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Capítulo III Una paranoia extendida

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Una de las características más peculiares de la vida contemporánea es la paradoja de que la obsesión por la prevención de los riesgos no ha contribuido a mejorar las condiciones de vida, ni a satisfacer las expectativas ni a proporcionar seguridad a los ciudadanos, sino más bien a lo contrario. No pretendo de entrada darle al término «paranoia» su estricto carácter clínico, sino que me valdré de él para describir un estado de la civilización en el cual todo sujeto es potencialmente sospechoso. A partir del momento en que Occidente decide una política general que abarca todos los aspectos humanos y que emplea una inmensa dotación de dispositivos de saber, la vigilancia se convierte en una acción prioritaria. Cuando me refiero a dispositivos de saber, incluyo a todas aquellas disciplinas científico-técnicas que se arrogan la capacidad de evaluar, anticipar y prevenir el surgimiento de acontecimientos que pongan en peligro la estabilidad de los sistemas políticos, legales, económicos, sanitarios y culturales. La vigilancia de la que Michel Foucault se ocupó en su extraordinaria obra Vigilar y castigar29, cobra una actualidad indiscutible, a pesar de que por entonces no podía aún preverse la transformación social que habríamos de experimentar hoy en día. Esa transformación consiste, entre otras cosas, en el hecho subrayado por Zygmunt Bauman de que la manipulación política ha alcanzado actualmente la facultad de lograr que inmensos sectores de la población se muestren plenamente dispuestos a dejarse arrebatar una parte sustanciosa de la libertad en beneficio de la supuesta seguridad que con ello habrían de conseguir30. La vigilancia, que sin duda tiene su expresión más notoria en la expansión creciente del número de cámaras que filman diariamente nuestra vida en la calle, oficinas, bancos, edificios y toda suerte de lugares públicos y privados, no se limita a esta dimensión de control visual. Si Freud aventuró en el año 1915 la tesis de que existe en nuestro interior una instancia interna por la que nos sentimos observados, escrutados, evaluados, y a la que en esa época denominó Ideal del Yo (para más tarde trasladar esa función a la figura del superyó), fue con el propósito de demostrar, entre otras cosas, que el sujeto tal como el psicoanálisis lo concibe no puede ocultarse, y que sus deseos más íntimos y secretos son conocidos por un dispositivo de control y vigilancia del que no hay escapatoria posible. En esa instancia que puede alcanzar una magnitud persecutoria se encuentra el germen larvado de la paranoia, solo que el enfermo paranoico experimenta la severidad de esa conciencia moral como una manifestación hostil que proviene del mundo exterior. Lo que entonces solo formaba parte del mundo psíquico, se ha convertido en una forma de control que se sustenta fundamentalmente en la recolección abrumadora de datos. La sociedad de la información es una maquinaria de colosales dimensiones que constituye una verdadera amenaza para uno de los fundamentos de la subjetividad: la dimensión del secreto.

En su estudio sobre la construcción del sujeto humano, tanto Freud como Lacan acentuaron el paso decisivo que supone en el niño el descubrimiento de que los otros, en particular las figuras parentales, no poseen el don omnipotente de conocer sus pensamientos. Esa revelación tiene una función decisiva, puesto que inaugura un salto cualitativo en la vivencia del sujeto, quien a partir de entonces dispondrá de la posibilidad de mentir. Las primeras mentiras infantiles son correlativas al hecho de que el niño es capaz de percibir que puede resguardar en su interior un espacio privado, inaccesible al saber del otro. El sujeto se constituye de este modo como algo no sabido por los otros, pero al mismo tiempo se mantiene en una posición de no saber sobre una parte de sí mismo, que llamamos el inconsciente. En la psicosis, las relaciones con el saber se muestran alteradas, de tal modo que el sujeto experimenta el saber inconsciente como algo que le vuelve desde el exterior y que retorna desde los otros, a los que restituye la primitiva omnipotencia, es decir, la facultad de conocer sus pensamientos e influir sobre ellos.

En la actualidad, mantener un secreto es algo sumamente complejo y que se sustrae por completo al control de los sujetos. Cuando comprendemos que aquello que se denomina globalización se traduce en el hecho de que el mundo virtual va colonizando progresivamente el espacio hasta anular la dimensión de un punto exterior a él, nos damos cuenta de que eso se expresa en la transformación de la vida humana en un conjunto de datos que abarcan todo el espectro imaginable: su dimensión económica, social, política, sanitaria, sus hábitos de vida, sus valores biológicos, su comportamiento, etc. Es prácticamente imposible que alguien pueda mantenerse fuera de ese dispositivo de saber. La complejidad de las vías de obtención de datos y su tratamiento no permiten una existencia aislada. Si acaso sucede que alguien no está aún registrado en la Gran Lista, si por ventura un individuo no es localizable en el mundo que cada vez va constituyéndose como el verdadero mundo real, entonces ese individuo o bien no tiene una auténtica existencia, o bien es sospechoso.

