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MALACARA
ОглавлениеMi nombre es Orlando Malacara. Al menos es el nombre que se encuentra registrado en los escasos documentos que poseo: un pasaporte que parece haber sido mordido y arañado por un perro, una antigua credencial de elector y un acta de nacimiento que contiene nombres escritos por medio de una caligrafía pasada de moda. Con el sencillo hecho de mirar mi acta de nacimiento cualquiera se convencería de que se trata de un documento anticuado cuyo propietario ha vivido más tiempo del necesario. Hoy en día es tan sencillo vivir más allá de lo necesario: las vidas se extienden en el horizonte, como nubes holgazanas que vuelven todo un poco más confuso. He olvidado el número de años que han transcurrido desde mi nacimiento, pero supongo que mis documentos deben mantenerse en lo cierto. En todo caso, prefiero mentir a un ritmo constante que ceñirme a mi acta de nacimiento o a mi pasaporte, documento este último que tantas ilusiones parece despertar en el alma de los viajeros modernos. Si miento con tanta frecuencia respecto a mi edad crearé tal confusión dentro de mi propio cerebro que, con seguridad, llegaré a desatenderme del asunto. Supongo que un hombre sabio es quien a la postre resulta capaz de olvidarse de todos los asuntos: entre más asuntos pueda uno tirar en el fondo de un saco más cerca se hallará de la sabiduría. ¿No es eso? La respuesta no tengo absolutamente nada en qué pensar a la pregunta de en qué está usted pensando es de lo más prudente en una época donde la arrogancia es moneda común.
En el pasado mentía sin experimentar ningún tipo de remordimiento. Hoy es tan diferente, aunque no estoy seguro si resistirme a mentir podría interpretarse como una señal de honestidad o de amor a la verdad. Lo contrario es incluso más probable: como he dejado de mentir, es casi seguro que me haya alejado para siempre de la verdad. El que no miente –lo leí en alguna parte, estoy seguro–, camina en sentido contrario a lo que es verdadero y se convierte en un abúlico honrado sin valor para los asuntos morales: un santo inocente, un pazguato que podría ser timado hasta por un lazarillo de nueve años, un idiota a secas. Mi madre tenía la arraigada costumbre de rodear los asuntos cotidianos con sutiles mentiras solo por divertirse, no podía soportar el peso de los días sin el recurso de acudir a una mentira balsámica; en otras palabras, mentía para no amargarse la vida. No tenía muchos estudios, pero a cambio su sentido del humor le daba un aire de bon vivant, heredado, decía, de su abuelo que había nacido en la misma tierra del padre Kino, en la región italiana del Tirol, en Trento.
Las mentiras de mi madre no hacían daño a nadie, pero aliviaban la sensación de equívoco que producía la familia Malacara a todo lugar donde se presentaba. En esa familia de marsupiales cariacontecidos había un miembro que, por lo menos, era simpático: ella, mi madre. La verdad es casi siempre tan evidente que solo un atorrante se ocuparía de señalarla con el dedo. Mis esfuerzos, por el contrario, nunca se hallaron encaminados a encontrarme de frente con la famosa verdad. Me he conformado con tener la paciencia y el talento suficiente para ocultar ese absurdo deseo de verdad que no deja de posarse en mis narices como un insecto inoportuno. Maldita sea, si es evidente que en este juego me ha tocado de mano apenas un par de corazones, ¿qué puede hacer ese minúsculo par frente a la pedante flor imperial con la que tanta gente se abanica? A cierta edad somos responsables de nuestra propia cara, escribió el señor Camus; bueno, en mi insensata opinión esa cara es nada menos que el espejo de la ahora tan nombrada verdad. Y si no miento es porque nada interesante tengo ahora que ocultar, y si un mentiroso asume esta conclusión es porque su vida se ha vuelto un tanto pacata o insustancial. Contrariamente al hombre sabio, el hombre estúpido es aquel que no tiene nada que ocultar, el honrado sonriente. Ahora bien, lo que yo oculto no es tan interesante o novelesco como para rodearlo de misterio y, sin embargo, no me gustaría que por dicha razón se me considerara, desde las primeras de cambio, un badulaque. No hay que correr.
