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Prólogo

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por Javier Peteiro Cartelle

Parece que vivimos una época revolucionaria a escala global, aunque abunden grises políticas nacionales. No se trata ahora de una revolución burguesa o proletaria. Tampoco de algo parecido a la «revolución industrial». Ni siquiera estamos ante revoluciones científicas como las que acogió el siglo pasado: la mecánica relativista, la mecánica cuántica y la transición a la biología molecular que, prevista por Schrödinger, empezó, podríamos decir, en el año 1953 con el modelo del ADN.

No hay esos hitos «buscados», pero sí se han dado como efectos colaterales en el ámbito técnico que parece cada vez más acelerado con respecto al científico. Si internet es algo de anteayer, las redes sociales son de ayer, la vigilancia por reconocimiento facial es de hoy, y la edición genética de embriones, los implantes biónicos y una posible inteligencia artificial independiente son planteamientos de un futuro que se vislumbra ya muy próximo. El smartphone supone la cristalización de evoluciones técnicas convergentes; en un solo objeto de bolsillo tenemos un ordenador, una máquina de fotos y videos, un sistema de navegación por GPS (Global Positioning System), acceso a redes sociales, agenda, sensores médicos, juegos electrónicos… incluso un teléfono.

¿Vamos bien? O mejor, ¿hacia dónde vamos? Hay, como siempre, pesimistas y optimistas. Unos auguran el riesgo de ser dominados por sistemas de inteligencia artificial autónomos y replicantes o una catástrofe sanitaria nanotecnológica. Otros, en cambio, perciben que la vida mejorará y que incluso se alcanzará una singularidad tecnológica que permita la inmortalidad transhumanista, aunque no sea para todo el mundo.

Parece que estamos, como decía Norman Cohn, en pos del milenio. Otra vez. A la espera de una salvación técnica, incluyendo tintes religiosos aunque se pretendan ateos, pero salvación al fin… o condena definitiva.

La prospectiva tecnocientífica suele caracterizarse por errores de bulto. Pero ya no se trata de mirar al futuro sino al mismísimo presente que parece confundirse con él en una carrera imparable hacia el control técnico para bien médico, para el bien social y también para el mal imaginable. Somos testigos presentes de algo que creíamos futurible; suicidios por sexting, control de nuestras idas y venidas, historiales médicos informatizados y alojados, con todas las consecuencias, en eso que llamamos «la nube» y que no tiene nada de etéreo.

El poder real sigue existiendo pero, a la vez, se propicia el sentimiento de autonomía del que brotan los influencers, los empoderados, las peticiones de todo tipo en change.org, los grupos de WhatsApp que pueden arruinar la vida a un profesor…

Emerge una constelación de síntomas novedosos o acentuados; adicciones, soledades, fobias, cibercondrías. La técnica puede liberar, pero también enfermar y matar. Nos hallamos ante algo novedoso, ante algo que debe ser analizado al detalle en lo que es y lo que implica para el ser humano. Lo más generalizado tiene que ver ahora con lo más concreto, con la singularidad de cada cual, con nuestros deseos, aspiraciones, defectos; con lo mejor y lo peor del sujeto. Ante eso no basta, aunque se precise, con una filosofía de la ciencia o de la tecnociencia. Mucho menos con limitarse a construir una historia de «avances». Tampoco basta con «adaptarse al cambio», en el mito de un progreso imparable, con los ingenuos y manejables medios de la psicología conductista, o las versiones narcisistas de la tradición oriental como el yoga o mindfulness, ya asumidas como bondadosas por quienes controlan los sistemas laborales. ¿De qué se trata, entonces? Quizá pueda decirse de modo simple aunque resulte complicado. Se trata de situarnos.

Es eso lo que facilitará la lectura de un libro excelente como este ensayo de Gustavo Dessal. El título ya anuncia su originalidad y su intención, íntimamente relacionadas.

Es original no sólo por la extensa revisión crítica del desarrollo técnico habido y previsto; también por la mirada hacia su interacción con el sujeto; una mirada dirigida a través del prisma de la experiencia psicoanalítica.

El libro puede parecer osado sólo a quienes consideran impropio salirse de su particular campo de acción (incluyendo psicoanalistas), pero esa supuesta osadía es imprescindible porque se requiere el enfoque sistémico y no parcelado de una realidad que parece que nos sumerge.

