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CANICAS NEGRAS

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Es cierto, carecí de hermanas, solo una que no salió del vientre, ¿pero creerle esa historia a mi madre? Acaso por eso deseo dos mujeres dentro de mi recámara, dos hermanas, su ropa interior cerca de mí, sus pies friolentos, tibios como los de Rosalía, un poco más fríos los de Adriana. Y luego dedicarme a ahuyentar a los lobos, observar sus mandíbulas babeantes empañar la ventana, disparar, clausurar la puerta, los postigos, pelear incluso contra ellas, mis hermanas, es decir, todas las mujeres que insisten en amar a otros hombres. ¿Y si solo matando a otros se ganara el cielo? No existen pruebas de lo contrario. Los ejércitos de cruzados que atraviesan el océano o las cordilleras escarpadas para hacer el bien no son más que unos brutos obcecados. No van a ganar el cielo ni la tranquilidad espiritual, acaso tres comidas al día y un techo mientras llega el día en que los maten. En los recuerdos de mi infancia aparece la figura de un niño que exhibe sus orejas pequeñas y demasiado libres, un niño que culpaba a sus compañeros de clase por realizar actos que nacían solo en su propia imaginación. No concebía ninguna idea si al mismo tiempo no se revelaba en mi mente, dibujada por una refinada maestría, la cara de un responsable. Estas maquinaciones infantiles, concebidas o preparadas con la minucia propia del haragán, me ganaron respeto por parte de mis compañeros que, medrosos y precavidos, procuraban mantener buenas relaciones conmigo, pese a no serles yo un ser simpático. No soy simpático, lo sé, pero si existiera un dios al que agradecer esta ausencia de simpatía lo haría todos los días armado de una puntualidad religiosa; el simpático atrae más moscas que la boñiga, es un huevo de gallina que se bambolea frente a la mirada del tejón, un chocolate dulzón, carajo, en resumidas cuentas los simpáticos deberían ser todos conducidos a la horca.

Me puedo recordar cubierto de ese pelo lacio, tan negro como el zapote, hurgando y desafiando por medio de la mirada el bovino semblante de mis compañeros de clase. Sí, es mi apreciación, pero ¿quien puede rebatir la sensación de que me hallaba en medio de un rebaño? Ellos, los bovinos, aprendían de la afinada maestra, pero yo, en cambio, aprendía de ellos porque mis compañeros de clase, quietos, modosos, escandalosos a ratos, eran nada menos que la vida. Tiempos de escuela primaria cuando los niños son arrojados a la corriente del río sin saber nadar. Mi escuela llevaba por nombre Pedro María Anaya en homenaje a un general que había enfrentado sin éxito a los catorce mil norteamericanos que, a mitad del siglo diecinueve, entraron a la Ciudad de México, comandados por el general Scott. El edificio escolar se encontraba frente a un parque de árboles escasos, altos, tristones donde vagué y deshilvané las horas durante casi todas las tardes de mi niñez. Nuestro gobierno había ordenado construir decenas de escuelas similares a lo largo de toda la ciudad: inmensos solares de cemento fisurado, rodeados de amplios salones que habrían de recibir a los hijos del pueblo. Estos cabrones hijos del pueblo, Gonzalo, Rafael Bobadilla, Édgar Celiz, los hermanos Alfaro, Linares, mis compañeros todos, no acertaban a descubrir en qué consistía exactamente mi talento, pero tratándose de animales intuitivos presentían que debían andarse con cuidado, ya que sin desearlo podían verse involucrados en sucesos bastante bochornosos e inconvenientes para ellos. Como aquella mañana de lunes patrio cuando la con serje encontró el cuaderno de mi compañero de banca encima de un retrete destinado a las niñas: un cuaderno tatuado por el nombre de Rutilo Carlón en la portada. El hecho habría pasado más o menos inadvertido si no se hubiera corrido el rumor de que las niñas eran espiadas cuando se encontraban en posiciones íntimas dentro del baño. Espionaje de tan grandes dimensiones se habría evitado si las autoridades del colegio hubieran tomado conciencia y permitido a las niñas orinar al descampado y a la vista de todos, pues a todas luces es un despropósito confinar a las niñas a un galerón cuando los varones no cesaban de imaginarlas desnudas y en toda clase de posiciones. Ya una de ellas había descrito el color de las pupilas de un mirón aludiendo a unas canicas negras que centelleaban maliciosas y voraces. Debido a la imaginación de esta niña, sus compañeras veían ojos como canicas negras cada vez que se sentaban en el retrete, y en algunos casos acompañaban sus evacuaciones de alaridos espantosos que se escuchaban en todos los rincones de la escuela.

