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DIÁLOGO ENTRE ARMADILLOS

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Se estaba bien en la cervecería Zacatecas, sobre todo después de haber concluido una intensa caminata. Rosalía decidió que un paseo por el barrio de Santa María la Ribera nos levantaría el ánimo. No tuve inconveniente, me calcé los zapatos más cómodos y me puse a su entera y total disposición. Después de vagar sin rumbo, admirar la casa donde había nacido Mariano Azuela, encontrar la casa del Dr. Atl, visitar la fundación Matías Romero y rodear varias veces la alameda, acordamos tomar un descanso. Atropellado por el entusiasmo de mi mujer no me atreví a comentar que varias generaciones de mi familia habían vivido en esta colonia. Mi bisabuelo trabajó con los hermanos Flores, fundadores del fraccionamiento de Santa María la Ribera, fue un magnífico administrador, puesto que le permitió adueñarse de varios predios. Su hijo, es decir mi abuelo, se contrató durante un tiempo como administrador de la fabrica de chocolates La Malinche, pero antes de consolidar su carrera conoció a una corista francesa que le vació los bolsillos. Su hijo, es decir mi padre, heredó una casona ordenada alrededor de un hermoso solar, además de otras que rentó a familiares. Estos parientes lo veían como a un salvador, pero cuando mi padre intentaba cobrarles o aumentarles la renta no lo bajaban de un despiadado usurero: no era ni una cosa ni la otra.

–Leí Los de abajo en la secundaria, como todo el mundo, ¿o no? –dijo Rosalía.

–Sí, yo también.

–A mi madre le extrañaba verme siempre llevando un libro para todos lados, no me hacía comentarios al respecto, pero imaginaba que las cosas no estaban en su sitio –Rosalía recargaba los codos sobre la mesa y entrecruzaba sus manos.

–Me imagino que no erraba en sus presentimientos, querida Sor Juana.

–Sí, por supuesto. A ella le gustaba la música. Ponía un disco en las mañanas y bailaba. Cuando dejó de hacerlo se murió.

–Si renuncias a la música que te ha acompañado en la vida es que estás diciendo adiós –añadí, dramático. Preferí no mencionar que eso mismo había sucedido con mi madre.

–Estás diciendo adiós –repitió para sí Rosalía.

–Nada menos.

–Cuando te conocí, en Tijuana, pensé que eras un conocedor de libros, un bibliófilo, pero veo que…

–No puedo leer como antes, me distraigo.

–Sí, ese es tu problema, la falta de concentración y dedicación.

–No me parece un problema, ¿cómo puede una persona concentrarse? –dije. El mesero, un hombre gordo y sonriente puso encima de la mesa dos cervezas más.

–Para leer se requiere concentración.

–Hace varios meses compré una novela solo para enterarme por qué una obra a la que un escritor ha dedicado toda su sabiduría se remata a mitad de la calle en diez pesos.

–Debió ser malísima.

–No, de ninguna manera, se llama Una soledad demasiado ruidosa.

–¿Quién la escribió?

–¿Vamos a seguir buscando edificios famosos?

–Sospecho que te has cansado.

–Estoy cansado, déjame esperarte en la cervecería.

–Bueno, pero no te emborraches. Qué mala compañía eres, Orlando.

Malacara

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