Читать книгу Un largo silencio - Харлан Кобен - Страница 10

6

Оглавление

Myron intentó charlar con el chico mientras se subían a un tren en Gospel Oak. Nada más ponerse en marcha el chaval se encasquetó los auriculares y subió tanto el volumen que Myron distinguía perfectamente las misóginas letras de la canción a través del canal auditivo de su compañero de viaje.

Myron se preguntó si a Win le seguía llegando la señal de su teléfono. Al cambiar de línea, en Highbury & Islington, el chico apagó la música y dijo:

—¿Cómo te llamas?

—Myron.

—¿Myron qué más?

—Myron Bolitar.

—Eres bastante bueno con los puños. Has tumbado a Dex como si fuera una pluma.

Myron no tenía muy claro qué decir.

—Gracias.

—¿De qué parte de Estados Unidos eres?

Curiosa pregunta.

—De Nueva Jersey.

—Eres un tipo grandullón. ¿Juegas al rugby?

—No. Yo... En la facultad jugaba al baloncesto. ¿Qué me dices de ti?

El chico soltó un bufido.

—La facultad. Ya. ¿A qué universidad fuiste?

—A una que se llama Duke —respondió Myron—. ¿Cómo te llamas?

—No es asunto tuyo.

—¿Cómo es que haces la calle? —insistió Myron.

El chaval intentó poner cara de duro, pero como suele ocurrir a esas edades, le salió un gesto más adusto que amenazante.

—¿A ti qué más te da?

—No lo digo como insulto ni nada así. Simplemente es que he oído que la mayoría del... negocio ahora se hace por Internet. En Grindr, Scruff y apps de ese tipo.

El chico bajó la cabeza.

—Es un castigo.

—¿Qué es un castigo?

—La calle.

—¿Por qué?

El tren se paró.

—Baja —dijo el chico poniéndose en pie—. Venga.

Al salir de la estación se encontraron en una calle concurrida y bulliciosa. Siguieron por Brixton Road, dejando atrás unos almacenes Sainsbury, y se metieron en un local con un cartel que decía «AdventureLand».

La cacofonía de sonidos, ninguno de ellos agradable, salvo quizá de un modo nostálgico, fue lo primero que se apoderó de sus sentidos. Se mezclaban los impactos de los bolos, el tintineo de las máquinas del millón, los lamentos por los disparos fallados y los gritos de ánimo grabados que acompañaban a los tiros libres a la canasta. También se oían aviones derribados y monstruos agonizantes abatidos por los tanques. Había luces de neón y colores fosforescentes. Había máquinas de Skee-Ball, de comecocos, de tiro al blanco y simuladores de coches de carreras, y también esas máquinas con una pinza con la que hay que pescar animales de peluche de una urna de cristal. Había autos de choque, mesas de pimpón, mesas de billar y un bar karaoke.

Y había un montón de adolescentes.

Myron recorrió la sala con la mirada. En la puerta había dos vigilantes de seguridad. No podían tener un aspecto más aburrido sin ayuda de la neurocirugía. No les prestó mucha atención. Lo que Myron sí observó, casi de inmediato, fueron los hombres adultos moviéndose por el lugar, intentando encajar... no, intentando integrarse.

Llevaban pantalones de camuflaje.

El chico con el collar de perro se abrió paso por entre la multitud hacia una zona llamada Laberinto Láser, que tenía el aspecto de una de esa escenas de Misión: Imposible en la que alguien intenta avanzar sin tocar uno de los rayos de luz y hacer saltar la alarma. Detrás había una puerta con un cartel de salida de emergencia. El chico se acercó y miró hacia una cámara de vigilancia. Myron se puso a su altura. El chico le indicó con un gesto que mirara a la lente. Myron lo hizo, con una gran sonrisa y saludando con la mano a la cámara.

—¿Qué tal estoy? —le preguntó al chico—. Voy despeinado, ¿verdad?

El chico se dio media vuelta sin responder.

La puerta se abrió y entraron. La puerta se cerró. Allí había otros dos hombres con pantalones de camuflaje. Myron señaló a los pantalones.

—¿Es que estaban de liquidación en alguna tienda?

Nadie encontró divertido el chiste.

—¿Llevas algún arma?

—Solo mi sonrisa irresistible —respondió Myron, mostrándola. Ninguno de los dos tipos parecía especialmente impresionado.

