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LOS DESEOS HOMICIDAS

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Si soy honesto, no puedo considerarme responsable de cultivar deseos homicidas tan poco ambiciosos, ni mucho menos de anhelar que dos mujeres, una más joven que otra, se acomoden a mis costados en la misma cama: no sería honrado acusar a nadie a causa de estos deseos. Bueno, desde niño acostumbraba culpar a los otros de mis acciones, mi madre me lo hacía notar, me sentaba en la mesa de la cocina y me decía: “Orlando, tú y yo sabemos la verdad, no me importa si eres culpable o no, solo quiero que reconozcas los hechos”, lo decía en un tono santo, adornado de unas palabras tan dulces que ni el más perverso de los hombres podría haberse resistido a su influjo, pero yo seguía terco. Los hechos, siempre los hechos, ¿por qué carajos tienen tanta importancia los hechos? Hasta las madres de tuétano latino como la mía se hallaban preocupadas por los hechos.

–¿Has tomado el encendedor que tiene forma de granada? –me cuestionaba, sus ojos encima de mí.

–No, ¿cuál encendedor?

–El encendedor en forma de granada que estaba sobre el escritorio de tu padre. No ha habido nunca en esta casa, ni creo que jamás lo habrá, un encendedor en forma de granada, así que sabes bien a lo que me refiero.

–Yo no sé cómo usar una granada.

–No es una granada, es un maldito encendedor. ¿Que hiciste con él?

Imaginando una explosión sideral lo había yo estrellado contra la pared, como lo habría hecho cualquier niño que, de pronto, se viera con una granada real en las manos, ¿pero tenía que confesar tamaña estupidez? Los restos del artefacto aquel se hallaban ocultos, enterrados bajo unas baldosas de barro donde mi madre jamás los encontraría. No sé si habría comprendido el hecho de que yo sabía perfectamente que la granada era artificial, pero que aún así no podía haber dejado de lanzarla por los aires.

–Sé bien lo que hiciste, la tomaste para jugar con ella y la rompiste.

–No, mamá. Estás equivocada.

En cualquier caso, y haciendo a un lado los hechos, las raíces de los deseos que me acosan tendría que buscarlas en una entidad que no pueda ser juzgada, sino que en sí misma sea o parezca incuestionable. Una infinidad de argumentos absurdos se evitarían solo con decir: “Un Dios omnipotente me dio permiso de matar a este desgraciado”; podrían evitarse, sí, pero el resultado no sería benevolente porque estos argumentos absurdos representan nada menos que la paz. ¿Y la locura? No, de ningún modo, los locos no son dioses. Los locos están en otro lado, pero no son dioses ni tampoco guardan parecido entre ellos: no podrían hacer un sindicato de locos que parecen dioses o de locos que se asemejan entre sí. Me defiendo: uno puede ser responsable de asesinar a un hombre, pero nadie lo es de querer matar a una persona. ¿Qué clase de tontería es esta? Que yo no soy culpable de lanzar la maldita granada, la granada estaba allí, broncínea, cuadriculada, impúdica sobre el escritorio de mi padre.

Ninguno de mis deseos me pertenece por entero; del mismo modo que no encuentro una explicación venturosa para la mayoría de mis erecciones, tampoco creo que exista una razón decorosa para justificar el resto de otras reacciones corporales. Estoy delirando, mas es inevitable. Si mis erecciones no siempre culminan en el coito ¿por qué mis deseos de matar habrían de terminar en un crimen? ¿Para qué carajos tiene uno que llegar al exceso del crimen? Si solo basta con darle vueltas al asunto para caer exhausto, incapaz de levantar la mano en contra de una persona. Puesto en palabras distintas: he sido poseído por una voluntad extraña y muy superior a mis fuerzas, como si el semblante místico de una monja se hubiera apoderado de mí para postrarme a los pies de su señor: “El señor te necesita”, me dice a los oídos una voz dulcemente asesina.

“Y hágase bien el mal”, me recuerda con voz sigilosa Fernández de Moratín.

Presiento que mis deseos son consecuencia del estúpido comportamiento de un ser que no me interesa conocer a conciencia, un dios cuya única virtud es equivocarse siempre. Mi familia fue católica de sobrenombre, pese a que mi abuela nos leía en las tardes el catecismo del padre Ripalda; si de algo sirve, deseo agregar, en defensa del catolicismo superficial de mi familia, que casi todos fueron samaritanos, buenas personas y que el único mal que llegaron a hacer se lo hicieron a sí mismos. De niño acompañé a mi abuela a misa y puse atención en las palabras del sacerdote, o curita Santiago como le decían las integrantes de La Vela Perpetua entre las que se encontraba mi abuela; también jugué futbol en el atrio después de la hora de catecismo que los viernes era indispensable tomar. Y luego de toda esa bochornosa tomadura de pelo, no me interesa recibir noticias acerca del ser que da vida a mis propios actos, porque ver la cara de un poderoso solo puede causarme dolor estomacal: el poderoso es sinónimo de la más burda escoria, lo es, sí señor, y nuestra vida debería tener como más noble propósito ocultar nuestros poderes, sean estos de la índole que sean: ¿ha existido alguna vez el pudor? No lo creo, pero si existiera sería un bien de valor inestimable, al menos sería un valor más alto que exhibirse y hacerse el baladrón. Así las cosas, desde mi posición de falso católico, cínico espurio y asesino timorato procuro no insistir demasiado en indagar la verdad o mirar hacia las nubes en busca de respuestas. Como si decidiera vestir el atuendo de un bufón anacrónico, permito que mis impulsos se expresen sin preguntarme acerca de su valor y, en caso de remordimientos por los actos cometidos, me tranquilizo pensando que un día estaré bien muerto.

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