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LAS NIÑERAS DEL MUNDO

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En lo relativo a esas misteriosas mujeres que deseo entrometer a mi camastro no se trata de personas desconocidas para mí o amoríos utópicos nacidos de una mente nebulosa e impráctica, pero sí de dos seres que he llegado a conocer con bastante holgura y profundidad, allí, hasta donde un hombre simplón como yo, o de razonamientos escuetos, es capaz de comprender cuando se halla atrapado dentro de un sistema complejo. Una de estas mujeres tiene poco más de treinta años y usa botas que ascienden ajustadas hasta la mitad de sus tobillos (botines finos que seguramente valdrán más de tres mil pesos, cifra para mí exorbitante), mientras que la otra mujer gira como nerviosa luciérnaga en torno a los veinte años. Y me pesa considerar la edad como una marca crucial a la hora de definir o describir a una persona, pero es una costumbre que, en esencia, perdura en casi todas las conversaciones humanas. La edad, ¿a quién puede importarle esa enumeración idiota? A las niñeras, por supuesto. Saber si el niño puede caminar sin auxilio de un adulto o si existe cierta clase de alimentos que no debe consumir es vital para la niñera que comienza su trabajo. Todas las niñeras del mundo saben a lo que me refiero, pongan atención o no en mis palabras. Yo estuve al cuidado de una niñera, nana la llamaba mi madre, de nombre Benita, que no me amamantó con sus pechos ondulados y rebosantes en leche, pero a cambio me mostró su trasero, moreno, accidentado, encerado y, según recuerdo, bello, bellísimo. Tenía yo apenas seis años, diecisiete Benita. Benita no conocía a Montaigne ni a ningún otro escéptico, como tampoco nadie de mi familia, pero sabía como ellos que un recién nacido tiene ya edad suficiente para morirse. Y si tiene edad suficiente para morirse entonces tiene los años necesarios para poder verle las nalgas a Benita. Esta frase, la que atribuyo a Montaigne, aunque no estoy seguro, sí que ha puesto en alerta a las niñeras, quienes han extremado sus precauciones para que nada suceda a los bebés. Por otro lado, la cama es uno de los territorios de naturaleza más ambigua que existen en la tierra, pues el lecho puede tomar las dimensiones de un campo nudista o las estrechas medidas de un ataúd; se puede trotar de un lado a otro como en la explanada de un parque nacional, como en Los Dinamos o en Las Fuentes Brotantes, pero también, si no se tiene mesura y discreción, es probable caer en un precipicio o enfrentarse a una insalvable y férrea pared. La pared o los bosques, no hay justo medio.

Las dos mujeres que perturban mis pensamientos, sobre todo cuando tomo sorbos de café, parecen ser muy distintas entre sí, aunque tampoco me detendré a hacer comparaciones minuciosas: ¡no soy taxidermista! Además, vistas desde un avión, estas mujeres no deben presentar diferencias importantes. No sé si mis palabras serán bien entendidas, o aquilatadas como se debe, pero recomiendo que en ciertos casos, y sobre todo en asuntos de mujeres, se mire todo el panorama desde un avión. Y al carajo. Sé bien que mis anhelos son de naturaleza ordinaria e inspirarán cierta distraída conmiseración en los espíritus más sensibles o delicados; como sucede cuando se escucha a una señora entrada en años decir que necesita cambiar sus zapatos porque uno de ellos se ha desgastado a un ritmo más acelerado que el otro. No estoy seguro si la urgencia de cambiar zapatos despierte interés en alguien más que en la propia dama afectada, pero es estrictamente necesario que ella misma resuelva esta obsesión para que el mundo continúe girando a un ritmo normal. Si esta mujer no cambia su calzado raído entonces nada de lo que suceda a la humanidad posee algún sentido ya que la suma de todos esos zapatos gastados hará de este mundo un lugar miserable.

La suma de los zapatos raídos causaría tan serias perturbaciones en cualquier sensibilidad moral que solo los cínicos podrían continuar encontrando sentido a un mundo así. Estos cínicos tan impermeables a los zapatos rotos no son propiamente hombres melancólicos, ni tampoco consideran que la vida es una tragedia: por el contrario, no consumen su tiempo en lágrimas metafísicas y son tan dueños de su vida que ellos deciden cuándo la terminarán. Habrá que verlo. Sus discípulos cuentan que Diógenes murió a los noventa años conteniendo la respiración. Si restamos las exageraciones propias de todos los discípulos nos quedaremos con la imagen de un hombre que, si bien no contuvo la respiración para suicidarse, al menos dio la impresión de que podía hacerlo. Yo aplaudo a esos viejos cínicos, pero me pregunto cómo habría actuado Diógenes si de pronto todos aquellos de los que se mofaba se hubieran convertido también en Diógenes: un día como cualquier otro, Diógenes se despierta y se en cuentra con que no puede zaherir a nadie porque todos han concluido que, efectivamente, él tenía razón y lo más conveniente era imitarlo hasta en sus gestos más repugnantes. ¿Qué reacción habría tenido Diógenes de haber sucedido algo así? ¿No se habría él transformado a su vez en un hombre responsable? Si todos hubieran sido Diógenes no dudo que Diógenes habría considerado seriamente ser Platón.

Yo no me considero un buen cínico, Dios me libre, pero me es complicado encontrar sentido a las cosas que tienen sentido. Heidegger, a quien para mi fortuna no conocí personalmente, tampoco pudo resistirse a la contemplación de los zapatos viejos que Van Gogh había tomado como modelo para pintar un cuadro: zapatos de una pobre campesina que labraba hasta el atardecer. Como se verá, este asunto de los zapatos es un asunto tan serio que ni siquiera los filósofos alemanes han podido sustraerse a su trascendencia; y si uno quiere obtener una imagen clara del mundo en que vivimos no tiene más que concentrarse varios minutos mirando los maltratados zapatos de una mujer de cuna modesta.

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