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Introducción
ОглавлениеPodía darse la circunstancia de que una persona alcanzara lo que se denominaba Grado Máximo de Saturación Técnica (GMST). Un GMST era un individuo de origen humano que a consecuencia de graves accidentes civiles o de combate, ataques terroristas o sucesivas enfermedades, ya no poseía ningún elemento orgánico natural. En ese caso su constitución física era indistinguible de los individuos de fabricación industrial, concebidos para compensar el déficit creciente de la tasa de natalidad que desde hacía siglos afectaba a todo el planeta. La condición de GMST figuraba en los dispositivos de identidad para dejar constancia del origen humano del individuo, aunque a los fines sociales y legales no existían diferencias respecto de los seres de procedencia industrial. Solo en situaciones extremas el Estado Global podía hacer uso de medidas excepcionales que instauraban una línea divisoria entre humanos y máquinas, aunque en la práctica tales medidas no solían aplicarse debido a su impopularidad. Ni siquiera la Guerra del Fin de las Guerras provocó una segregación identitaria, y el espíritu igualitario fue defendido en todo momento para que nadie quedase excluido de la destrucción absoluta.
Gustavo Dessal, «El alma de las bicicletas»3.
El presente libro reúne algunos ensayos que fueron publicados en distintas revistas o expuestos en conferencias y varios capítulos escritos exprofeso para este volumen. A la dificultad de tratar el tema de la incidencia de la tecnología en la subjetividad se le añade el hecho de que el objeto de estudio se transforma a una velocidad que vuelve obsoleta toda reflexión. Por ese motivo he revisado, ampliado y actualizado en la medida de lo posible todo el material que aquí presento, aún sabiendo que pese a todo no podré evitar que en breve quede retrasado ante los vertiginosos cambios tecnológicos que Gordon Moore, cofundador de Intel, reflejara en la famosa ley que lleva su apellido4. Según dicha ley (en verdad más bien una observación empírica), el número de transistores en un microprocesador se duplica cada dos años. Esta progresión de crecimiento exponencial (que hoy en día sigue comprobándose) es también la medida de hasta qué punto todo el paradigma social contemporáneo está forjado sobre la base del valor supremo de la velocidad. La ley de Moore no solo sirve para apreciar el modo en que la tecnología se desarrolla, sino que me permito utilizarla como una suerte de metáfora de la aceleración imparable que el discurso capitalista imprime a todas las facetas del mundo actual. Si la pulsión fue definida por Freud como una fuerza constante que no conoce otoños ni primaveras, el desarrollo tecnológico es, por el contrario, una fuerza que va en aumento, retrato y al mismo tiempo vehículo de la implantación hegemónica de ese discurso, aunque como veremos, esa aceleración tenga importantes matices que deben ser explicitados.
La temporalidad propia de la tecnología va determinando una suerte de separación o independencia entre esta y la ciencia, incluso hay quienes diagnostican más bien una absorción de la ciencia por la técnica, lo que supone el sometimiento de la ciencia a las reglas exclusivamente financieras. Eso se verifica, entre otras cosas, en el hecho de que la segunda es objeto de una confianza y una fe ciegas, que hasta hace unas décadas solo se le confería a la primera. Se confía en que la tecnología podrá dar solución a todo, o a casi todo. Gracias a la tecnología, lograremos alzarnos por encima de los límites que pesan sobre la condición humana y alcanzar un estatuto inédito. Esta visión se basa, fundamentalmente, en la creencia de que las asombrosas conquistas que se han realizado en materia de telecomunicaciones pueden ser extrapoladas a otros ámbitos, como por ejemplo al de la nanotecnología aplicada a la biología humana. La intensa campaña de marketing desplegada por los profetas de la tecnología, con el apoyo sostenido de los medios de comunicación (que han sumado al sensacionalismo de los crímenes el reclamo publicitario de presuntos descubrimientos mágicos, sobre todo en materia de salud), intentan convencer a la opinión pública de que el progreso es un movimiento que se expande de forma cada vez más rápida y sin retroceso.