La compañía Google, tras un largo debate con asociaciones ciudadanas, pero en particular con el Senado norteamericano, ha inaugurado una política para solicitar lo que se denomina la «retirada de la identidad digital». Es un proceso lento, y en muchos casos tan complejo y costoso que —dependiendo de las personas y de su importancia mediática— puede ser prácticamente imposible, a menos que se disponga del suficiente dinero como para contratar los servicios de subcompañías especializadas. Brad Pitt no debió sudar mucho al desembolsar los diez millones de dólares que aseguraron la retirada de la web de algunas fotos de su esposa que podían perturbar la armonía familiar.

Cómo desaparecer, un libro que ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo y cuyo autor es Frank Ahearn31, uno de los mayores expertos en materia de contravigilancia informática, explica con todo detalle y asombrosa información la infinita cantidad de datos que se disponen sobre los ciudadanos de gran parte del planeta. Ahearn, a quien el FBI contrató en su momento para dar con el paradero de Mónica Lewinsky cuando la joven intentó huir tras el escándalo de su affair con Clinton, está considerado como la única persona en el mundo capaz de hacer desaparecer a alguien, emplazarlo en un lugar remoto del mundo y dotarlo de una nueva identidad. Su empresa, dedicada a la venta de privacidad, es una de las compañías más lucrativas que existen en los Estados Unidos. En un mundo que cada vez se lleva peor con el inconsciente, la privacidad se ha convertido en un negocio multimillonario.

Repasemos brevemente qué es lo que Lacan dijo cuando expuso su concepto del sujeto del inconsciente. En primer lugar, sostuvo la premisa de que el sujeto no es una persona ni un ser, sino una entidad que solo tiene su existencia en el campo del discurso. El sujeto es aquello que se insinúa en un discurso que él no pronuncia, sino que es el discurso del Otro, si entendemos que el Otro tampoco es una persona real, sino el conjunto de los significantes que preceden la existencia de un ser humano, pero que de algún modo lo prefiguran, lo anticipan, lo representan. En tanto representado en ese discurso por las palabras que son enunciadas incluso antes de que advenga como un ente real en el mundo, yo soy como sujeto algo que no está presente. Soy un vacío, una pérdida, una falta de identidad y de ser. Soy lo que falta en el discurso que habla de mí, y que para colmo desconozco lo que dice. Es lo que llamamos el inconsciente: un saber que sabe lo que yo no sé, y en el que no me encuentro, pese a que ese saber rige mi vida. Durante muchos años, esta teoría del sujeto fue un eje rector en la enseñanza de Lacan y en su concepción de la cura, una cura cuyo propósito fundamental consistía en capturar aquellos elementos del discurso, aquellos significantes claves que cifraban lo esencial de mi destino como sujeto. Pero esta teoría hubo de ser complementada y reelaborada para que pudiera albergar un aspecto fundamental: el hecho de que el sujeto es sexuado, y que el sexo, en el sentido psíquico y no biológico, no es enteramente susceptible de reducirse al lenguaje, aunque el lenguaje lo determine. De tal modo que si en el inconsciente el sujeto es una ausencia, tiene la posibilidad de recobrarse parcialmente como existencia en la satisfacción que obtiene en su cuerpo, y que Freud postuló como fundamentalmente sexual, en un sentido amplio que no se reduce al sentido común del término. Con independencia de que el saber es una cualidad humana por excelencia, es importante tener en cuenta que el psicoanálisis no lo aborda desde la perspectiva racionalista. Nos ocupamos del saber no en tanto actividad intelectual, sino como un nombre del inconsciente. El inconsciente es el saber que no sabemos que sabemos.

¿Por qué hago este rodeo? Porque vivimos en la era de la descomposición de la subjetividad en el océano de los datos. Hay una diferencia esencial entre el saber inconsciente y los datos que registran lo que se denomina una identidad digital. El sujeto del inconsciente carece de identidad, de allí que deba realizar un considerable esfuerzo y valerse de distintos artificios psíquicos para fabricarse lo que llamamos un semblante, es decir, una apariencia de identidad, siempre frágil y fundamentalmente asida a alguna modalidad de síntoma que le proporciona un referente, un punto de apoyo donde consigue conjugar algunos fragmentos de su historia, las huellas simbólicas que se trazaron en su cuerpo, y las reverberaciones que eso produjo en el modo en que se afana por perseguir la satisfacción de sus pulsiones. Cada ser hablante constituye en cierto modo un objeto cuya singularidad lo convierte en algo que falta en el mundo. El inconsciente no solo es una instancia psíquica. Es también un modo de nombrar el hecho de que el sujeto es una excepción a los objetos que la ciencia puede abordar, puesto que su lógica no admite una reducción a los algoritmos del universo físico matemático, ni a los datos secuenciales estudiados por la biología. No es una metáfora ni una ficción literaria o poética que la relación entre el deseo y el hombre requiera del misterio. Por el contrario, la poesía y la literatura constituyen el más auténtico y legítimo discurso donde el deseo encuentra su reflejo, y el psicoanálisis le ha dado una forma teórica y se ha servido de él, de ese misterio, para crear un método clínico que hace del agujero en el saber la esencia misma del sujeto. Por lo tanto, el saber del inconsciente y el saber de los datos no solo se distinguen, sino que se oponen, en tanto estos últimos aspiran a obtener un relevamiento completo del sujeto, reducido de este modo a un ente contabilizable y medible como un mero fenómeno natural.

