Читать книгу Un largo silencio - Харлан Кобен - Страница 6
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ОглавлениеDos minutos antes de que Win llamara, Myron Bolitar estaba tendido en la cama, desnudo y con una mujer despampanante al lado. Ambos miraban al bonito revestimiento de madera del techo, con la respiración entrecortada, aún disfrutando de esos momentos deliciosos que vienen después de... bueno, de ese otro momento delicioso.
—¡Guau! —exclamó Terese.
—Sí, ¿verdad?
—Ha sido...
—Sí, ¿no?
Myron tenía su propio código de lenguaje poscoital.
Terese sacó las piernas de la cama trazando una curva, se puso en pie y se acercó a la ventana. Myron la observó. Le gustaba cómo se movía desnuda: como una pantera, con movimientos medidos, suaves y seguros. El apartamento estaba en una planta alta del West Side, junto a Central Park. Terese miró por la ventana hacia el lago y Bow Bridge. Si alguna vez habéis visto una película ambientada en Nueva York en la que una pareja de enamorados corre por un puente peatonal en el parque, habéis visto Bow Bridge.
—Caray, qué vistas —exclamó Terese.
—Eso mismo pensaba yo.
—¿Me estás mirando el culo?
—Prefiero pensar que lo estoy observando. Vigilándolo.
—¿Como si lo protegieras?
—Apartar la mirada sería poco profesional por mi parte.
—Bueno, pues no vamos a dejar que parezcas poco profesional.
—Gracias.
Terese no se volvió.
—¿Myron?
—¿Sí, amor mío?
—Soy feliz.
—Yo también.
—Da miedo.
—Es aterrador —confirmó Myron—. Vuelve a la cama.
—¿De verdad?
—Sí.
—No hagas promesas que no puedes cumplir.
—Oh, sí que puedo cumplirlas —dijo Myron—. ¿Hay algún local por aquí que sirva ostras y vitamina E a domicilio?
Ella se volvió, le mostró su mejor sonrisa y... ¡catapún!, su corazón estalló en un millón de pedazos. Terese Collins había vuelto. Tras todos esos años de separaciones, angustia e inestabilidad, allí estaban, a punto de casarse por fin. Era una sensación increíble. Maravillosa. Delicada.
Y fue entonces cuando sonó el teléfono.
Ambos se quedaron inmóviles, como si lo percibieran. Cuando las cosas van así de bien, prácticamente contienes la respiración, porque quieres que dure. No quieres parar el tiempo, ni siquiera ralentizarlo; lo que quieres es seguir en tu pequeña burbuja.
Esa llamada telefónica, para seguir con la triste metáfora, hizo estallar la burbuja.
Myron quiso comprobar el origen de la llamada, pero era un número oculto. Se encontraban en el edificio Dakota de Manhattan. Antes de desaparecer, un año antes, Win había puesto el piso a nombre de Myron. La mayor parte de ese año, Myron había preferido quedarse en la casa de su infancia en Livingston, en la vecina Nueva Jersey, intentando educar lo mejor posible a Mickey, su sobrino adolescente. Pero ahora su hermano, el padre de Mickey, había vuelto, de modo que Myron les había dejado la casa y había vuelto a la ciudad.
Sonó el teléfono una segunda vez. Terese se volvió de lado, como si el sonido le hubiera dado una bofetada, dejando a la vista la cicatriz de bala en el cuello. Aquella vieja sensación, la necesidad de protegerla, se hizo presente otra vez.
Por un momento, Myron tuvo la tentación de dejar que se activara el buzón de voz, pero entonces Terese cerró los ojos y asintió, una sola vez. Ambos sabían que no responder solo serviría para retrasar lo inevitable.
Myron respondió al tercer tono.
—¿Sí?
Un momento de duda, y el sonido de la electricidad estática, y entonces llegó el sonido de la voz que tanto tiempo hacía que no oía:
—¿No quieres decir «Articula»?
