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VISITA AL MÉDICO

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Cuando me detengo a pensar en el hecho de que he consumido mis días viviendo en la Ciudad de México, no sé si tirarme a llorar desconsolado y abatido en una acera percudida o si debiera, en cambio, sentirme orgulloso de haberme mostrado tan temerario. Un idiota o un héroe, no encuentro adjetivos para calificar al habitante de una urbe semejante. Se requiere de un inmenso valor para salir a la calle o para sostener una conversación amable con los vecinos. No podría asegurar cuáles serían, en mi caso, los derroteros de una conversación amistosa con un vecino si esta se extendiera más de dos o tres minutos. Después de las primeras sonrisas sobrevendría un desasosiego que podría extenderse décadas inclusive. A ello sumo lo triste que resulta cuando un vecino te toma cariño o comienza a llamarte por tu nombre: “Buenos días, Orlando, ¿qué haces levantado tan temprano?”. Nada suele ser tan acongojante como los vecinos que se enamoran entre sí: ¡cuánta soledad existe en este romance de vecinos! Debido a estas escuetas razones el acontecimiento de compartir mi vida –quiero decir: unos cuantos días– al lado de una mujer, no se sostiene en valores subjetivos como el amor, o en piruetas ocasionales como las que te impone el sexo cotidiano. Por el contrario, me siento agradecido si, sopesando la situación, esta mujer se toma la molestia de representarme ante el resto de nuestros vecinos o conocidos. Más agradecido me muestro hacia ella si lo hace cuando el asunto implica relacionarse con desconocidos a los que resulta duro evitar, como es el caso de los taxistas o los cobradores de renta, dos de los actores más espantosos de esta ciudad (una confesión más: ni aunque de ello dependiera mi vida aceptaría cobrar rentas porque me sentiría como una rata que cada determinado tiempo arranca un trozo de carne a un niño).

Si una mujer acepta en mi nombre, o en nuestro nombre, relacionarse con extraños, entonces sus piernas toman de inmediato un papel secundario. Confinar a un papel menor las piernas de una mujer, si estas son hermosas, no es un asunto sencillo: en mi caso, solamente una bondad excepcional puede llevarme a cometer despropósito semejante. Esto mismo sucedió cuando Rosalía Urdaneta debió explicarle al doctor Castellanos Mont en qué consistían mis malestares más íntimos. La entrevista se llevó a cabo en un consultorio desangelado de paredes albinas, iluminado apenas por unas modestas lámparas de cobre. El doctor Castellanos Mont era lo que suele llamarse un hombre prestigioso y dicho prestigio le otorgaba el derecho a cobrarte cantidades inmensas solo por mirarte de reojo. Para llegar al importante consultorio debimos recorrer, en el automóvil de Rosalía, la avenida Amores casi en su totalidad soportando semáforos controlados desde una computadora que a su vez era controlada por el genio de un estúpido. Atravesar una avenida plagada de semáforos solo para visitar a un médico sugiere cierta urgencia o necesidad irreprimible. No lo negaré: por ese entonces mi salud buscaba ya una ventana para suicidarse y transformarse en una enfermedad abusiva. Castellanos Mont nos había sido recomendado con creces por las amistades de Rosalía y este sencillo hecho aumentaba mi desconfianza hacia él. Además de la cantidad de dinero que tomaría a cambio de sus sabios consejos, aquella tarde me sentía desanimado, sin gracia suficiente para contradecir sus opiniones. Y, como es de sobra conocido, si uno acude al médico sin los arrestos necesarios para contradecirlo entonces se enfila directo al matadero.

–Te sugiero que te concentres y escuches lo que el médico va a decirte, es un médico, no un filósofo.

Rosalía me dictaba lecciones de comportamiento. Castellanos Mont era uno de los amigos más cercanos a su padre y no se hallaba dispuesta a hacerme concesiones ni a permitir que mis tribulaciones se expresaran de forma poco diplomática.

–En unos momentos el tal Castellanos Mont se convertirá en mi peor enemigo.