Aunque esto puede ser cierto en algunos ámbitos, en otros resulta al menos dudoso, cuando no completamente falso. Esta confianza ciega en la omnipotencia tecnológica no es un fenómeno nuevo, pero ha cobrado un impulso mayor en las últimas décadas, en buena medida gracias a los logros de los ingenieros informáticos pero también debido al espíritu profundamente religioso que subyace a este optimismo exaltado. El transhumanismo es quizá el mejor exponente de esta posición radical, que concibe el advenimiento de un punto de inflexión en la historia de la humanidad al que Vernon Vinge denomina singularidad tecnológica5, seriamente debatido y cuestionado, pero que cuenta entre sus filas de adherentes con personalidades extraordinariamente destacadas. Es el caso de Ray Kurzweil, un reputado ingeniero informático e inventor de fama internacional al que Larry Page (cofundador de Google) contrató para su empresa. La singularidad tecnológica es una suerte de visión posmoderna del milenarismo tradicional, que augura la llegada de un acontecimiento mesiánico bajo la forma de una inteligencia artificial que habrá de superar a la de los seres humanos. En cierto modo, podríamos decir que eso no sería realmente una gran proeza, teniendo en cuenta que los seres humanos no están particularmente dotados para la inteligencia, sino que se caracterizan más bien por su debilidad mental. Pero dejando de lado las ironías psicoanalíticas, lo serio de este discurso es el hecho de estar auspiciado y promovido por inmensas fortunas que han apostado a conquistas tales como la curación de todas las enfermedades y la realización del sueño de la inmortalidad.
La importancia del transhumanismo no reside simplemente en que sus apuestas sobre el futuro lleguen o no a cumplirse, sino en que las metáforas que emplea ejercen un extraordinario poder, ya que construyen un modelo de pensamiento determinista según el cual la tecnología es la expresión del destino que indefectiblemente tendrá lugar, y cuya realización sigue un curso que ya no está gobernado por leyes humanas ni tampoco divinas. Esas metáforas convierten a la tecnología en un orden autónomo6, que sigue su propia trayectoria y avanza hacia su cumplimiento definitivo, diseñando un horizonte de felicidad universal gestionada por la inteligencia artificial.
El peligro de estos movimientos es que, bajo el disfraz de un presunto interés «apolítico» por el bienestar de la humanidad, lo que está en juego es un poderoso conjunto de intereses económicos aliados con las fuerzas más reaccionarias del neoconservadurismo. Max More es tal vez un buen exponente de lo que esto significa, aunque su ejemplo es uno entre muchos. En 1988 dio a conocer sus ideas sobre lo que denominó «extropianismo», una filosofía que eleva a un grado superlativo el optimismo respecto de los avances en materia de nanotecnología, ingeniería genética e inmortalidad. Es —casualmente— el CEO (Chief Executive Officer [Oficial ejecutivo en jefe]) de Alcor Life Extension Foundation, una empresa tecnoinmortalista que provee servicios de criogénesis y conservación de información de datos cerebrales a fin de resucitar los cuerpos en un futuro7. Como es de suponer, se trata de una compañía que maneja fabulosos presupuestos de incierta procedencia, aunque tal vez lo que más nos interese sea indagar en los fundamentos pseudocientíficos en los que se basa para promocionar sus productos. Si entramos en su pagina web, veremos un curioso ensayo que pretende justificar la cientificidad de los procedimientos técnicos. Según parece, tras la criogenización y posterior «resurrección» del gusano Caenorhabditis elegans, el animalito ha dado muestras de retener su memoria olfativa, lo que vendría a «demostrar» que esto mismo puede cumplirse en el caso de un ser humano. Calificar como delirantes a estos postulados es a todas luces insuficiente. En primer lugar, porque para el psicoanálisis de Jacques Lacan el delirio es una propiedad universal del ser hablante. En segundo lugar, porque la mayoría de los descubrimientos e invenciones que cambiaron el curso de la historia han sido posibles gracias a la fuerza del delirio y su certeza. Lo fundamental es el hecho de que la psicosis demuestra poseer en estos casos una funcionalidad y una capacidad de penetración real en el mercado. El extropianismo y otras formas de transhumanismo pueden ser un delirio, pero debido a la economía que generan y al discurso político que representan en su presunta neutralidad «científica», merecen ser atendidos como signos de que la fetichización de la tecnología no es un asunto de minorías extravagantes o sectas marginales, sino que obedece a grupos de poder nada desdeñables.