—Vacía los bolsillos. Cartera, llaves, teléfono.

Myron lo hizo. Incluso tenían una de esas bandejas donde pones las llaves y las monedas antes de pasar por el control de seguridad del aeropuerto. Uno de los hombres sacó un detector de metales y se lo pasó por todo el cuerpo. No contento con ello, luego empezó a palparlo con un énfasis quizás algo exagerado.

—¡Oh, sí, qué rico! —exclamó Myron—. Un poco más a la izquierda.

Al oír eso el hombre paró.

—Vale, segunda puerta a la derecha.

—¿Puedo recuperar mis cosas?

—Cuando salgas.

Myron le echó un vistazo a Collar de Perro. Este tenía la mirada fija en el suelo.

—¿Por qué tengo la impresión de que tras esa puerta no encontraré lo que busco?

Aquella puerta también estaba cerrada con llave. Había otra cámara de seguridad por encima. El chico miró hacia la cámara y le indicó a Myron con un gesto que también mirara él. Myron lo hizo, pero esa vez sin sonrisa irresistible. No tenía nada que esconder.

Se oyó un sonido metálico. La puerta, hecha de acero blindado, se abrió. Primero entró el chico. Myron lo siguió.

La primera palabra que le vino a la mente fue «tecnología punta». ¿O eso eran dos palabras? AdventureLand era una especie de desván, con juegos que habían visto mejores tiempos. Aquella sala era elegante y moderna. Había una docena de monitores y pantallas de última generación en las paredes, sobre las mesas, por todas partes. Myron contó cuatro hombres. Ninguno llevaba pantalones de camuflaje.

En medio de la sala había un hombre corpulento de raza india, con una interfaz en la mano. Todos jugaban a un videojuego de temática militar. Mientras todos a su alrededor agitaban los mandos violentamente, el hombre corpulento parecía tranquilo, casi relajado.

—Shhh, un momento, por favor. Esos malditos italianos creen que nos pueden ganar.

El indio corpulento les dio la espalda. Todos tenían la mirada puesta en la pantalla central de la pared opuesta. Myron supuso que sería el panel de puntuaciones de algún juego. En primer lugar estaba ROMAVSLAZIO. El segundo era FATGANDHI47. El tercero era SEMENTALDOTADO12. Sí, claro, sigue soñando, videoadicto. En el panel de máximas puntuaciones también figuraban otros equipos, como UNECHANCEDETROP, DARTHPAQUETÓN (probablemente amigo de seMENTALDOTADO12) y ELSÓTANODEMAMÁ (por fin un jugador consciente de su triste realidad).

El indio corpulento levantó la mano lentamente, como un director de orquesta a punto de arrancar. Miró a un hombre negro y delgado que tenía delante de un teclado.

—¡Ahora! —ordenó el indio antes de bajar el brazo.

El negro flaco apretó una tecla. Por un momento no pasó nada. Luego la lista de puntuaciones cambió, y FATGANDHI47 pasó a ocupar la primera plaza. Los hombres de la sala prorrumpieron en vítores y se felicitaron los unos a los otros. Luego empezaron a darse palmaditas en la espalda y abrazos. Myron y Collar de Perro se quedaron allí hasta que acabaron las celebraciones. Los otros tres hombres volvieron a situarse tras sus terminales. Myron veía el reflejo de las pantallas en sus gafas. El gran monitor del centro, el que reflejaba las puntuaciones, se apagó. En ese mismo momento el indio corpulento se volvió hacia Myron.

—Bienvenido.

Myron le echó una mirada rápida a Collar de Perro. El chico parecía petrificado.

Decir que el indio era corpulento habría sido lo políticamente correcto. Era rotundo, con capas y más capas de piel y una barriga como si se hubiera tragado una bola de bolera. La camiseta le cubría la cintura a duras penas, y le caía como una falda. La grasa del cuello se unía directamente con la cabeza rapada, y formaba una única entidad trapezoidal. Lucía un pequeño bigote, gafas de alambre y una sonrisa que podría interpretarse como un gesto amable.

—Bienvenido, Myron Bolitar, a nuestras humildes ofi­ cinas.

—Gracias por acogerme, Fat Gandhi —dijo él.

—Ah, sí, sí —respondió el indio, evidentemente halagado—. ¿Ha visto el marcador?