Si a causa de cualquier malentendido, de esos que en cascada afloran en la actualidad, me hubiera yo convertido en un hombre famoso, mi nombre, a estas alturas, estoy seguro, me causaría un malestar enorme. Escuchar cientos de veces estas sílabas odiosas “or-lan-do-ma-la-cara” pronunciadas por seres aún más despreciables que yo me conduciría a un abismo sin retorno posible.
“Malacara aparece cuando menos se le esperaba”.
“Tendremos Malacara para rato”.
“De nuevo, Malacara metido en un escándalo de faldas”.
Así es, mi nombre es Orlando Malacara e intento desde hace escasos años hacerme a la idea de que existen dos deseos que me es urgente satisfacer para vivir con relativa calma durante el resto de mis días: deseos que se encuentran muy por encima de necesidades menores como asearme diariamente, tomar vino, cambiar las sábanas, divertirme o ver mujeres pasar desde mi ventana. Deseos más apremiantes que lavarse las manos o masturbarse al atardecer pertrechado con las pantaletas de una mujer entre los dientes. El primero de estos urgentísimos deseos podría expresarse de una manera bastante sencilla: deseo matar a una persona, sin importar las vanas consecuencias que acarrearía este acto, como podrían ser la prisión, los remordimientos o, vamos a exagerar, la muerte misma. Deseo ansiosamente asesinar a una persona porque no existe una pulsión más inevitable en mi alma, o como se llame eso contra lo que no se puede luchar porque ya se encontraba aquí antes incluso del nacimiento. Ya me detendré en los motivos más adelante, pero en un principio puedo afirmar que no encuentro un proyecto más importante que el de satisfacer esta necesidad que en mí es cada vez más apremiante: asesinar a un desconocido, a un estricto don nadie, a un lugar común, mediocre hombre de la clase trabajadora, de la estirpe pudiente o de cualquier otra jodida clase.
El segundo deseo, si se le compara al primero, se revela como algo insustancial, pero su peso me doblega hasta hacer estallar mis rodillas. Tal deseo puede enunciarse también de manera escueta, aunque supone obstáculos casi insalvables para llevarse a cabo. Quiero que dos mujeres acepten hacerme compañía por el resto de sus estúpidas, malditas e inquietantes vidas, que condesciendan a meterse conmigo en la misma cama y acepten pasear juntas a mi lado durante las tardes nubladas o melancólicas, únicas tardes en las que me encuentro dispuesto a poner los pies en la calle (desde niño los cielos opacos han ejercido una atracción sobre de mí parecida a la que ejercían las faldas de terlenka que usaba mi madre en los paseos dominicales con el propósito de parecer más bella de lo que ya era).
La necedad ardiente del sol rebotando contra el cemento me coloca en un estado de nerviosismo bastante inconveniente para mi salud. Y no voy a soltarme a dar opiniones sobre el astro mayor, pero el sol calcinante es uno de los factores que más afecta mi salud, además de que me pone de un pésimo humor. Qué podía esperarse, pensaría Jünger, de un astro que no conoce la noche ni ha presenciado jamás un anochecer. Por otra parte, tengo la sensación de que el tiempo asignado a mi calendario se consume con extraña avidez, como si el magnánimo encargado de ajustar las manecillas de mi reloj íntimo se hubiera compadecido de mí acelerando el paso. El soldado ha embrazado el arma y corre a paso veloz. Lo tengo claro, muy claro... una vez que la muerte se aproxima el tiempo comienza su socarrona tortura aumentando su ritmo, dando pasitos de correcaminos, de avestruz histérico. ¿Quién ha visto a un emú bailando con el fin de impresionar a la hembra? Se retuerce en el aire, estira sus patas alargadas, su cuello latiguea y su vientre se llena de retortijones.
Huérfano de un destino, mal hijo, pero sobre todo hombre que tira su tiempo a manos llenas, Malacara corre como un agobiado maratonista en dirección a la muerte.