A la luz de la historia, muchos autores y pensadores han mostrado cómo el milenarismo es un recurso fantasmático que resurge —con nuevas vestimentas y una misma finalidad— cada vez que los seres humanos se confrontan a un cambio de paradigma. Lo más inquietante es que, según las épocas, la salvación puede llegar para todos o solo para los elegidos. El tecnomilenarismo promete un paraíso en el que nadie quedará excluido, pese a que los acontecimientos tal como se presentan en el momento actual parecen indicar todo lo contrario, que la tecnología no solo no habrá de traer la felicidad para todos, sino que más bien servirá para trazar de forma mucho más acentuada las graves diferencias sociales, económicas y políticas que hoy padecemos8. Esta es una de las razones más evidentes por las cuales debemos pluralizar el concepto y el enfoque de la tecnología, manteniendo todo el tiempo la perspectiva de su pluralidad. En efecto, la disponibilidad casi general de la telefonía móvil y el acceso a la comunicación digital pueden llevarnos a la confusión de creer que eso mismo sucede con otras formas de tecnología.
Con independencia de su verosimilitud y del auténtico desarrollo logrado, las tecnologías que apuestan a una prolongación de la vida o a la detección y erradicación de graves patologías en ningún caso estarán al alcance masivo de la población, no solo debido a su elevado coste económico, sino fundamentalmente porque el dominio de esos modos de tecnificación (como el de los medios de producción) habrá de convertirse en uno de los mayores artífices de los procedimientos de segregación social. Los debates éticos demuestran la enorme dificultad para delimitar de forma precisa y fundamentada la diferencia entre los beneficios, por ejemplo, de la manipulación genética, y la perspectiva de que estas tecnologías puedan conducir a proyectos eugenésicos que una vez más nos precipiten hacia los abismos más siniestros de la historia.
La alternativa del discurso naturalista no resulta, en el fondo, mucho menos preocupante. La idea de una naturaleza que ha sido corrompida por la acción maléfica de la tecnificación puede muy bien ser el vehículo de posiciones altamente reaccionarias. No existe ninguna naturaleza en un sentido abstracto. La naturaleza también es una construcción discursiva y, por lo tanto, un artificio de lenguaje. La idealización romántica de la naturaleza debe ser cuestionada tanto como la fetichización de la tecnología. Ello, por supuesto, no significa desatender los legítimos esfuerzos llevados a cabo por los movimientos ecologistas, que precisamente se distinguen por contextualizar el sentido de lo natural en un discurso político y no en el romanticismo reaccionario del retorno a las fuentes originarias incontaminadas.
Mientras en épocas anteriores el conservadurismo tendía a idealizar el pasado y a acentuar la nostalgia por una imaginaria Edad de Oro que era menester recobrar, las formas modernas de algunos sectores conservadores han convertido el futuro —al que presentan con la misma imaginería que antes le otorgaban al pasado— como la Tierra Prometida a la que seremos conducidos por el carro triunfante de la tecnología. Uno de los aspectos más engañosos y temibles de esta reificación de la tecnología no depende de que, desde el punto de vista empírico, muchos de sus augurios sean dudosamente realizables, sino de que la felicidad se vislumbre bajo la forma de un sistema social presuntamente apolítico y superador de todas las diferencias ideológicas. Bajo esta apariencia, sin duda se esconde el demonio de un neoliberalismo que, a fin de realizar sus designios, manipula los eternos sueños humanos induciendo en ellos el espejismo del progreso. No es muy difícil reconocer que la confianza absoluta en el misticismo tecnológico obedece a la misma lógica que subyace a la creencia en la «mano invisible» del mercado. Que el progreso se haya verificado en incontables aspectos del saber humano no significa que esa tendencia sea una ley natural ni que carezca de «efectos secundarios», en demasiadas ocasiones mucho más graves que los males presuntamente superados.
Sobre este tema vale la pena citar a John Gray quien, de una manera muy freudiana, explica:
Los que creen en el progreso —ya sean marxistas, anarquistas, socialdemócratas o neoconservadores, o positivistas tecnocráticos— conciben la ética y la política como si fuesen una ciencia, de tal modo que cada paso hacia adelante permite nuevos avances futuros. Creen que la mejora en la sociedad es acumulativa, y que la eliminación de un mal implicará la desaparición de otros en un proceso siempre abierto. Pero los asuntos humanos no muestran signo alguno de sumarse en esa forma: lo que se gana siempre puede perderse y a veces —es el caso del retorno de la tortura como técnica aceptada de guerra y de gobierno— en un abrir y cerrar de ojos. El conocimiento humano tiende a aumentar, pero los humanos no por ello se vuelven más civilizados. Siguen propensos a toda clase de barbarie y mientras el crecimiento del saber les permite incrementar las condiciones materiales, también aumenta el salvajismo de sus conflictos9.