–¿Lo ves? En ese caso déjame hablar a mí, diré que eres mudo.

–No tienes necesidad de inventar esa tontería. Los médicos dan por sentado que los pacientes somos mudos. Ellos no escuchan, solo miden aquí y allá, como los sastres.

–¿Y ahora qué? ¿Vas a fundar el sindicato de los pacientes despreciados? Estás enfermo, ¿puedes remediarlo? No, por supuesto. Entonces guarda silencio cuando no te pidan opinión, escucha y atiende las recomendaciones del médico.

–Estaré callado, no te preocupes, pero no puedes negar que los sastres son más amables que los médicos.

–Mira, el consultorio está en ese edificio –Rosalía señaló con el dedo un elegante condominio de seis pisos.

De pronto me vi envuelto en un batón medio desteñido, sentado en una camilla de modo que mis pies desnudos no llegaban al suelo. Aún no sé por qué razón mis pies desnudos no tocaban el suelo si toda mi vida he sido considerado un hombre de apreciable estatura. No tengo idea, mas recuerdo que, no obstante mi esfuerzo, me resultaba imposible rozar siquiera el piso de esa habitación. He llegado a pensar que el médico elevaba la camilla para humillar aún más a sus pacientes. Hubo un momento en que tanto mi mujer como el doctor charlaron acerca de mí como si fuera yo incapaz de expresarme por mí mismo. Ella dominaba, no sin cierta gracia natural y nada impostada, el tema de mis constantes mareos y de mis abruptos cambios de presión, los cuales desembocaban en tediosas jornadas en cama. Era excitante escucharla disertar sobre mis dolores más íntimos. Lo hacía con tanta gracia, como si no le causara pesar.

El médico, atento como estaba a las palabras de mi mujer, ni siquiera reparaba en mí. La voz de Rosalía se tornaba más suave cuando abusaba de los diminutivos. No he conocido a una mujer capaz de pronunciar vasito o platito con tanta simpatía. El solo hecho de llamar a un dolor dolorcito fungía ya como un remedio para el enfermo. Y, sin embargo, los diminutivos no amainaban su mal humor, ni sus repentinos ataques de cólera. Cuando esto sucedía, no había esperanzas de volver a la calma. Es conocimiento común saber que las mujeres se enojan de verdad y que cuando lo hacen el mundo se estremece de miedo. Si un hombre entra en cólera puede que estrangule a un ser humano, pero si una mujer se enoja verdaderamente provoca que la creación parezca un acto estúpido. Es aterrador cuando sobreviene ese momento en que las mujeres pierden el control y comienzan a romper cosas o a lanzarlas contra la pared. Mi madre lanzaba platones de fideos en dirección a la cabeza de sus hijos, lo mismo que sus hermanas y sus tías y sus abuelas. Todas las mujeres que he conocido tienen un brazo de pitcher en potencia y no dudan en utilizarlo cuando las condiciones lo ameritan. Los fideos van por los aires ante a la aterrada y azorada mirada masculina. Cada objeto destruido por la furia femenina es símbolo de una paz que no logra mantenerse en pie: todo se cae a pedazos. Si te atacan con un arma, aun cuando no te lastimen físicamente, nadie te salvará de esa imagen tan desconcertante. ¡La vida deseando aniquilarte! La vida arrepentida de haber arrojado a un ser como tú en esta tierra.

Volviendo al asunto del consultorio, no hubo necesidad de establecer un diálogo porque el doctor Castellanos no se mostró interesado en saber si contaba yo con opiniones acerca de su diagnóstico. Le importaba un pepino. La verdad es que me sentía muy complacido de que tanto mi mujer como el médico se portaran como seres educados y conversadores y no me incomodó que ella olvidara mencionar los ligeros temblores que se apoderaban a veces de mí en la madrugada. Era hasta cierto punto necesario mencionar los temblores en cuanto nada como ellos me causaba tanto temor a la muerte, pero no deseaba interrumpir aquella animada charla entre Rosalía y Castellanos Mont.