—Claro.

—¿Verdad que el nombre me encaja como un guante? —añadió abriendo los brazos y ondeando los tríceps como banderolas.

—Como un guante hecho a medida —confirmó Myron, aunque no tenía ni idea de qué quería decir.

Fat Gandhi se volvió hacia Collar de Perro. El chico se encogió hasta el punto en que Myron sintió la necesidad de ponerse delante para protegerlo.

—¿No va a preguntarme cómo he sabido su nombre? —preguntó Fat Gandhi.

—El chico me lo preguntó en el metro. También me preguntó de dónde era y a qué universidad fui. Supongo que estarían escuchando.

—Por supuesto que sí.

Fat Gandhi le mostró otra sonrisa beatífica, y aunque quizás esa vez fuera efecto de su imaginación, Myron notó la falsedad que se ocultaba detrás.

—¿Cree que es el único que puede usar el teléfono como herramienta de espionaje?

Myron guardó silencio.

Fat Gandhi chasqueó los dedos. En la pantalla grande apareció un mapa. Había puntos azules parpadeantes por todas partes.

—Todos mis empleados usan ese tipo de teléfonos. Podemos usarlos como micrófonos, como GPS, o para llamarlos. Podemos seguirles el rastro a todos nuestros empleados en todo momento. —Señaló a los puntos azules que mostraba la pantalla—. Cuando uno de nuestros aparatos detecta una coincidencia... pongamos que uno de nuestros clientes manifiesta cierto deseo por un blanquito desnutrido con un collar de perro tachonado...

El chico se puso a temblar.

—... sabemos dónde se encuentra ese empleado y podemos organizar un encuentro en cualquier momento. También podemos escuchar, si queremos. Podemos descubrir si hay algún peligro. O también... —ahora sí que la sonrisa era la de un depredador— podemos comprobar si nos están engañando.

El chico se llevó la mano al zapato, sacó las quinientas libras y se las tendió a Fat Gandhi. Este no las cogió. El chico puso el dinero sobre una de las mesas. Luego se escabulló hasta que estuvo tras Myron, que se lo permitió.

Fat Gandhi se volvió hacia el mapa y volvió a abrir los brazos. Los otros hombres de la sala seguían apretando teclas en sus ordenadores sin levantar la cabeza.

—¡Este es nuestro centro neurálgico!

«Centro neurálgico», pensó Myron. Aquel tipo debería estar acariciando a un gato sin pelo. Tenía toda la pinta de un malo malísimo de James Bond.

—¿Sabe por qué no me da ningún miedo contarle todo esto? —dijo mirándolo de reojo.

—¿Es por mi cara, que inspira confianza? Hasta ahora me ha sido muy útil.

—No —respondió volviéndose hacia él—. Es porque en realidad no puede hacer nada. Ya ha visto la seguridad. Sí, claro, las autoridades podrían acabar entrando, quizás incluso quienquiera que esté al otro lado de la línea de su teléfono. Por cierto, uno de mis hombres está dando vueltas en coche con su teléfono. Para hacerlo más divertido, ¿no le parece?

—Me parece la monda.

—Pero pasa una cosa, Myron. ¿Le importa que lo llame Myron?

—Por supuesto que no. ¿Puedo llamarlo Fat? ¿O Gordo?

—Ja, ja. Me gusta usted, Myron Bolitar.

—Genial.

—Myron, quizás haya observado que aquí no tenemos discos duros. Todo, toda la información de nuestros clientes, de nuestros empleados y de nuestros negocios se guarda en la nube. Así que si alguien consigue entrar, apretamos un botón y voilà. —Fat Gandhi chasqueó los dedos—. No encontrarán nada.

—Muy inteligente.

—No se lo digo para presumir.

—¿Eh?

—Es para que comprenda con quién está tratando antes de entrar en materia. Igual que mi responsabilidad consiste en saber con quién trato.

Volvió a chasquear los dedos.

Cuando la pantalla se encendió de nuevo, Myron estuvo a punto de soltar un gruñido.

—En cuanto supimos su nombre, nos resultó fácil reunir información sobre usted. —Fat Gandhi señaló a la pantalla. Alguien había puesto el vídeo en pausa en el momento en que aparecía el título:

EL CHOQUE: LA HISTORIA DE MYRON BOLITAR

—Hemos visto su documental, Myron. Es muy conmovedor.