Aunque Myron había intentado prepararse para aquello, hubo de contener una exclamación.
—¿Win? Dios mío, ¿dónde te has metido...?
—Lo he visto.
—¿A quién?
—Piensa.
Myron pensó en él, pero no se atrevió a pronunciar su nombre.
—Un momento. ¿A los dos?
—Solo a Patrick.
—Vaya.
—¿Myron?
—¿Sí?
—Toma el próximo avión a Londres. Necesito que me ayudes.
Myron miró a Terese. En sus ojos vio de nuevo el miedo. Aquel miedo siempre había estado ahí, desde la primera vez que habían huido juntos, años atrás, pero no lo había vuelto a ver desde su regreso. Alargó la mano en su dirección. Ella se la cogió.
—Ahora mismo lo tengo complicado —respondió Myron.
—Ha vuelto Terese —dijo Win. No era una pregunta. Lo sabía.
—Sí.
—Y por fin os vais a casar.
Eso tampoco era una pregunta.
—Sí.
—¿Le has comprado un anillo?
—Sí.
—¿De Norman, en la calle Cuarenta y siete?
—Por supuesto.
—¿Más de dos quilates?
—Win...
—Me alegro por vosotros.
—Gracias.
—Pero no os podéis casar sin vuestro padrino —concluyó Win.
—Ya se lo he pedido a mi hermano.
—A él no le importará. El vuelo sale de Teterboro. El coche está esperando.
Win colgó.
Terese se lo quedó mirando.
—Tienes que irte.
Myron no estaba seguro de si era una pregunta o una afirmación.
—Win no pide las cosas por pedir —dijo Myron.
—No —corroboró ella—. No lo hace.
—No tardaré mucho. Volveré y nos casaremos. Te lo prometo.
Terese se sentó en la cama.
—¿Puedes contarme de qué va?
—¿Qué es lo que has oído?
—Solo palabras sueltas. ¿El anillo tiene más de dos quilates?
—Sí.
—Bien. Pues cuéntame.
—¿Te acuerdas de los secuestros que hubo en Alpine hace diez años?
Terese asintió.
—Claro. Informamos de ello —comentó.
Había trabajado durante años como locutora en uno de esos canales de noticias.
—Uno de los chicos secuestrados, Rhys Baldwin, es pariente de Win.
—Eso no me lo habías contado.
Myron se encogió de hombros.
—En realidad no tuve mucho que ver en el asunto. Cuando nos llegó el caso, ya había quedado bastante aparcado. Pero yo nunca le he dado carpetazo del todo.
—Pero no es el caso de Win.
—Win nunca aparca nada.
—¿Y tiene una nueva pista?
—Más que eso. Dice que ha visto a Patrick Moore.
—¿Y por qué no llama a la policía?
—No lo sé.
—Pero no se lo has preguntado.
—Confío en su sentido común.
—Y necesita que lo ayudes.
—Sí.
Terese asintió.
—Pues más vale que hagas la maleta.
—¿Estás bien?
—Tenía razón Win.
—¿En qué?
—No podemos casarnos sin nuestro padrino —respondió ella, y se puso en pie.
Win había enviado una limusina negra. Estaba esperando bajo el arco de entrada al Dakota. La limusina lo llevó al aeropuerto de Teterboro, en el norte de Nueva Jersey, que estaba a una media hora. El avión de Win, un Business Jet de Boeing, estaba esperando en la pista. Ni control de seguridad, ni facturación, ni billete. La limusina lo dejó junto a la escalerilla. La auxiliar de vuelo, una preciosa mujer asiática vestida con un uniforme ajustado clásico, con su blusa vaporosa y su gorrito redondo, le dio la bienvenida.
—Encantada de verlo, señor Bolitar.
—Lo mismo digo, Mee.
Por si alguien no había caído en ello, Win era rico.
