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ОглавлениеEn su último viaje a Londres, Win había alquilado para Myron su suite favorita, la Davies, en el Claridge’s Hotel de Brook Street. Aquel viaje había acabado mal para todos. Esta vez, quizá por cambiar, Win había escogido algo más íntimo, el Covent Garden Hotel de Monmouth Street, cerca de Seven Dials. Cuando Myron llegó a su habitación, usó un teléfono de prepago que Win le había dado para llamar a Terese.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Estoy bien.
—Esto no me gusta.
—Lo sé.
—Siempre estamos en las mismas.
—Estoy de acuerdo.
—Queríamos dejar todo esto atrás.
—Es cierto. Así es.
—No se me da bien el papel de la esposa que espera y desespera.
—Bonita aliteración. Todas esas eses.
—Son muchos años como locutora de éxito —dijo Terese—. No es por presumir.
—La aliteración no es más que una de tus muchas habilidades.
—No puedes evitarlo, ¿verdad?
—Quiéreme con mis defectos.
—¿Qué está pasando allí? Venga, ponme al día. Y no hagas la típica broma con eso de «ponerme al día».
—Cómo me gustaría ponerte al día...
—Te quiero, ya lo sabes.
—Yo también te quiero —dijo Myron.
Y entonces se lo contó todo.
—¿Al gordo le gusta que lo llamen Fat Gandhi? —preguntó ella cuando hubo terminado.
—Le encanta.
—Es como si Win y tú estuvierais metidos en una vieja película de Humphrey Bogart.
—Soy demasiado joven para entender esa comparación.
—Qué más quisieras. ¿Así que vas a llevar tú el dinero del rescate?
—Sí.
Silencio.
—He estado pensando... —dijo Myron—. En las familias, quiero decir. En los padres, sobre todo.
—Quieres decir en los de Patrick y Rhys.
—Sí.
Silencio.
—Y quieres mi opinión de experta al respecto —añadió ella.
Terese había perdido un hijo hacía muchos años. Aquello la había dejado destrozada.
—No debería haber sacado el tema.
—No vas bien por ahí —respondió ella—. Si le vas dando vueltas sin entrar de lleno en materia es mucho peor.
—Quiero formar una familia contigo.
—Yo también lo quiero.
—¿Y cómo lo hacemos? —preguntó Myron—. Cuando quieres tanto a alguien, ¿cómo vives con el miedo de que pueda sufrir un daño o pueda morir en cualquier momento?
—Te podría decir que así es la vida —dijo Terese.
—Podrías.
—O podría decirte que no hay otra opción.
—Oigo un «pero» que se acerca.
—Exacto. Pero creo que hay otra respuesta, una respuesta que tardé mucho en entender.
—¿Y cuál es?
—Lo bloqueamos —respondió Terese.
Myron se quedó esperando. Nada.
—¿Ya está?
—¿Esperabas algo más profundo?
—Quizá sí.
—Lo bloqueamos —repitió—. Si no, no seríamos capaces de levantarnos de la cama todos los días.
—Te quiero —dijo él otra vez.
—Yo también te quiero. Así que, si te pierdo, sentiré un dolor devastador. Eso lo entiendes, ¿verdad? Si quieres sentir el amor, tienes que estar dispuesto a sufrir dolor. Son dos cosas que vienen juntas. Si no te quisiera, no tendría que preocuparme por la posibilidad de perderte. Si quieres risas, tienes que estar preparado para las lágrimas.
—Tiene sentido —dijo Myron—. ¿Sabes qué?
—Dime.
—Por ti vale la pena.
—De eso se trata.
Myron oyó la llave en la cerradura. Win entró en la habitación. Myron se despidió y colgó el teléfono.
—¿Cómo está? —preguntó Win.
—Preocupada.
—Vámonos a un pub, ¿quieres? Estoy muerto de hambre.
Emprendieron la marcha hacia Seven Dials. En el Cambridge Theatre ponían el musical de Matilda.
—Siempre quise verlo.
—¿Perdona?
—Matilda.
—No parece que sea el momento.
—Estaba de broma.
—Sí, ya lo sé. Para ti el humor es un mecanismo de defensa. Es una peculiaridad tuya que resulta irresistible —dijo Win cruzando la calle—. Y la obra no vale nada.
—Un momento. ¿Lo has visto?
Win no se detuvo.
