Читать книгу Inconsciente 3.0 - Gustavo Dessal - Страница 15
Capítulo II Milenarismo19 High Tech
ОглавлениеEn un corto lapso hemos pasado de las metáforas del cerebro concebido como un sistema operativo de altísima sofisticación, a las metáforas de los superordenadores capaces de replicar un cerebro humano o de «cargar» la «mente» de una persona y alojarla en una especie de vida digital eterna. Las unas y las otras son metáforas que rebosan un optimismo fraudulento, enunciadas con asertividad performativa, responsables a su vez de la expansión global del cientificismo. Su principal peligro reside en que su carácter ficcional se confunda con una literalidad empírica, distorsionando así tanto las expectativas respecto de la tecnología como las necesidades que vendría a satisfacer. Es el caso, por ejemplo, de creer que la memoria en el sentido informático del término es equivalente a la memoria en el plano del ser hablante. Una vez más, nos encontramos ante el terrible y demiúrgico poder del lenguaje: no solo en lo que respecta a lo que se dice, sino también al lugar desde donde se habla.
Por ese motivo, parece acertado rehusarse al concepto de «la tecnología», bajo el que hemos sido educados con el fin de hacernos creer que el bien y el progreso son aliados naturales, y pensar por el contrario en términos que reconozcan la pluralidad. Existen diversas tecnologías, y la distorsión promovida por el discurso mercantil consiste en convencernos de que la aceleración en el campo de las telecomunicaciones y el procesamiento de datos posee un correlato semejante en otros aspectos, tales como los avances en materia de salud o de recursos energéticos. Resulta evidente que en estos últimos dos ejemplos el optimismo tecnomilenarista se da de bruces contra la realidad, y que ese mundo onírico donde las máquinas habrán de librarnos de nuestras pesadumbres y miserias es en verdad una débil cortina de humo que no alcanza a disimular la creciente acumulación de riqueza y poder en manos de una minoría que no solo no es abstracta, sino que está constituida por nombres propios, por seres reales motivados por intereses reales, muy alejados del altruismo que intentan transmitir.
En un breve pero clarificador ensayo20, Richard Jones analiza con rigor lo que implica tomar el concepto de tecnología en un sentido unificado. Lo considera un error decisivo, y a fin de despejar un poco la confusión reinante nos recuerda que existen tres áreas distintas de innovación tecnológica: el área de la información, el área de la materia y el de la biología. Cada una de ellas tiene sus respectivos condicionantes y restricciones, así como distintos requerimientos. Es cierto que el área de la información avanza a una gran velocidad, puesto que entre otras razones no exige una gran infraestructura. En al área de la materia, las cosas llevan más tiempo y son mucho más caras. El área de la biomedicina y la biotecnología supone una serie de problemas muy concretos y diferentes, puesto que los entes vivos son mucho más difíciles de someter a los procedimientos de la ingeniería. El objeto vivo reacciona y en ocasiones lo hace de forma imprevisible, desafiando las expectativas de los ingenieros y los biólogos. Sucede, por ejemplo, en el terreno de las células madres y la producción de tejidos, cuyo desarrollo es muchísimo más lento de lo que se había anunciado. Transferir las ventajas y los avances del mundo informático a la nanotecnología y a la biología sintética puede resultar decepcionante, y hasta fraudulento21. Silicon Valley no solo es el centro estratégico de las revoluciones tecnológicas. Es también, y con demasiada frecuencia, el reservorio de ambiciones enloquecidas, deseos ciegos y embriagados por la euforia de un delirio performativo, el impulso que confunde la retórica desiderativa con las conquistas logradas.
El psicoanálisis —o más específicamente los psicoanalistas, que a menudo no parecen orientarse demasiado bien en su percepción de la época y adoptan posiciones moralizantes— debe salir rápidamente del absurdo debate entre defensores y detractores de la tecnología. Como cuestión preliminar a todo análisis que atraviese el nivel del sentido y, por ende, del fantasma22, es preciso participar de forma decidida en todo aquello que contribuya a perforar, borrar, tachar, inconsistir, la noción monolítica de «la tecnología».