Su nombre completo era Windsor Horne Lockwood III, y sí, su apellido era el que les había dado nombre a LockHorne Investments and Securities y al edificio LockHorne de Park Avenue. Su familia tenía dinero desde siempre, y eran de los que bajan del Mayflower con un polo de color rosa y tiempo suficiente como para tomar el té en cualquier momento.
Myron tuvo que encogerse un poco para pasar por la puerta del avión, que no parecía pensada para su metro noventa y tres de estatura. El interior estaba decorado con asientos de cuero, acabados de madera, un sofá, elegantes alfombras verdes, papel pintado con rayas de cebra (el avión había sido propiedad de un rapero, y Win había decidido no redecorarlo, porque le hacía sentir «guay»), una televisión panorámica, un sofá cama y una cama de matrimonio en el dormitorio de atrás.
Myron estaba solo en el avión. Eso lo hacía sentir algo incómodo, pero ya se acostumbraría. Tomó asiento y se abrochó el cinturón. El avión se dirigió hacia la pista de salida. Mee le hizo la demostración de seguridad. No se quitó el sombrerito. Myron sabía que a Win le gustaba aquel sombrerito.
Dos minutos más tarde estaban volando. Mee se le acercó.
—¿Puedo traerle algo?
—¿Lo has visto? —preguntó Myron—. ¿Dónde ha estado?
—No estoy autorizada a responder a eso —contestó Mee.
—¿Por qué no?
—Win me ha pedido que me asegure de que está cómodo. Tenemos su bebida habitual a bordo —informó, y le mostró la bebida de chocolate Yoo-hoo que llevaba en la mano.
—Ya, me he quitado de eso —dijo Myron.
—¿De verdad?
—¿Sí?
—Qué lástima. ¿Qué tal un coñac?
—Ahora mismo no necesito nada. ¿Qué me puedes contar, Mee?
«Me», «Mee». Myron se preguntó si realmente se llamaría así. A Win le gustaba aquel nombre. A veces se la llevaba a la parte trasera del avión y hacía juegos de palabras lamentables con su nombre, como «Necesito un poquito más de Mee» o «Me gusta estar en la cama con Mee y conmigo mismo».
Win.
—¿Qué me puedes contar? —insistió Myron.
—La previsión meteorológica da lluvias intermitentes en Londres —respondió Mee.
—Vaya, qué sorpresa. Quiero decir que qué puedes contar de Win.
—Buena pregunta —respondió ella—. ¿Y qué puede contar usted a Mee —replicó señalándose— sobre Win?
—No empieces con eso.
—En la tele puede ver el partido de los Knicks, si le apetece.
—Ya no veo el baloncesto.
Mee le echó una mirada condescendiente que casi le dio ganas de girar la cabeza.
—He visto su documental sobre deportes en la ESPN —señaló.
—No es por eso —dijo Myron.
Ella asintió, pero no lo creyó.
—Si no le interesa el partido —dijo Mee—, tengo un vídeo para usted.
—¿Qué tipo de vídeo?
—Win me ha pedido que le diga que lo vea.
—No será... esto...
A Win le gustaba grabar sus... bueno, sus encuentros amorosos y luego verlos una y otra vez mientras meditaba.
Mee meneó la cabeza.
—Esos los guarda para su visionado privado, señor Bolitar. Ya lo sabe. Forma parte de nuestro contrato.
—¿Contrato? —Myron levantó una mano antes de que ella pudiera responder—. No importa. No quiero saberlo.
—Aquí tiene el mando a distancia —dijo Mee mientras se lo entregaba—. ¿Está seguro de que no quiere tomar nada ahora mismo?
—No, nada, gracias.
Myron se volvió hacia el televisor integrado y lo encendió.
Casi se esperaba ver a Win en la pantalla con un mensaje al estilo Misión: Imposible, pero no, era uno de esos programas de delitos reales que dan en la tele por cable. Trataba, por supuesto, de los secuestros, y suponía una vuelta atrás, ahora que los chicos llevaban diez años desaparecidos.