—¿Has visto un musical sin mí?
—Ya estamos.
—Odias los musicales. Tuve que arrastrarte para ver Rent.
Win no respondió. Seven Dials era un cruce de siete calles que creaban una pequeña rotonda en cuyo centro se levantaba una columna de tres pisos de altura con relojes de sol en lo alto. En una esquina estaba el Cambridge Theatre. En otra había un pequeño pub llamado The Crown. En aquel momento, Win estaba entrando en él.
The Crown era un clásico, con su barra de madera pulida y sus paneles oscuros en la pared y, a pesar del poco espacio disponible, había una diana con dardos. Era un lugar acogedor, atestado y bullicioso. Win llamó al camarero, que asintió. Varios clientes se desplazaron, se abrió un espacio y de pronto quedaron dos taburetes libres y aparecieron dos pintas de Fuller’s London Pride esperándolos sobre sus posavasos.
Win se sentó en un taburete y Myron, en el otro. Win levantó su vaso:
—Salud, colega.
Brindaron. Dos minutos más tarde el camarero les puso delante dos raciones de pescado frito con patatas. El olor hizo que el estómago de Myron rugiera de alegría.
—Pensaba que aquí no servían comida —observó Myron.
—No lo hacen.
—Eres un tío genial, Win.
—Sí, sí que lo soy.
Disfrutaron de la cena y de las copas. Lo que tuvieran que hablar podía esperar. En un momento dado se acabaron el pescado y las patatas y pidieron otra ronda. En la tele daban un partido de rugby. Myron no sabía mucho de rugby; aun así, miraba la pantalla.
—Así que nuestro amigo Fat Gandhi ha visto tu documental de la ESPN... —arrancó Win.
—Sí. —Myron se volvió hacia él—. ¿Lo has visto?
—Por supuesto.
Pregunta tonta.
—Es que tengo curiosidad —precisó Win—. ¿Qué te pareció?
Myron se encogió de hombros con la cerveza frente a la boca.
—Creo que se ajusta bastante a la verdad.
—Les concediste una entrevista.
—Sí.
—Eso no lo habías hecho nunca. Hablaste de la lesión.
—Cierto.
—Ni siquiera habías querido ver las imágenes de lo sucedido.
—Cierto.
Habría sido demasiado duro. Normal, ¿no? Tu sueño, el objetivo de toda tu vida, todo lo que has deseado nunca... Lo tienes ahí, a tu alcance, a los veintidós años de edad, y de pronto se apagan las luces y adiós, se acaba: sayonara, baby.
—No veía la necesidad —puntualizó Myron.
—¿Y ahora?
Myron dio un largo sorbo a su cerveza.
—Todo el mundo dice que esa lesión «me definió».
—En su momento lo hizo.
—Exactamente. En su momento. Pero ahora ya no. Ahora ya puedo ver a Burt Wesson chocando conmigo y no sentir más que un pinchazo en mi interior. El estúpido narrador no dejaba de decir que la lesión —Myron trazó unas comillas en la frase con un gesto de los dedos— «me destrozó la vida». Pero ahora sé que no fue más que una bifurcación en el sendero de la vida. Todos esos tipos con los que empecé, todas esas estrellas que lo consiguieron y tuvieron carreras exitosas en la NBA ya están retirados. A ellos también se les pasó el momento.
—Pero por el camino se tiraron a montones de chicas guapas —observó Win.
—Bueno, sí, eso es cierto.
—Y en su caso los focos no se apagaron de golpe. Fueron bajando de intensidad.
—Lentamente —añadió Myron.
—Sí.
—Quizás eso lo haga más duro.
—¿Cómo es eso?
—Es como arrancarse un vendaje de golpe o irlo quitando poco a poco.
Win le dio un sorbo a su cerveza.
—Bien visto.
—También podría añadir el tópico de lanzarse a la piscina de golpe. El hecho de que fuera tan repentino me obligó a actuar. Me obligó a estudiar Derecho. Me convirtió en representante de deportistas.
—No te obligó —matizó Win.
—¿No?
—Siempre fuiste un cabrón competitivo. Y no, no solo eso: extremadamente ambicioso.
Myron sonrió y levantó su cerveza.
—Salud, colega.
Win volvió a brindar, se aclaró la garganta y dijo:
—Der mentsh trakht un got lakht.
—¡Vaya! —exclamó Myron.