Aunque la imagen del desarrollo tecnológico como un orden supremo que no obedece a una dirección central resulta hasta cierto punto atractiva, incluso cierta, puesto que con desagradable frecuencia algunas criaturas técnicas escapan de las manos de sus creadores y parecen adquirir una vida propia e independiente, es preciso refutar con absoluta energía la religión transhumanista que pretende convencernos de un destino que está escrito en el libro de la historia. Las tecnologías no evolucionan por sí mismas: son el resultado de acciones, decisiones y reacciones que involucran a numerosos actores e inversores. No constituyen un bien per se, ni tampoco son la encarnación de un poder diabólico. Están sujetas a los avatares del discurso y su papel depende en gran medida no solo de los fines con los que se las emplea, sino fundamentalmente de las metáforas con las que se venden. Lejos de ser la expresión de una conquista posideológica, son el vehículo de toda clase de ideologías que pueden servirse de ellas con las mejores o peores intenciones. No solo compramos dispositivos técnicos por los indiscutibles servicios que nos prestan: lo hacemos, ante todo, porque somos consumidores de las metáforas que conforman su packaging.
Esas metáforas —le cabe aquí al psicoanálisis el mérito de haber podido sondear en su fundamento— deben su éxito planetario a la capacidad de evocar, provocar, incluso desbocar, el goce y su íntima relación con el cuerpo. De allí que en nuestra perspectiva, y a diferencia de los enfoques sociológicos o económicos, nos interesa particularmente no tanto los fines para los que se emplean las tecnologías, en abstracto, sino el uso sintomático que cada ser hablante, uno por uno, hace de los recursos tecnológicos a su alcance. Esto implica proceder, en cada caso, a localizar lo tecnológico en el contexto de una narratividad que lo desprende de los significantes transmitidos por el discurso del amo y lo enlaza a la historicidad propia, alejándolo de la pura alienación.
Aunque los fantasmas agitados por el tecno-futurismo sean en definitiva tan antiguos como la condición humana misma, lo cierto es que su discurso ha logrado aumentar aún más el terror a la finitud y la mortalidad. Lo ha hecho valiéndose de las coordenadas mentales de una época en la que el sentido de la trascendencia se apoya en la moda de los selfies por Instagram o en la tragedia de los fanatismos terroristas. La idea de que el futuro debe diseñarse y que ese diseño no puede estar en mejores manos que las de una tecnocracia, conduce paradójicamente a posiciones retrógradas. Las inversiones y apuestas al futuro son al mismo tiempo maniobras para distraernos de los problemas del presente, y para proyectar un campo de utopía a la medida del pensamiento mágico.
El Future of Life Institute es un proyecto situado en Boston, que reúne a científicos, ingenieros, filósofos y personalidades de la cultura con el propósito de fomentar un buen uso de la tecnología y prevenir sus riesgos. El 24 de mayo de 2014 realizó un coloquio bajo el título “The future of Technology: Benefits and Risks”, en el que participaron reputados panelistas23. Es interesante observar cómo en algunos momentos de la discusión se introduce con toda naturalidad la idea de que en algún momento tendremos que abandonar el planeta y que será conveniente que los humanos nos preparemos ya genéticamente para afrontar los desafíos de un viaje semejante24. La lectura de la transcripción de este evento pone de manifiesto, por una parte, que incluso en una institución de estas características, en la que participan premios Nobel y académicos de inmenso prestigio, el pensamiento transhumanista y el milenarismo tecnogenético están presentes, y constituyen una fuerza impulsora de numerosas investigaciones. Por otra parte, esa confianza en las posibilidades de una tecnología bondadosa y beneficiosa para la humanidad se sostiene, entre otros fundamentos, en la creencia de que el mal puede erradicarse mediante los intercambios de información con las comunidades y sus agentes.
