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ACUSACIÓN

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Como cualquier persona mediocre y sustituible temo que la paz momentánea que reina en mi casa sea destruida en un momento inesperado. Es esta la razón que me hace temblar cuando una visita espontánea e inesperada toca a mi puerta. ¡Esto es lo más ingrato que puede sucederme! No se me puede convencer de que pese a los supuestos progresos humanos continuemos propinando violentos golpes a las puertas como simios impacientes que exigen entrar o salir de sus gavias. Así sucedió en un mayo pasado cuando varios estrepitosos coscorrones cimbraron la puerta de mi domicilio. Habito el número veintiséis de la calle Ciencias en una casa que, a simple vista, podría pasar por una bodega desvencijada, pero que una vez salvada la puerta es cómoda e incluso podría considerarse refinada.

La casa conserva candiles de araña en las recámaras y en el comedor, candiles que de tan viejos se han convertido en novedad para la moda. Ojalá sucediera lo mismo conmigo y que todas las jóvenes del mundo voltearan a mirar a este polvoso candil fabricado en industrias Malacara. Cuando abrí la puerta me enfrenté a tres hombres que me observaban plenos de una curiosidad no disimulada. Pese a que en sus gestos asomaba una ridícula fiereza, husmearon en mi persona, como si se tratara de un trío de curiosas mujeres de lavadero: tenían la intención de intimidarme, pero no lo hicieron porque una vez que me decido a abrir la puerta lo menos que espero es una lluvia de puñaladas o culatazos: si abro la puerta lo menos que espero es la muerte y si no es la muerte quien me visita entonces ni el mismo cristo sangrante puede impresionarme.

Los hombres vestían de manera informal, suéteres baratos, pantalones discretos y solo uno de ellos usaba anteojos. A primera vista me parecieron simples ciudadanos que el día de las elecciones para gobernador se levantan de su cama a depositar su voto en las urnas. Mi primera apreciación fue equivocada, aunque en seguida comprendí cuál era su función en la sociedad: representar la figura utópica de agentes judiciales. A su lado, dos ancianas hurgaban en mi persona como si jamás hubieran tenido la oportunidad de observar moluscos a tan corta distancia. La causa de la visita se debía a que una de estas mujeres afirmaba haberme visto golpear a un hombre hasta el extremo de causarle la muerte. Pese a la contundencia de las acusaciones el testimonio de dos octogenarias causaba serias dudas en la policía. Antes de enviarme un citatorio o aprenderme, los judiciales decidieron hacerme una breve visita.

–Me imagino que estará al tanto del asesinato que ocurrió hace unos días, en esta misma calle –me dijo uno de ellos despertando en seguida mi curiosidad.

Una curiosidad irreprimible, tal sentimiento me provocan las personas que comienzan una conversación, ya sea por placer o porque no toleran que el silencio se prolongue demasiado tiempo.

–No conozco los detalles, pero desde mi ventana me di cuenta de que una ambulancia recogía el cuerpo –respondí.

–Estas señoras, sus vecinas, afirman que usted cometió el crimen. Como puede ver, ellas también acostumbran mirar desde la ventana –me intrigaba que el sujeto me hablara de usted, ¿de dónde provenía semejante educación?

–No sé si estas señoras, a quienes no conozco, se encuentren dispuestas a encarar un proceso por difamación. Me considero un hombre tranquilo que no guarda aversión hacia nadie en especial –dije, cortés, pero sobre todo solemne. Desempeñaba en ese momento el papel de un indefenso Kafka ante el inhóspito laberinto de los tribunales.

–No estoy mintiendo –terció la anciana de menor estatura. Era odiosa.

¿Cuántas veces desde mi ventana la había observado pasear su escoba sobre la acera? Era probable que, antes de ocupar su ataúd, decidiera comenzar a barrer también con los vecinos.

–La calle es oscura. No creo que estas mujeres hayan podido ver nada. Si desean esperar a que llegue la noche se darán cuenta de que estamos en una calle sin demasiada iluminación. Cuanto más si se está casi ciego –exclamé a sabiendas de que llamar ciego a un anciano causaría una mala impresión en las autoridades.

–Según nuestra información, el muerto tenía su domicilio lejos de aquí –dijo otro hombre, sin rostro, unos labios que apenas se movían.

–No sé nada, probablemente peleó con un transeúnte. Poseo escasa imaginación, así que los hechos que no puedo certificar con mis propios ojos no sé de qué manera imaginármelos. Estoy dispuesto a hacer las declaraciones necesarias, pero no me involucre porque dos ancianas ven elefantes en las noches.

Me pareció, contrario a lo esperado, que mí última frase causó buena impresión en los policías, no así en la anciana acusadora que, furibunda, me increpó sugiriendo que los elefantes retozaban en la imaginación de mi madre. Estos insultos las hicieron aún más sospechosas: acaso el motivo de una acusación tan grave tenía que ver más con una riña entre vecinos que con un testimonio verídico. Llamar ciega a una anciana es cruel, pero escuchar a esta misma anciana lanzar insultos propios de un soldado deja también mucho que desear.

–De entrada, nos parece bien que esté dispuesto a cooperar –retomó la batuta el agente dotado de mayor autoridad–; este caso no ha causado ruido en la prensa, de lo contrario estaría usted junto con varios sospechosos más en la cárcel.

El señor policía tenía razón. Cuando las cámaras aparecen en la escena del crimen las injusticias aumentan de modo superlativo. La policía encarcela a media humanidad para complacer a los medios y mantener entretenido al auditorio, a los jubilados tristones, a las mujeres que han dejado de tener sexo y ni siquiera podrían comprobar que tuvieron alguna vez juventud. Los noticieros dirigen las pesquisas, condenan, absuelven, son ellos quienes dictaminan la honestidad o inocencia de un hombre. En realidad, me importa poco quien desempeñe las funciones de policía. Miles de hombres han nacido en un momento en el que todos estos oficios se encuentran disponibles: ¿qué más podían hacer, sino desempeñar un papel humano y común? A ver: si en el periódico aparece un anuncio en el que se solicita un fracturador de manivelas, se presentarán más de diez a pedir el empleo, aunque no tengan una idea de lo que significa ser fracturador de manivelas.

–Cuando ustedes me lo pidan, señores, haré las declaraciones pertinentes, solo les advierto que perderán el tiempo. Soy un hombre de bien.

Cómo disfrutaba pronunciar las palabras “soy un hombre de bien”, es una oración tan sencilla que solamente otro ser honrado puede advertir cuándo esta es pronunciada de una manera falaz. En ocasiones, la frase es capaz también tocar el corazón de los hombres malvados quienes, de inmediato, se sienten sucios frente a un hombre que, a diferencia de ellos, insiste en procurar el bien. En resumidas cuentas esta frase nunca deja a nadie impasible.

–Nuestro oficio es dudar hasta de los honrados. En cuanto las pesquisas continúen veremos si puede ayudarnos, buenas noches.

–¿No van a detenerlo? –preguntó, impaciente, la anciana de menor estatura.

–No, por el momento. Así como las hemos escuchado a ustedes, así también hemos escuchado a este señor. Necesitamos más pruebas.

–¿Y si escapa?

–Señora, permítanos desempeñar nuestro oficio. Usted dedíquese a espiar desde su ventana para ver si descubre un nuevo sospechoso –sugirió el agente, colmado de sorna, como si se pudiera esperar de ellos un comportamiento refinado.

Eran corteses porque estaban cansados de su propia violencia, de sus atrocidades cotidianas y su vocación por la rapiña. Después de otearme con suspicacia voraz se marcharon. Y yo cerré la puerta.

Malacara

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