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La trascendencia digital, o cómo escapar de uno mismo

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Oponerse a las tecnologías en nombre de una supuesta deshumanización de la existencia es un error de concepto, así como una distorsión moral. La técnica no posee una propiedad demoníaca intrínseca y los valores humanos no están definidos en el cielo de la abstracción metafísica. Como psicoanalistas, nuestro papel consiste en sumarnos a otros enfoques, filosóficos, sociológicos, económicos, políticos, con el fin de comprender cuáles son las consecuencias sintomáticas que —sin obviar los indiscutibles beneficios— nos supone esta discordancia entre la inmediata asunción de los objetos técnicos y el entendimiento de la función que cumplen en nuestra vida. Dicha incomprensión está a punto de alcanzar su grado crítico debido a un cambio que la gran mayoría de las personas ignora, ya que esta revolución se ha producido subrepticia e insidiosamente: nuestra existencia está siendo transferida por entero al mundo digital.

Hasta ahora creíamos —y estábamos en lo cierto— que existía una frontera precisa, bien delimitada, entre lo que se denomina mundo on-line, es decir, el mundo que se configura en la interconectividad telemática entre personas y cosas, y el denominado mundo off-line, o mundo que el sentido común asimila al mundo real. Pensábamos —y todavía seguimos pensando— que cruzar de un mundo a otro depende de nosotros, que conservamos la capacidad de elegir, de decidir, en cuál de los dos mundos deseamos estar en cada momento y según las circunstancias.

Eso ya ha dejado de ser así. La conectividad no depende del usuario. Nadie, aunque se refugie en el rincón más perdido de la Tierra, tiene la posibilidad de escapar al alcance de la omnipotencia que se manifiesta en la vigilancia mediante geolocalización o visión satelital. Para colmo, descubrimos con sorpresa que se incrementa el número de personas que se sienten mejor y más cómodos en el mundo virtual, un mundo que les ofrece la oportunidad de asumir formas de vida imaginarias, identidades simuladas, fabricadas con la materia de los deseos, que interactúan con otras formas de vida semejantes sin entrañar demasiados riesgos. Para mucha gente afectada en su capacidad para sostener un lazo social de cualquier índole —amistoso, amoroso, de pertenencia a un grupo, etc.— internet ha creado para ellos un espacio donde alojarse, un territorio donde encontrar a otros que sienten como sus semejantes, constituyendo así una suerte de confraternidad en la que los síntomas y otras desventuras hallan consuelo, compasión, empatía e incluso la legitimidad que a menudo se les niega en el mundo real. Allí están los ejemplos de las asociaciones de escuchadores de voces, que han proliferado por todo el mundo, o los foros de adolescentes youtubers que se intercambian información sobre las vicisitudes del mundo transexual.

De la misma manera que una sustancia adictiva o una creencia religiosa pueden ser para muchos una forma de soportar la inclemencia de la vida —que de lo contrario resultaría inmanejable— internet constituye para otros la oferta de una segunda vida, que incluso a veces se convierte en la única donde pueden habitar. De allí que cuando muchos padres me transfieren su inquietud acerca del tiempo que sus hijos pasan conectados a las distintas clases de juegos y redes sociales, y solicitan orientación e instrucciones sobre cómo poner límites a ello, mi primera respuesta es conducirlos hacia una pregunta fundamental: ¿qué sucedería si acaso internet fuese para algunos de estos niños y adolescentes algo así como una especie de insulina para la diabetes del espíritu? ¿Cómo podemos condenar como una falta en el comportamiento, el signo de una disposición viciosa o una manifestación de negligente holgazanería, que un adolescente no pueda separarse de su smartphone o su consola de videojuegos y experimente como una auténtica mutilación la posibilidad de verse separado de sus objetos?

En la creciente inmersión de los seres humanos en el universo técnico, se impone la labor preliminar de establecer diferencias, de percibir cuál es la relación singular que cada uno establece con su objeto. Talismán, fetiche, remedio que calma la angustia, refugio, conectividad, sociabilidad artificial, vínculos de bajo riesgo, los dispositivos pueden ofrecer todo eso y mucho más. En internet, son numerosas las personas que encuentran la oportunidad de vivir una ficción, pero experimentarla de manera real. Para muchos corazones rotos, Facebook es una lanzadera con la que iniciar un viaje al pasado, con el propósito de recobrar aquel amor de la adolescencia o la temprana juventud. Por lo general, el reencuentro suele ser bastante desalentador. Lo que retorna se parece bien poco a lo que se deseaba, y el ensueño virtual aggiornado con el Photoshop no tarda mucho en evaporarse, dando de nuevo paso a las arrugas de la soledad.

Second life12, es un programa informático donde el usuario se inscribe con el nombre, el género y la historia que desee. Una vez escogido el personaje, que se denomina «avatar», ingresa como tal a un inmensa cantidad de grupos, todos ellos constituidos por otros avatares. Nadie conoce la verdadera identidad de los demás. Second life, aunque funciona con la estructura audiovisual de un videojuego, no es exactamente un juego, porque no existe el propósito de conseguir un objetivo predeterminado. Uno puede inventarse allí una vida completa y es por eso que en la jerga cibernética este programa recibe el nombre de metaverse, condensación de «meta» (más allá) y universe (universo), o sea, un universo paralelo que se asienta en las estructura logarítmica del mundo virtual. En Second Life se puede formar una pareja, una familia, tener hijos, grupos de amigos, otros padres, un trabajo apasionante, adoptar un sexo distinto, el aspecto físico que se desee, todo ello en la realidad del escenario virtual. No hay límite a la fantasía. Algunas personas se entretienen con este metaverso durante unas pocas horas a la semana, del mismo modo que podrían hacerlo mirando una serie de televisión o un partido de futbol. En cambio para muchas otras, Second life es algo tan decisivo en sus vidas que la proporción acaba por invertirse. La vida imaginada alcanza una intensidad tal, su credibilidad es asumida con una convicción tan absoluta, que se convierte para el sujeto en su auténtica vida. La otra, la vida cotidiana, a menudo carente de grandes estímulos, vacía de todo deseo, o simplemente aburrida, es aquella donde no hay más remedio que transitar porque es inevitable. Pero esas personas no ansían otra cosa que ver llegar la hora en la que pueden encender el ordenador y entrar en lo que consideran su «verdadera» vida, donde encuentran satisfacción y sentido, al punto de que su autenticidad queda fuera de cualquier cuestionamiento.

Inconsciente 3.0

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