El mensaje de optimismo es «hablando se entiende la gente», incluso en materias tales como qué sería necesario eliminar de la dotación genética y qué habría que añadírsele para la eventualidad de una emigración planetaria. Esa positividad característica del pragmatismo americano y que se ha extendido especialmente en el ámbito de las nuevas tecnologías, arroja la evidencia de una especie de ley que puede describirse más o menos así: existe una proporción invertida entre la magnitud de sofisticación del saber alcanzado por los protagonistas del mundo científico y técnico, y su comprensión sobre la condición humana. Se percibe aquí con cristalina claridad la tesis de Lacan del sujeto del psicoanálisis como aquello rechazado y excluido por el discurso de la ciencia y que ahora verificamos en el discurso de la técnica. Sorprende la ingenuidad de los argumentos con los que algunos científicos creen que podrán evitarse los efectos indeseables de las tecnologías, como si pudiésemos tutelar su trayectoria más allá de los intereses económicos y políticos que dominan el campo de la investigación y el desarrollo.
Básicamente —dice uno de los panelistas— si conversamos más entre nosotros [se refiere a la comunidad humana], contando con información, esa puede ser una de las mejores cosas que hagamos para maximizar nuestra capacidad de beneficiarnos de algunas de las ideas y tecnologías que promovemos y protegernos de decisiones de las que más tarde podríamos arrepentirnos25.
El contraste entre el currículo académico del panelista, por un lado, y su creencia en las buenas intenciones y la discusión «democrática» sobre los usos adecuados de las tecnologías por otro, no puede ser más asombroso. No obstante, como en última instancia los científicos y los ingenieros también son seres hablantes, la anécdota que relata un especialista en manipulación genética no tiene desperdicio. Tras escuchar en la escuela una charla sobre usos de la genética en la reproducción asistida y prediagnóstico embrionario, un niño exclamó: «Todo este asunto no me interesa en absoluto. Lo único que yo quiero saber es si mis padres seguirán queriéndome»26. ¿Qué quiere saber el niño? Su comentario apela a lo que está verdaderamente en juego: lo que él es para el deseo del Otro. Sería absurdo —más aún, propio de una mentalidad retrógrada— desconocer los inmensos beneficios que la ingeniería genética nos aporta y todo lo que aún cabe esperar en materia de prevención y curación de enfermedades. Pero tampoco puede omitirse el hecho de que la genética discurre por un peligroso borde, que la abisma hacia el deseo de un Otro capaz de encarnar lo más atroz. Ese precipicio no puede ser evitado con medidas pedagógicas.
Es posible que el punto más crucial de ese apasionante coloquio haya sido el debate generado a partir del tema de la Inteligencia Artificial (IA). Desde que Isaac Asimov estableciera sus célebres leyes de la robótica27, la idea de que la IA es uno de los desarrollos tecnológicos que implica terribles riesgos puede comprobarse echando un vistazo a los incontables organismos, públicos y privados, creados a partir de la preocupación por el denominado «riesgo existencial»28, así como los miles de artículos, debates y disputas que esto ha suscitado. La polémica es sumamente compleja y resulta difícil orientarse entre las diversas opiniones. El coloquio mencionado alcanza su clímax cuando se admite que las leyes de Asimov difícilmente puedan cumplirse. ¿Debería incorporarse un kill button [botón de eliminación] en todos los dispositivos dirigidos por la IA? De ese modo se podría intervenir rápidamente en el caso de que dicho dispositivo iniciase una acción indeseada. ¿Pero eso no podría ser al mismo tiempo el punto débil de dicho dispositivo, fácilmente hackeable por agentes enemigos con el fin de anularlo? Por supuesto, en todo el debate se parte de la idea de que los enemigos, los malos, los que pueden poner en peligro nuestra seguridad son siempre los otros. Los usos militares de la inteligencia artificial son la principal fuente de inquietud en la comunidad tecnocientífica, que implícitamente asume que el ejército «malo» es el del enemigo, jamás el propio.