Myron se puso cómodo y prestó atención. Le fue bien para refrescar la mente. Básicamente, se trataba de esto:
Hacía diez años, Patrick Moore, que por aquel entonces tenía seis años, había ido a jugar a la casa de Rhys Baldwin, un compañero de colegio, en el «distinguido» —en los medios siempre usaban ese adjetivo— barrio de Alpine, en Nueva Jersey, no muy lejos de la isla de Manhattan. ¿Cómo de distinguido? El precio medio de las casas de Alpine durante el último trimestre era de más de cuatro millones de dólares.
Al cuidado de los dos niños estaba Vada Linna, una au pair finlandesa de dieciocho años. Cuando la madre de Patrick, Nancy Moore, regresó a recoger a su hijo, no salió nadie a abrirle la puerta. Aquello no le preocupó demasiado. Nancy Moore se imaginó que la joven Vada se habría llevado a los niños a tomar un helado o algo así.
Dos horas más tarde, Nancy Moore volvió y llamó de nuevo a la puerta principal. Seguían sin responderle. Aunque aún no estaba demasiado preocupada, Nancy llamó a la madre de Rhys, Brooke. Y ella llamó a Vada al móvil, pero el buzón de voz le salió de inmediato.
Llegada a este punto, Brooke Lockwood Baldwin, prima de Win, volvió a casa corriendo. Abrió la puerta y ambas mujeres llamaron a los niños a gritos. Al principio no hubo respuesta. Oyeron un ruido procedente del sótano, que era una sala de juegos de lujo para los niños.
Allí fue donde encontraron a Vada Linna atada a una silla y amordazada. La joven au pair había tirado una lámpara de una patada para llamar la atención. Estaba asustada. No había sufrido ningún daño.
Pero los dos niños, Patrick y Rhys, no aparecieron por ningún lado. Por lo que dijo Vada, ella había ido a prepararles algo de merienda a la cocina cuando dos hombres armados entraron por las puertas correderas de vidrio. Llevaban gafas de esquí y suéteres negros de cuello alto.
Se llevaron a Vada al sótano a rastras y la ataron.
Nancy y Brooke llamaron de inmediato a la policía. Los padres de los niños, Hunter Moore, médico, y Chick Baldwin, gestor de fondos de cobertura, acudieron corriendo desde sus respectivos trabajos. Durante horas no hubo nada: ni contactos, ni pistas, ni indicios. Entonces llegó una petición de rescate a la cuenta del trabajo de Chick Baldwin a través de un correo electrónico anónimo. La nota empezaba con la advertencia de que no contactaran con las autoridades si querían volver a ver a sus hijos con vida.
Demasiado tarde.
La nota exigía que las familias tuvieran listos dos millones —«un millón por niño»— y los emplazaba a darles nuevas instrucciones. Reunieron el dinero y esperaron. Pasaron tres días agónicos hasta la siguiente comunicación de los secuestradores, que les ordenaban que Chick Baldwin, a solas, fuera en coche al Overpeck Park y dejara el dinero en un lugar específico junto al embarcadero.
Chick Baldwin hizo lo que le habían pedido.
El FBI, por supuesto, tenía el parque perfectamente vigilado, y todas las entradas y salidas cubiertas. También habían puesto un GPS en la bolsa, aunque hace una década esa tecnología era algo más rudimentaria de lo que es ahora.
Las autoridades habían conseguido mantener los secuestros en secreto. No se enteró ningún medio de comunicación. A petición del FBI, no contactaron con ningún amigo ni pariente, incluido Win. Se lo ocultaron incluso a los otros hijos de los Baldwin y los Moore.
Chick Baldwin dejó el dinero y se alejó en coche. Pasó una hora. Luego dos. A las tres horas, alguien recogió la bolsa, pero se trataba de un tipo que había ido al parque a correr y que pensaba hacer de buen samaritano y llevarlo a objetos perdidos.