Aproximémonos un poco más a la paranoia, pero en el sentido más estrictamente clínico. ¿Qué es la paranoia? Una estructura psicótica caracterizada por un delirio consistente y bien estructurado, de carácter fundamentalmente persecutorio. El paranoico se experimenta como objeto de una acción exterior, que ejerce sobre él un efecto pernicioso y que abarca un espectro muy rico y variado. Desde la injuria, la malevolencia, hasta el complot que procura su degradación o su eliminación física, pasando por una amplia gama de perjuicios de toda índole. Esa acción exterior, esa intención maligna, obedece a la construcción que el paranoico ha hecho del mundo, y que el psicoanálisis escribe con la letra A mayúscula, el lugar del Otro, que significa varias cosas. Por una parte, el Otro es el lugar de la palabra, del saber, de la verdad. Es el lugar donde el sujeto se constituye y a la vez del que está excluido, por ser el inconsciente. El neurótico ignora esta dimensión del Otro, y solo la experimenta en momentos determinados (el sueño, el lapsus, el acto fallido, un síntoma, que supone la emergencia en su vida de algo que viene de otra parte que no reconoce como propia). El neurótico está separado del Otro por lo que llamamos la represión. El paranoico, en cambio, está inmerso en su relación con el Otro. Padece su tormento, su proximidad, advierte su presencia, adivina su intención, percibe su influencia, padece sus intrigas, sufre la ignominia de sus ataques, insultos, alusiones. Se siente burlado, injuriado, difamado por ese Otro que no lo abandona, y que se manifiesta bajo la forma de voces, susurros, cuchicheos, risas, mensajes insinuantes, órdenes explícitas o confusas. El Otro sabe todo sobre él. Lo vigila, penetra en sus pensamientos más íntimos. El Otro es absoluto, compacto, inatacable. Es, en verdad, la acción feroz del lenguaje como intrusión no regulada por la represión, y que el paranoico encarna en un agente exterior. Un agente que no presenta fisura alguna que permita eludir su presencia. Es un Otro que no duerme, no descansa, no se apaga, está siempre alerta, lo cual exige por parte del paranoico una contraofensiva, es decir, una contravigilancia, un estado de perpetua atención. La totalidad del mundo se convierte en un territorio poblado de signos que es preciso observar, descifrar, descodificar. Nada sucede por azar. La contingencia está por definición descartada, puesto que los sucesos obedecen a una lógica implacable, rigurosa, que sigue un orden establecido por la maldad del Otro, y que el paranoico reconstruye en todos sus detalles, empleando para ello toda su energía psíquica. El psicoanálisis tiene un concepto que de forma muy sintética logra expresar el fenómeno: el Otro no está castrado, es decir, es un saber tan compacto que si pudiéramos observarlo al microscopio revelaría una densidad indivisible. La omnipresencia del Otro es un rasgo fundamental de la paranoia. En algunos casos, el sujeto se identifica a ese Otro, y asume sus intenciones y su voluntad. Se considera a sí mismo apóstol del Otro, entregado a propagar su mensaje o ejecutar sus órdenes. Es frecuente que en esas circunstancias el Otro se desdoble en dos figuras o instancias. Una que encarna el mal del que el sujeto debe protegerse y en ocasiones proteger a la humanidad, y otra que encarna al héroe que lidera la salvación, y emplea al paranoico como instrumento de lucha.