Cualquier amante del deporte medianamente talludito conocía la «leyenda» de Myron Bolitar, elegido tras acabar la universidad por los Boston Celtics en la primera ronda del draft. En cuanto a los no amantes del deporte, o los más jóvenes, o los extranjeros, como esos tipos... bueno, gracias a un reciente documental de deportes de la ESPN llamado El choque, que se había vuelto viral, podían saber más de lo estrictamente necesario.

Fat Gandhi volvió a chasquear los dedos y el vídeo se puso en marcha.

—Sí —dijo Myron—. Ya lo he visto.

—Oh, venga, hombre. No sea tan modesto.

El documental empezaba con un tono optimista: música alegre, un sol brillante y aplausos en la grada. Alguien había conseguido cortes de vídeo de cuando Myron jugaba en categorías menores. Luego iba avanzando. Myron Bolitar había sido una estrella del baloncesto juvenil en Livingston (Nueva Jersey). Durante su paso por la Universidad de Duke su leyenda creció. Fue seleccionado como uno de los mejores jugadores de su categoría, dos veces campeón de la NCAA, e incluso jugador universitario del año.

La música alegre fue a más.

Cuando los Boston Celtics lo escogieron en la primera ronda del draft de la NBA, parecía que sus sueños se habían hecho realidad.

Y entonces, tal como anunciaba la voz en off del documental con tono apocalíptico, «se desencadenó la tragedia».

La música alegre desapareció de pronto, y en su lugar sonó una melodía funesta.

«La tragedia se desencadenó» en el tercer cuarto del primer partido de pretemporada de Myron, el primero —y el último— que jugaría con la camiseta número 34 de los Celtics. Los Celtics jugaban contra los Washington Bullets. Hasta entonces, el debut de Myron había estado a la altura de las expectativas. Llevaba dieciocho puntos. Encajaba en el equipo, tocaba todas las teclas y se dejaba llevar por la dulce y sudorosa sensación que solo sentía en la cancha, y de pronto...

Los directores de El choque mostraron la «terrible» repetición de la jugada un par de docenas de veces, desde diversos ángulos. A velocidad normal. A cámara lenta. Desde el punto de vista de Myron, desde arriba, desde la grada. No importaba. El resultado siempre era el mismo.

El novato Myron Bolitar estaba mirando hacia otro lado cuando Big Burt Wesson, un macizo ala-pívot, lo bloqueó. La rodilla de Myron se torció de un modo que ni Dios ni la anatomía habían previsto en ningún caso. El desagradable chasquido se oyó incluso desde lo lejos.

Adiós, carrera deportiva.

—Ver esto nos ha puesto muy tristes —dijo Fat Gandhi, que hizo un mohín exagerado mientras miraba alrededor—. ¿Verdad, chicos?

Todos los demás, incluido Collar de Perro, imitaron el mohín. Luego todos se quedaron mirando a Myron.

—Sí, ya lo he superado.

—¿De verdad?

—El hombre hace planes y Dios se los toma a risa —dijo Myron.

—Esa me gusta —respondió Fat Gandhi sonriendo—. ¿Es una expresión yanqui?

—Yidis.

—Ah, en hindi decimos que el conocimiento es más grande que el debate. ¿Lo ve? Así que primero supimos su nombre. Luego vimos su documental. Luego entramos en su correo electrónico...

—¿Que han hecho qué?

—No había nada especialmente interesante, pero no hemos curioseado. También hemos comprobado sus registros telefónicos. Su teléfono móvil recibió una llamada de un número oculto mientras estaba en Nueva York, hace menos de veinticuatro horas. La llamada procedía de Londres. —Levantó las manos con las palmas hacia arriba—. Y ahora está aquí. Con nosotros.

—Un trabajo meticuloso —observó Myron.

—Intentamos que así sea.

—Así que ya saben por qué estoy aquí.

—En efecto.

—¿Y?

—¿Supongo que trabaja para la familia del chico?

—¿Acaso importa?