Niñas: Roxana, Carmela, Ana Robles (tartamuda y muy bella), la gorda Graciela, Ana Bertha (mis compañeros le decían cola abierta) y Blanca, la mayor de todas, alta, autoritaria. Tengo la incómoda certeza de que desde mis primeros días en la escuela primaria me convencí de un hecho que marcaría mis posteriores temporadas escolares: mis padres me habían enviado a esa escuela para sostener una guerra continuada con los hijos de otros hombres. ¿Si no, entonces por qué ese obtuso número de caras, estaturas y apellidos tan distintos entre sí? Cuando utilizo la frase me convencí, no me refiero a un conjunto de operaciones lógicas que preceden a determinada conclusión, no, ¿cómo voy a querer decir tamaña pedantería? A mis diez años sabía cosas sin necesidad de ampararme en ningún razonamiento. Simplemente las sabía, y ya. Supe entonces que por causas ajenas a mi entendimiento me encontraba en pie de guerra, aun sin haberme involucrado en peleas o discusiones abiertas, con mis compañeros. Y pese a no saber hoy tanto como sabía de niño, y desconocer las razones por las que un hombre que ha vivido alrededor de cuatro décadas sabe tan pocas cosas acerca del mundo, he encontrado motivos más que suficientes para justificar aquella guerra. Después de todo tanto mi nombre, Orlando, como mi apellido, Malacara, podrían ser aceptados como buenos augurios en un campo de batalla. En efecto, no creo ser un hombre distinto al niño que reñía con otros párvulos por cualquier motivo. Mi rostro ha tomado ciertos cauces imprevistos, pero en esencia creo poseer el mismo gesto temeroso de esos primeros años escolares.

Recuerdo claramente que, durante mi segundo año de primaria, me enamoré –preludio del romántico anciano en el que me convertiré en un par de décadas– de las armoniosas y pródigas piernas de mi profesora. Pronunciar su nombre, Carmen, profesora Carmen, señorita profesora Carmen, me transporta a ese pupitre de madera oloroso a lápiz, cartoncillo, goma y pegamento donde so ñé por primera vez con una mujer mayor. ¿Qué tan mayor?, no lo sé, pero aun si mi profesora hubiera sido una adolescente yo la recuerdo desde el presente como una mujer de veinticinco años coronada por un peinado abombado, negro, abundante. Carmen se parecía tanto a Elsa Aguirre que me gustaría preguntar si Elsa Aguirre, esa belleza cínica e imbatible, no fue maestra de primaria antes de ser actriz. Sí, era un timorato menor de edad, pero ya desde aquellos días me hipnotizaban las piernas femeninas. Si uno viniera al mundo solo a mirar y acariciar las piernas de las mujeres yo me sentiría bastante satisfecho y estoy seguro de que renunciaría a toda clase de especulaciones éticas o bienes terrenos: es una exageración y hasta un piropo vulgar reconocerlo, pero siento placer al decirlo.

Me sentaba frente a mi maestra, justo en el pupitre delante de su escritorio y me concentraba en sus tobillos, ajeno a las oscuras lecciones que Carmen nos ofrecía con la noble tranquilidad de una mujer samaritana. Ninguna división de tres guarismos resultaba importante cuando frente a mí se manifestaba la belleza concentrada en esos tobillos torneados, cubiertos de vellos dóciles y solo perceptibles para mis ojos y mi hambre de cernícalo. Lo tengo que decir: en cuanto veo a una mujer hermosa sé de inmediato para qué vine al mundo, como lo sabe cualquier armadillo cuando mira correr entre los prados a la señora armadillo envuelta en su caparazón tornasolado. ¿Cómo podía Carmen creer que al mostrar, descaradas, esas piernas, podíamos concentrarnos los niños en las su mas de tres dígitos? Acaso seis más tres, pero nunca una suma de trescientos más ciento cuarenta y cuatro. Esa honrosa distracción de párvulo continúa afectándome cuando converso con una mujer de piernas agraciadas. En cambio, tratándose de otros temas he mudado de parecer millones de veces y mis ideas al respecto no se mani fiestan más que como el preámbulo de otras ideas las cuales en el futuro serán completamente diferentes. Un ejemplo: en mis años veinte sufrí inclinaciones hacia al anarquismo, pero en cuanto el tiempo transcurrió me volví un socialista moderado que desembocó después en un pesimista melancólico que en breve se transformó en un loco que, si pudiera, ordenaría más de un fusilamiento. Hoy no tengo convicciones a la mano para persuadirme de casi nada, y mis ideas han perdido su columna vertebral: ¿se puede sembrar trigo pensando de esta manera?, no, por supuesto, la única manera de sembrar trigo y sobrevivir es teniendo un pensamiento más o menos campesino o inocente. Así que a olvidarse de los fusilamientos y de perpetrar crímenes en nombre de alguna causa. Ahora, consecuencia de mis traumáticas experiencias, sé que para modificar mis convicciones solo necesito que el tiempo pase. Quiero pensar que si los hombres poseen ideales es porque no vivirán más que unos cuantos años. De lo contrario no se harían los importantes: miserables e imbéciles mortales, migajas pretenciosas, veo ya en su cara el ajetreo de los gusanos. Si un ser llamado Orlando Malacara puede responder a su nombre, no es de ninguna manera a causa de que posee un pensamiento o cerebro capaz de hacer de su nombre una entidad singular: Orlando Malacara existe porque, como las semillas de tantas plantas silvestres, germinó a orillas de un camino arcilloso que bien pudo estar en Marsella o en los confines de las hermosas tierras riojanas.

Malacara

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