Читать книгу Un largo silencio - Харлан Кобен - Страница 8
4
ОглавлениеCuando pasaron por delante de la estación de tren, Myron leyó el rótulo:
—King’s Cross. ¿No es esa la de Harry Potter?
—Sí.
Myron echó otra ojeada.
—Está más limpio de lo que me esperaba.
—Se ha aburguesado —le explicó Win—. Pero nunca te libras del todo de la basura. Te limitas a barrerla y a amontonarla en los rincones más oscuros.
—¿Y tú sabes dónde están esos rincones oscuros?
—Me lo dijeron en el e-mail. —El Bentley se detuvo—. No podemos acercarnos más sin arriesgarnos a que nos vean. Coge esto.
Win le puso un móvil en la mano.
—Ya tengo teléfono —objetó Myron.
—No como este. Es un sistema de monitorización completo. Puedo seguirte por GPS. Puedo oír cualquier conversación con los micrófonos que tiene instalados. Puedo ver lo que tú ves por la cámara.
—La palabra clave es «vía».
—Me troncho. Hablando de palabras clave, necesitaremos una señal de aviso por si te metes en algún problema.
—¿Qué tal «socorro»?
Win se lo quedó mirando, con rostro inexpresivo.
—Echaba... de menos... tu... sentido del humor.
—¿Te acuerdas de cuando empezábamos? —le preguntó Myron, incapaz de evitar una sonrisa—. Pensábamos que estábamos a la vanguardia de la tecnología.
—Lo estábamos —convino Win.
—Articula —dijo Myron.
—¿Perdón?
—Si tengo problemas, diré «articula».
Myron salió y caminó. La estación quedó atrás. Mientras lo hacía se dio cuenta de que estaba silbando una cancioncita de un musical: «Ring of Keys», de Fun Home. Eso podría parecer un tanto fuera de contexto. Al fin y al cabo, la situación era horrible, peligrosa y muy seria, pero ¿a quién quería engañar? Estaba encantado de trabajar de nuevo con Win. Por lo general era Myron quien ponía en marcha sus a menudo temerarias misiones. De hecho, pensándolo bien, siempre había sido cosa de Myron. Win había sido la voz de la prudencia, el compinche que se veía arrastrado, y que se dejaba implicar más por diversión que por convicción.
Al menos, eso era lo que afirmaba Win.
—Vaya complejo de héroe que tienes —le solía decir Win—. Te crees que puedes hacer del mundo un lugar mejor. Eres como don Quijote, lanzándote contra los molinos.
—¿Y tú?
—Yo soy un imán para las mujeres.
Win.
Aún era de día, pero solo alguien algo corto de entendederas podría pensar que los negocios de este tipo discurren solo bajo el manto de la oscuridad. Aun así, cuando Myron llegó al lugar que había usado como punto de observación Win el día anterior, bajó la mirada y constató que no sería fácil.
Había llegado la policía.
En el lugar donde Win había visto al probable Patrick había dos agentes de uniforme y otros dos tipos que parecían técnicos forenses. La sangre derramada por el suelo aún parecía fresca, incluso vista desde allí. Había un montón. Era como si alguien hubiera lanzado latas de pintura desde una gran altura.
De los cuerpos no había ni rastro. Ni tampoco estaban los que hacían la calle, claro: sabían perfectamente que les convenía evitar un escenario como aquel. «Aquí no hay nada que rascar», pensó Myron. Era hora de buscar otro plan.
Dio media vuelta para volver al lugar donde lo había dejado el Bentley cuando algo le llamó la atención. Myron se detuvo. Allí, en aquel «rincón oscuro», tal como lo había descrito Win, al final de Railway Street, vio a alguien. Solo podía ser una prostituta.
Iba vestida de fulana estadounidense de los años setenta: medias de malla, botas de tacón alto (por contradictoria que pareciese la combinación de ambas cosas), una falda que le cubría poco más de lo que le cubriría un cinturón, y un top morado tan ceñido que podría haberlo usado para embutir salchichas.
Myron se le acercó, y al verlo llegar la mujer se volvió hacia él. Myron la saludó con un discreto gesto de la mano.
—¿Buscas compañía? —le preguntó ella.
—Eh... No. La verdad es que no.
—No sabes muy bien cómo funciona esto, ¿verdad?
—Supongo que no, lo siento.
—Probemos otra vez. ¿Buscas un poco de compañía?
—Ya te digo.
La mujer sonrió. Myron se esperaba una dentadura catastrófica, pero la mujer tenía una boca perfecta, con unos dientes que hasta eran blancos. Le echó unos cincuenta años, pero quizá fueran algunos menos. Era grande y corpulenta, y estaba algo desaliñada, bien entrada en carnes, pero de algún modo aquella sonrisa lo arreglaba todo.