La seriedad del estudio que este texto muestra lo distancia claramente tanto de nostalgias inútiles como de fantasías milenaristas. La intención del autor, no obstante, no es meramente descriptiva, ni siquiera crítica en sentido general. Su finalidad persigue mostrar cómo el contexto tecnológico en rápida evolución nos influye y puede influirnos en el futuro. Para ello, usa la mirada privilegiada que le confiere su ejercicio como psicoanalista y, en general, la sabiduría que le caracteriza. Su campo no le aísla, sino que le sirve de observatorio privilegiado desde el que contemplar, comprender y concluir enseñando.

Es desde ese saber que Dessal facilitará a lo largo de su obra que nos situemos, que sepamos un poco mejor dónde estamos, despertando la intuición de lo que somos para que quedemos algo más advertidos ante lo inminente.

Es sabido que no cabe hablar de psicoanálisis de la historia, de la ciencia, del arte o de lo que sea, así, en general, a diferencia de la reflexión filosófica, pues un psicoanálisis lo es siempre solo de alguien concreto y no de algo; se trata de una relación clínica singular. Ahora bien, sí es posible referirse a algo desde el psicoanálisis de muchos. Es precisamente desde el encuentro con el síntoma en su multiplicidad de presentaciones que un psicoanalista se halla en un buen lugar para señalar cómo algo influye en alguien e intuir hasta qué punto el síntoma mostrado, el que requiere ayuda, depende de la civilización en la que el sujeto está inmerso. Pero eso sólo será factible si, además de psicoanalista, se es inquieto y culto, cualidades que Dessal ha venido mostrando ampliamente a lo largo de su rica e ilustrada trayectoria, de la que no es excluida la creatividad literaria.

Si algo nos caracteriza como seres humanos y, por ello, como constructores biográficos y actores de la historia, es, aunque pueda parecer extraño o incluso paradójico, lo que ignoramos de nosotros mismos, lo que nos es inconsciente. El inconsciente, algo que surge desde la relación inicial con la alteridad, que requiere del habla (ser humano es ser hablante, aunque se sea sordomudo) y que puede abocarnos a lo peor. Dessal va entretejiendo su libro con luminosas pinceladas psicoanalíticas y en un lugar define el inconsciente de un modo claro y conciso: «un saber que sabe lo que yo no sé, y en el que no me encuentro, pese a que ese saber rige mi vida». Descartes estaba equivocado. Si solo dependiéramos del pensamiento, de la lógica, no repetiríamos en general lo peor, no seríamos perturbados por el síntoma, eso que apunta a lo más íntimo de nosotros. Pero no somos máquinas pensantes, sino sujetos de goce (peculiar término lacaniano que suele referirse muchas veces a lo que parece contrario, al sufrimiento anímico); tampoco somos entes biológicos emulables sino biografías que requieren a un Otro para ser factibles.

A veces se dice que olvidamos la historia cuando suceden catástrofes provocadas por seres humanos, pero no es cierto porque, aunque la recordemos, seguiremos repitiéndola, precisamente por la fuerza de lo inconsciente. En esa reiteración, el milenarismo resurge hoy aunque sea de un modo distinto al que se dio en otras circunstancias. También ahora se espera la salvación, pero esta vez carece de base una espera salvífica universal. Una escisión de la sociedad con una esclavitud generalizada es más probable que en épocas consideradas hoy como brutales. No se trata de que seamos esclavizados por máquinas como especie, sino de una bipolaridad extrema entre una élite de poder y una gran masa de siervos, preferiblemente voluntarios; no se precisan cadenas si uno es feliz en su estado miserable, y abundan fármacos y coaches para ello. En ese pretendido mundo feliz, en cierto modo previsto por Huxley, hay algo que puede ser elemento de salvación; es precisamente el síntoma psíquico, eso que se resiste al adiestramiento, un síntoma que puede variar con las épocas y lugares, pero síntoma al fin, que revela la necesidad inagotable de ser y que indica que el psicoanálisis no es cosa del pasado sino que seguirá siendo necesario y probablemente, más que ahora, en los tiempos que se avecinan.

No somos seres algorítmicos aunque así se nos pretenda por el neocapitalismo y la falsa ciencia. Nunca seremos equiparables a una máquina, ni siquiera en las «averías» y, como certeramente señala Dessal, las ingenierías jamás podrán «arrebatar el cuerpo» a la medicina.

François Cheng decía, en un bello juego sonoro, que «l’esprit raisonne, l’âme résonne». El espíritu cartesiano seguirá razonando, pero es esa alma, que resuena como viviente, con el cosmos del que recibe y al que otorga, quizá a veces, sentido, la que ha de resistirse a la nueva alienación algorítmica que el neocapitalismo más crudo pretende. Esa resistencia sostiene nuestra libertad real. A esa posibilidad ética se nos convoca en este hermoso libro.

Inconsciente 3.0

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