No acudió nadie a recoger el dinero del rescate.
Las familias se reunieron en torno al ordenador de Chick Baldwin y esperaron la llegada de otro correo. Mientras tanto, el FBI desarrolló varias teorías. En primer lugar examinaron a fondo a Vada Linna, la joven au pair, pero no sacaron nada en claro. Solo llevaba dos meses en el país y apenas hablaba inglés. Solo tenía una amiga. Registraron su correo electrónico, sus mensajes de texto y su historial en Internet, y no encontraron nada sospechoso.
El FBI también investigó a los padres y las madres. El único que les dio juego fue el padre de Rhys, Chick Baldwin. Los correos pidiendo el rescate habían llegado a su cuenta; pero, además, Chick era un personaje desagradable, y estaba implicado en dos casos de uso fraudulento de información privilegiada y en varias denuncias sobre desfalco. Lo habían acusado de organizar una estafa piramidal, y había clientes —algunos de ellos poderosos— muy descontentos.
Pero ¿tan descontentos como para hacer algo así?
Por tanto, esperaron a tener noticias de los secuestradores. Pasó otro día. Luego dos. Luego tres, y cuatro. Ni una palabra. Pasó una semana.
Luego un mes. Un año.
Diez años.
Y nada. Ni rastro de ninguno de los dos niños.
Hasta ahora.
Myron se recostó en la butaca mientras veía pasar los créditos. Mee se le acercó y lo miró.
—Creo que ahora sí me tomaré ese coñac —dijo.
—Enseguida.
A su regreso, Myron le ordenó:
—Siéntate, Mee.
—No, señor.
—¿Cuándo viste a Win por última vez?
—Me pagan para que sea discreta.
Myron tuvo que morderse la lengua para no replicar.
—Había rumores —dijo—. Sobre Win, quiero decir. Estaba preocupado.
Ella ladeó la cabeza.
—¿No confía en él?
—Plenamente.
—Pues respete su intimidad.
—Eso llevo haciendo desde hace un año.
—Entonces ¿qué más le da esperar unas horas más?
Tenía razón, por supuesto.
—Lo echa de menos —añadió Mee.
—Por supuesto.
—Él le tiene mucho cariño, ya lo sabe.
Myron no dijo nada.
—Debería intentar dormir algo.
También tenía razón con eso. Cerró los ojos, pero sabía que no dormiría. Un amigo cercano lo había convencido en fechas recientes para que probara la meditación trascendental, y aunque él no estaba muy convencido de que funcionara, la sencillez y la facilidad de la técnica la hacían perfecta para esos momentos en que no conseguía conciliar el sueño. Programó su app Temporizador de Meditación para veinte minutos —sí, la tenía en el teléfono—, cerró los ojos y se dejó llevar.
La gente cree que la meditación libera la mente. Eso es una tontería. No puedes liberar la mente. Si de verdad quieres relajarte, tienes que dejar que los pensamientos fluyan. Aprendes a observarlos y a no juzgarlos ni reaccionar. Así que eso era lo que hacía Myron en ese momento.
Pensó en el reencuentro con Win, en Esperanza y en Big Cyndi, en su madre y en su padre, que estaban en Florida. En su hermano, Brad, y en su sobrino, Mickey, y en cómo habían cambiado sus vidas. Pensó en Terese, que por fin volvía a estar presente en su vida, en su inminente matrimonio, en la vida que empezarían juntos, en la posibilidad de ser felices que se le presentaba, tan repentina como tangible.
Pensó en lo asombrosamente frágil que le parecía todo aquello.
Al final el avión aterrizó, redujo la velocidad y se dirigió a la zona de aparcamiento. Cuando se detuvo por fin, Mee tiró de la manilla de la puerta y la abrió, luciendo una gran sonrisa.
—Buena suerte, Myron.
—Lo mismo digo, Mee.
—Saluda a Win de mi parte.