—Eres estadounidense —dijo.
—Sí.
—Tengo muchos clientes estadounidenses.
—No parece que tengas mucha competencia.
—Ya no, es cierto. Hoy en día las jovencitas ya no hacen la calle. Lo hacen todo por ordenador, o con alguna app.
—Pero tú no.
—No, no me va, ¿sabes lo que quiero decir? Es de lo más frío: todo el mundo en Tinder u Ohlala o donde sea... Es una pena. ¿Qué ha sido del contacto humano? ¿Qué ha sido del toque personal?
—Ya —respondió Myron, no muy seguro de qué añadir.
—A mí me gusta la calle. Así que mi modelo de negocio es básicamente el estilo clásico, ¿sabes lo que digo? Yo apelo a la... ¿Cómo se dice? —Se quedó pensando un instante y luego chasqueó los dedos—. ¡Nostalgia! Sí, ¿no? O sea, la gente está de vacaciones. Visitan King’s Cross para ver putas, no para jugar con el iPhone, ¿sabes lo que digo?
—Ajá.
—Quieren la experiencia completa. Esta calle, esta ropa, mi forma de actuar, lo que digo... Es lo que llaman cubrir un nicho de mercado.
—Siempre está bien cubrir una necesidad.
—Yo antes hacía porno.
Se quedó esperando.
—Oh, probablemente no me reconozcas. Solo hice tres películas, cuando... Bueno, no te cuento más. Una no puede contar todos sus secretos. Mi papel más famoso fue el de criada en una escena con aquel italiano famoso, Rocky o Rocco Nosequé. Pero durante años fui una estimuladora de primera. Sabes lo que es eso, ¿no? Estimuladora.
—Creo que sí lo sé.
—Lo cierto es que a la mayoría de los tipos, con las cámaras, las luces y toda esa gente mirando, bueno, no les resultaba fácil mantenerla... bueno, dura. Así que para eso estábamos las estimuladoras. Fuera de plano. Oh, era un trabajo estupendo. Lo hice durante años. Conocía todos los trucos, te lo aseguro.
—No me cabe la menor duda.
—Pero entonces llegó la Viagra y, bueno, una píldora costaba mucho menos que una chica. En realidad es una pena. Las estimuladoras somos una raza extinguida. Como los dinosaurios o las cintas VHS. Así que aquí estoy otra vez, haciendo la calle. Aunque no es que me queje, ¿eh? ¿Verdad que me entiendes?
—Perfectamente.
—Y hablando de todo un poco, el reloj hace tictac.
—No te preocupes.
—Algunas chicas venden su cuerpo. Yo no. Yo vendo mi tiempo. Como un asesor o un abogado. Lo que hagas tú con ese tiempo (y, tal como te digo, ya ha empezado a correr) es cosa tuya. Así que... ¿Qué es lo que buscas, guapo?
—Hum... A un joven —dijo Myron, y la sonrisa de ella desapareció.
—Venga ya.
—Es un adolescente.
—Naaa —respondió ella, dando un manotazo al aire—. Tú no eres un asaltacunas.
—¿Un qué?
—Un asaltacunas. Un pedófilo. No vas a decirme que eres un pedófilo, ¿no?
—Oh, no. Qué va. Solo lo estoy buscando. No quiero hacerle ningún daño.
Ella apoyó las manos en las caderas y se lo quedó mirando un buen rato.
—¿Por qué te creo?
Myron le mostró su sonrisa más seductora.
—Por mi sonrisa.
—No, pero tienes un rostro que inspira confianza. Esa sonrisa es de lo más siniestra.
—Se suponía que tenía que ser irresistible.
—No lo es.
—Solo intento ayudarlo —dijo Myron—. Corre un gran peligro.
—¿Y qué te hace pensar que te puedo ayudar?
—Estuvo aquí ayer. Trabajando.
—Ah.
—¿Qué?
—Ayer.
—Sí.
—¿Así que fuiste tu quien mató a esos patanes bocazas?
—No.
—Qué lástima —dijo ella—. Te habría regalado un servicio gratis.
—Ese chico corre un gran peligro.
—Ya me lo has dicho.
La mujer dudó un momento. Myron sacó la cartera, pero ella le hizo un gesto para que la guardara.
—No quiero tu dinero. O sea, sí que lo quiero. Pero no por eso.
Parecía confusa.
Myron se llevó un dedo a la cara.
—El rostro que inspira confianza, ¿recuerdas?
—Ninguno de los chicos volverá por aquí en un buen tiempo, con tanto poli por todas partes. Irán a su otro lugar de trabajo.
—¿Y eso dónde es?
—Hampstead Heath. Suelen ponerse por el extremo oeste de Merton Lane.