—En realidad, no. No descartamos los rescates, por supuesto. Si le soy sincero, todo es cuestión de rentabilidad. Eso lo aprendí del gran Eshan, que tenía una religión (ustedes lo llamarían una secta) en las afueras de Benarés, en India. Era un hombre magnífico. Hablaba de paz, de armonía y de caridad. Tenía un gran carisma. Los adolescentes acudían a él a montones, y donaban a su templo todas sus posesiones terrenales. Vivían en tiendas en un terreno yermo bien custodiado. A veces los padres querían recuperar a sus hijos. El gran Eshan siempre se mostraba comprensivo. No pedía demasiado (la codicia no es buena consejera, diría): si los padres podían darle más de lo que le daban los hijos trabajando, pidiendo limosna o reclutando a nuevos adeptos, aceptaba el dinero. Yo no voy a ser diferente. Si uno de mis trabajadores consigue mayores contribuciones con el sexo, eso es lo que hace. Si se le da mejor robar, tal como ha intentado hacer nuestro amigo Garth contigo, ahí es donde lo colocamos.

Caray, cómo le gustaba hablar a ese tipo.

—¿Cuánto?

—Cien mil libras en efectivo por cada chico.

Myron no respondió.

—La cantidad no es negociable.

—No estoy negociando.

—Magnífico. ¿Cuánto tardará en conseguir esa suma?

—Puedo hacérsela llegar de inmediato —dijo Myron—. ¿Dónde están los chicos?

—Venga, venga. No lleva usted esa cantidad consigo.

—Puedo conseguirla en una hora.

Fat Gandhi sonrió.

—Debería haber pedido más.

—La codicia no es buena consejera. Tal como dijo el gran Eshan.

—¿Conoce Bitcoin?

—La verdad es que no.

—No importa. Nuestra transacción se hará en moneda virtual.

—Tampoco sé lo que es eso.

—Consiga el dinero. Ya le diremos cómo hacerlo.

—¿Cuándo?

—Mañana. Lo llamaré y lo arreglaremos.

—Mejor si es antes.

—Sí, lo entiendo —dijo Fat Gandhi—. Pero hay una cosa que debe entender, Myron. Si intenta alterar nuestro acuerdo de algún modo, mataré a los chicos y no los encontrarán nunca más. Los mataré de una manera lenta y dolorosa, y de ellos no quedará ni la ceniza. ¿Me he expresado con claridad?

¿La ceniza?

—Perfectamente —dijo Myron.

—Pues ya puede irse.

—Una cosa más.

Fat Gandhi se quedó esperando.

—¿Cómo sé que no es un timo?

—¿Pone en duda mi palabra?

Myron se encogió de hombros.

—Solo es una pregunta.

—Quizá sea un timo —respondió Fat Gandhi—. Quizá no deba molestarse en volver mañana.

—No es que me esté arrugando. Usted —Myron lo señaló— es lo suficientemente listo para saberlo.

Fat Gandhi se frotó la barbilla y asintió.

Myron sabía perfectamente que los psicópatas no pueden resistirse a la adulación.

—Yo solo pensaba... —prosiguió Myron— que tratándose de esa cantidad de dinero no estaría mal tener alguna prueba. ¿Cómo sé que tiene de verdad a los chicos?

Fat Gandhi levantó una mano y chasqueó los dedos de nuevo.

El documental desapareció de la pantalla, que por un momento se quedó en negro.

Myron pensó que quizás hubieran apagado el televisor. Pero no, no era eso. Fat Gandhi se acercó a un teclado y se puso a graduar el brillo de la pantalla, que empezó a iluminarse. Myron vio una sala con paredes de hormigón.

Y allí, en el centro de la sala, estaba Patrick.

Tenía los ojos negros, y el labio hinchado y manchado de sangre.

—Lo tenemos apartado —dijo Fat Gandhi.

—¿Qué le han hecho? —replicó Myron, esforzándose para que no se le quebrara la voz. Fat Gandhi volvió a chasquear los dedos y la imagen volvió a oscurecerse. Myron se quedó mirando el negro de la pantalla—. ¿Qué hay del otro chico?

—Creo que con eso basta. Es hora de que se vaya.

Myron lo miró fijamente a los ojos.

—Tenemos un trato.

—Lo tenemos.

—Pues no quiero que nadie les toque un pelo a ninguno de los dos. Quiero que me dé su palabra.

—Pero no se la voy a dar —respondió Fat Gandhi—. Me pondré en contacto con usted mañana. Ahora, por favor, salga de mi oficina.

Un largo silencio

Подняться наверх