un dibujo hecho por un niño o una niña y -para descomprimir la conversación un poco- le pregunté sobre el dibujo. Sonrió espontáneamente y con alegría. Entonces me contó que su hija de tres años ha hecho el dibujo en el hogar maternal. Es la regalona del papá. Me explica también que su hija mayor de ocho años es muy buena alumna en un colegio parroquial, y que él y su esposa, tratan a ambas niñas con la misma consideración, sin tener preferencia por ninguna de ellas.

Continuó con su relato: “Como te decía, mi señora y yo estamos preocupados por el futuro de nuestras hijas y por las medidas que -violentamente y con rapidez- están implementando; nos quieren acorralar para que la gente acepte cualquier sueldo con tal de mantener el empleo. Fijate que yo no sabía casi nada de política, pero ahora sé quién es quién y cuáles son los planes de los poderosos, de las corporaciones». Mirándome por el espejito retrovisor agrega: «De todas formas, en el fondo, es una cuestión de ‘espiritualidad’; no quieren que nosotros podamos viajar en avión, tomarnos unas vacaciones decentes o mandar a nuestros hijos a la universidad». Habla con un staccato que se parece más bien a los disparos de una ametralladora. «Eso sí, ellos se llenan la boca con rezos y plegarias, casi seguro que algunos comulgan todos los días y no se pierden un Tedeum en la catedral, pero nos quieren sumisos y obedientes... ¿Por qué? Sencillito: quieren controlarnos y para eso usan la prensa, la televisión y otros medios, que ahora son prácticamente todos de ellos…» Noté su rostro endurecido y sus ojos alertas, como anticipando una gran batalla. Después de una breve pausa agregó con vehemencia: «Y además quieren sentirse bien, creando fundaciones para hacer caridad y así ayudar a los pobres y a los pobres-por-venir, es decir, a nosotros. Quieren que haya pobres; no tienen interés en disminuir la pobreza; de otra forma no podrían controlarnos y sus chances de hacer caridad serían mucho menores. Nuestro Papa Francisco lo ha dicho varias veces, pero les importa un bledo, sólo buscan sacarse una foto en el Vaticano para colgar bien visible en sus oficinas… como te decía, es un tema de ‘espiritualidad’, de saber y de querer realmente amar al prójimo como a uno mismo». Mientras esperaba que el semáforo tornara verde en una intersección, sorbió un jugo de frutas que llevaba consigo y continuó, quizás estimulado por mi celosa atención a su relato, y claramente más relajado: En los últimos diez años, gracias a Dios, pude terminar la secundaria estudiando por la noche; con sacrificio le compré el taxi a un tío -que se jubiló- y ahora, estudio filosofía en la universidad. Estoy contento y tengo unos profesores y compañeros fantásticos quienes ya son casi como mi familia. Voy a clase una vez por semana, pero estudio en línea más que nada. Nos juntamos cada dos semanas para debatir y charlar sobre los grandes filósofos griegos clásicos que estamos estudiando ahora... ¿Conocés la alegoría de la caverna? (estaba por confesar mi ignorancia cuando un hecho fortuito me salvó de una segura humillación) Por el carril contiguo y en la dirección opuesta, se aproximaba otro taxi a velocidad reducida. Mi taxista bajó la ventanilla un poco más, tomó una caja de pañuelos de papel y la extendió con su brazo hacia el otro taxista diciéndole al momento en que ambos se cruzaban: ¡Carlitos, es para que te sequés las lágrimas después de la goleada que le dimos a Huracán (*) el domingo! ». El otro taxista le contestó con una grosería, pero con una sonrisa, (aceptable código urbano que conjuga un insulto en cariñosa y burlona respuesta). Mi taxista continuó explicándome: “Carlos es un colega de muchos años con quien sólo podemos hablar de fútbol, mujeres y comida. En política estamos en las antípodas y por eso, si converso con él nunca hablo de política.” Hizo una pausa para sonarse la nariz y continuó: “Como te estaba contando, es todo tan ecléctico en las clases de filosofía, que conversamos sobre Platón y Jauretche al mismo tiempo, como si los siglos y las geografías no existieran, ¿Existe el tiempo?” Sin esperar una respuesta (por suerte para mí) continuó: “Hace poco, en un restorán, durante la cena de fin de curso, en diciembre, descubriendo la profundidad de los conceptos de Platón, cantamos todos espontáneamente y a capela “¡Platón, Platooón! ¡Qué grande sooos! Y después nos cagamos de risa con el profe y los compañeros y compañeras”. Dramatiza el relato del evento gesticulando ampulosamente, levantando sus dos manos del volante, tornando su cabeza para mirarme y agregando casi a los gritos: “¡La gente que estaba en el restorán no la podía creer loco!”

Casi imperceptiblemente La conversación se deslizó hacia otras dimensiones. Sin preámbulos el taxista dijo de pronto: “¿Sabés qué nos diferencia a los seres humanos de los animales?” Le contesté que tal vez la inteligencia, aunque, últimamente, no estaba convencido de eso. El taxista me explicó: “los animales no tienen dos cosas que nosotros los humanos tenemos para nuestra dicha y para nuestra desgracia.” Entonces pensé que un fenómeno inexplicable me retenía, contra mi voluntad, en un areópago griego sobre ruedas, y que estaba en realidad dialogando con el alma de Sócrates o algún otro personaje con mucha sabiduría encarnado en mi taxista. Continuó: “Los seres humanos podemos reír, los animales no lo pueden hacer y esto nos coloca más cerca de los ángeles, que no solamente se ríen mucho y también vuelan, sino que, además, cantan montones, cosa que los animales no pueden hacer, excepto los pájaros -claro está- pero, para ellos cantar o volar es como para nosotros hablar o caminar, así que no cuenta. Y la otra cosa -para nuestra desgracia- es que nosotros los humanos tenemos ego, cosa que los animales parecen no tener y, este ego nos hace cometer las estupideces más grandes y nos está llevando a la autodestrucción con guerras, contaminaciones ambientales, concentración de riquezas enormes en pocas manos.”

Hace una pausa mientras parece cavilar una idea que necesita expresar: “Pero ¡ojo! Que no estoy echándole la culpa al ego. ‘Nosotros’ y ‘ellos’ somos responsables de todo lo que hacemos, de todo lo que pensamos o de todas las intenciones que tenemos porque -esencialmente- todos, ‘ellos’ y ‘nosotros’ somos todos uno” Respiró profundo como sintiendo un alivio importante y, después de unos pocos segundos agregó: “Y por eso te digo que, en realidad, no es la inteligencia lo que nos distingue de los animales sino la supina estupidez que todos -‘nosotros’ y ‘ellos’- derrochamos generosamente.”

Llegamos a nuestro destino. El medidor de peaje indica noventa pesos. Le doy un billete de cien mientras los chicos bajan del taxi las maletas y bolsos. Agradezco sus servicios deseándole que tenga un año venturoso junto a su familia.

El filósofo-taxista me dio la mano augurándome lo mejor. Entonces cerré la puerta del taxi con suavidad y cargando nuestros bolsos y maletas, todos nosotros entramos al hotel.

Victoria

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