Existen numerosas aplicaciones que con distintos propósitos permiten conocer la localización de personas conocidas o desconocidas que poseen inclinaciones sexuales afines o deseos comunes. El término «compartir», como ya señalamos, ha devenido en uno de los verbos más utilizados en el mundo virtual. Lo que subyace a esta hermosa idea de una comunidad que comparte sus experiencias, sus emociones y la posibilidad de encuentros, es en verdad una compleja trama de algoritmos matemáticos que permiten establecer un intercambio instantáneo de datos. Yo puedo localizar a otros en la medida en que soy a su vez localizado y, todos juntos —los otros y yo— quedamos constituidos en el objeto de esa mirada absoluta que carece de toda intención, es una mirada vacía, una mirada que nos reduce a puro cálculo, volcado en bases de datos que almacenan nuestra vida deconstruida en trazos, rasgos, marcas, huellas, que son analizadas para extraer una esencia fundamental: la singularidad de nuestro goce, nuestro modo inconsciente de satisfacción. ¿A quién le interesa eso? A muchos. Tengamos en cuenta que nuestro goce no solo consiste en la clase de satisfacción sexual que podemos obtener por medios autoeróticos o sirviéndonos del vínculo con otro cuerpo. Nuestro goce está presente en lo que consumimos, lo que leemos, aquello en lo que trabajamos, en nuestras ideas políticas, nuestros juicios y prejuicios. No hay aspecto alguno de nuestra vida en la que el goce no deje su huella. O quizás sea más correcto decir que el goce que nos singulariza se expande y se infiltra en nuestro pensamiento, nuestro cuerpo y nuestros actos. Es evidente que —al menos de momento— no existe un modo de traducir el goce al cálculo. A pesar de que el neurótico obsesivo realiza ingentes esfuerzos para intentarlo y dedica gran parte de su tiempo a esa labor, las cuentas nunca le cierran bien y un incómodo y a menudo desesperante resto que no encaja lo obliga a reiniciar de nuevo el proceso de contabilidad. Los ingenieros informáticos trabajan de manera más racional, aleccionados por expertos que saben muy bien lo que buscan, aunque no empleen exactamente nuestros recursos teóricos. El hecho señalado por Lacan de que a la clásica distinción entre valor de uso y valor de cambio hay que añadirle el concepto de valor de goce ya es bien conocida por aquellos que trabajan en la industria emocional. Quora es un boletín de noticias elaborado por Google, y que envía de forma personalizada a cada uno de los usuarios que emplean su famoso navegador. Cada vez que realizamos una búsqueda en internet, esa acción queda registrada en una base de datos. Al cabo de un tiempo, los sistemas informáticos son capaces de agrupar esos datos y extraer de ellos un perfil acorde con las preferencias del usuario. A continuación, y apoyándose en los resultados, se diseña un boletín de noticias que puede interesar a esa persona, no solo desde el punto de vista intelectual, sino que incluye lo que podríamos denominar un perfil fantasmático del lector. No quiero con esto trazar un diseño apocalíptico del mundo contemporáneo, siguiendo el estilo milenarista de un Paul Virilio —pensador extraordinario pero demasiado capturado para mi gusto en la visión catastrofista— sino señalar los innumerables usos que de todo esto puede hacerse.

La tendencia a la recopilación indefinida de datos es seriamente cuestionada por muchas voces de científicos cualificados, que alertan contra el error de confundir colección con interpretación. Stephen Baker, especialista en matemáticas y autor de un libro apasionante titulado The numerati32, explica que es imposible elaborar un modelo predictivo de hechos raros o sin precedente como el atentado de las Torres Gemelas o el de la Estación de Atocha. La razón estriba en que las predicciones de base matemática dependen de pautas de conducta pasada. Pero sin embargo es ya más que sencillo estudiar los modelos de consumo, prever nuestros gustos y estimular a la gente a gastar. Aunque los modelos matemáticos sean insuficientes para alcanzar la «cifra» de satisfacción o de goce de un sujeto, pueden de todas maneras establecer un perfil basado en las tendencias de los deseos que, como sabemos, están condicionados por esa ficción singular que en psicoanálisis denominamos fantasma, refiriéndonos al campo de la fantasía inconsciente. Amazon puede determinar qué clase de lector somos en función de los libros que compramos. ¿Por qué puede hacerse eso? Porque los especialistas saben que existe una relación entre la semántica de la demanda y la satisfacción que se busca. A partir de eso, pueden construirse modelos matemáticos que explotan esa relación. Eso tiene su límite, el límite que la estructura de la subjetividad impone, puesto que lo que el psicoanálisis nos enseña es que si bien el campo del lenguaje ejerce una determinación decisiva en la construcción del sujeto, no es menos cierto que no recubre enteramente ese otro campo, tan fundamental como el primero, que es el campo de lo que Freud describió con el término de libido. El campo libidinal no se agota en las palabras, es decir, en los significantes, de allí que los modelos matemáticos están destinados a fracasar exactamente en el mismo punto en el que todo lenguaje se muestra insuficiente para expresar el goce de un ser hablante. Pero eso no impide una aproximación lo bastante precisa como para multiplicar de forma exponencial las posibilidades de ventas, de tal modo que en nuestro próximo libro que compremos por internet, Amazon nos ofrecerá, «de paso», la promoción de otro artículo que los algoritmos matemáticos han calculado como factibles para nuestro perfil de consumidores, que es, en definitiva, un nombre que alude a nuestra condición deseante.

Inconsciente 3.0

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