Comúnmente los temblores a los que aludo se apoderan de mí ya un tanto entrada la noche, cuando las televisoras, además de sus infomerciales obtusos, comienzan a transmitir películas de vaqueros o de policías rurales mexicanos. En cuanto aparecía en la pantalla el rostro de Mario Almada sabía que me encontraba en medio de una noche tormentosa y que ni el más astuto alguacil podría remediar con sus proezas la incertidumbre de mi estado físico. Cuando los estertores se tornaban más intensos comenzaban mis preocupaciones. ¿En qué condiciones encontraría el cadáver mi mujer la mañana siguiente? Las personas no se detienen a pensar demasiado en estas cosas, no le encuentran sentido: finalmente el cuerpo sin vida será problema de los vivos que deberán hacer serios esfuerzos a la hora de abandonar el fiambre en un lugar adecuado. Si Rosalía me encontrara sobre mi cama en posición fetal, seguramente pensaría que había pasado frío en la madrugada. Ni siquiera su corazón de ardilla podría advertir que ese hombre enconchado en su propio cuerpo la había palmado en algún momento de la noche. Rosalía tendría que soportar, además de un cuerpo tieso, un olor que en vida me cuidé mucho de expeler. Cómo me incomodaba pensar que justo en el momento de la muerte mi rostro adquiriría un rictus funesto cuya imagen mi mujer tendría que conservar en su mente para siempre: nunca sus sentidos se habrían visto tan estimulados como cuando su hombre se convirtiera en una cosa sin vida.

–Rosalía, he estado pensando que una mujer de tu carácter no debe tener ningún inconveniente en vestir a un cadáver.

Ella se encontraba sentada en la mesa del comedor haciendo sumas en una libreta. A juzgar por su rostro la suma parecía favorable.

–¿Qué? ¿Un cadáver, dices? No entiendo.

–¿Te preocupa la edad?

–Me atemoriza llegar a vieja, pero en treinta años seré una anciana; no deseo enfermarme, pero me enfermaré, no me importa, ¿por casualidad tienes una sumadora?

A las mujeres bellas debería permitírseles todo, incluso matar. Rosalía me dio largas temporadas de sosiego sin saber qué recibiría ella a cambio. Es inquietante pensar que han existido personas cuya muerte las sorprende sin saber si recibieron algo a cambio de sus esfuerzos, pero me consuela reconocer que tal diatriba sucede con casi todos. ¿Qué recibió mi padre a cambio de su esmerado trabajo, sino un hijo estúpido que incluso le escatimó la admiración que debe mostrar todo vástago ante la figura de un padre laborioso? Creo, a expensas de sentirme culpable, que Rosalía todavía no está segura si ha recibido de mí algo valioso para presumir en los años venideros.

He escuchado a casi todas las madres afirmar que, durante su juventud, gozaron de partidos interesantes los cuales despreciaron debido a su inexperiencia. Así también presumía mi madre; llevaba consigo un rosario de pretendientes cuyos atributos recitaba a la menor provocación: todos estos supuestos candidatos a su amor habían sido más guapos e interesantes que mi padre, todos ellos más varoniles, sensibles, cultos y trabajadores. Como nadie puede desmentir a las madres entonces ellas romantizan exageradamente al respecto e inventan incluso lo que fue cierto. Las mujeres tienen cientos de pretendientes en su juventud, pero se casan con el único que les estropea la vida. ¿No es esta una paradoja de lo más idiota? Siempre es así, sin embargo ¿qué podría rescatar Rosalía de mi persona cuando me describiera frente a una hipotética hija veinte años más tarde? Probablemente mi fingida serenidad o mi cortesía, pero es imposible saberlo porque lo más probable es que dentro de veinte años Rosalía recuerde de mí solo detalles anodinos y poco dramáticos. Le contará a su hija que su antiguo amante se engullía los gajos de mandarina sin escupir las semillas. ¿Cómo era posible que se tragara enteros los huesos de naranja? Su sorpresa estará bien justificada porque mi estómago ha debido soportar a lo largo de su vida cantidades inmensas de semillas de mandarina.

Malacara

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