—He aprendido yidis de forma autodidacta —dijo el rubio anglosajón de ojos azules—. Va de maravilla para ligar con tías de origen judío.
Der mentsh trakht un got lakht. Traducción: el hombre hace planes y Dios se los toma a risa. Qué alegría volver a estar con Win.
Ambos se quedaron en silencio un momento. Estaban pensando lo mismo.
—Quizá lo de la lesión ya no importe demasiado —dijo Myron—, porque sé que en la vida hay muchas cosas mucho peores.
Win asintió.
—Patrick y Rhys.
—¿Qué sabes de las monedas virtuales?
—A veces se usan para pagar rescates, pero con las recientes leyes antiblanqueo resulta extraordinariamente difícil. Mi experto dice que tienes que comprar la moneda, meterla en una especie de cartera cibernética y luego hacer la transferencia. Es parte de la Internet oscura.
—¿Y entiendes lo que significa eso?
—Ya te lo he dicho. Soy un experto casi en todo —respondió Win. Myron esperó—. Pero no, no tengo ni idea.
—Puede que nos estemos haciendo viejos.
El teléfono de Win emitió un zumbido. Lo miró.
—Un amigo de la policía nos está mandando información sobre nuestro amigo Fat Gandhi.
—¿Y?
—En realidad se llama Chris Alan Weeks.
—¿De verdad?
—Veintinueve años. Las autoridades lo conocen, pero según esto trabaja sobre todo en la Internet oscura.
—Otra vez esa Internet oscura.
—Ha hecho incursiones en la prostitución, la trata de personas, robos, chantajes...
—¿Incursiones?
—Eso es de mi cosecha, no lo dicen ellos. Y... ah, por supuesto. Se ha dedicado a la piratería informática. Su sindicato realiza numerosas estafas cibernéticas.
—¿Quieres decir como esos mensajes de que un príncipe nigeriano quiere cederte todo su dinero?
—Me temo que es algo más complicado. A Fat Gandhi... Prefiero usar su nom de plume, si no te importa.
—No me importa.
—A Fat Gandhi se le dan bien los ordenadores. Se graduó en Oxford. Los dos sabemos que las fuerzas del orden odian definir a los delincuentes como «genios» o «cerebros», pero nuestro angelical amigo se acerca bastante a ambas definiciones. Hummm...
—¿Qué?
—Fat Gandhi también tiene fama de ser (y esto sí lo dicen ellos) «de una creatividad despiadada».
Win hizo una pausa y sonrió.
—Parece que no sois tan diferentes —observó Myron.
—De ahí mi sonrisa.
—¿Se dedica a los secuestros?
—El tráfico de personas supone esclavizar a alguien con la intención de explotarlo sexualmente. Por definición, eso es secuestro. —Win levantó una mano antes de que Myron lo interrumpiera—. Pero si te refieres a raptar a niños ricos para convertirlos en esclavos sexuales, no, no hay nada que indique que se dedica a eso. Además, Fat Gandhi tendría diecinueve años cuando se produjeron los secuestros. Todo indica que en ese momento estaba estudiando en Oxford.
—Así pues, ¿tenemos alguna teoría sobre cómo acabaron en sus manos Patrick y Rhys?
Win se encogió de hombros.
—Varias. El secuestrador los vendió. Los chicos pueden haber cambiado de manos decenas de veces en los últimos diez años. Puede que no sea el primer depredador que se aprovecha de ellos.
—Agh.
—Sí, agh. Podría ser que Patrick y Rhys se hubieran escapado y estuviesen viviendo en la calle. Un parásito como Fat Gandhi también consigue presas de este modo. Les ofrece trabajo. Les proporciona drogas y hace que se enganchen para que tengan necesidad de ganar dinero. Pudieron pasar montones de cosas.
—Ninguna buena —dijo Myron.
—No, no se me ocurre ninguna buena. Pero tal como hemos ido aprendiendo, la gente, sobre todo los más jóvenes, se endurece. Ahora mismo nuestra prioridad es rescatarlos.
Myron se quedó mirando su cerveza y dijo:
—Viste a Patrick en la calle.
—Sí.
—Si tenía cierta libertad de movimiento...
Win acabó la frase por él.
—¿Por qué no llamó a casa? Ya sabes la respuesta. Síndrome de Estocolmo, miedo, la posibilidad de que lo estuvieran observando, o quizá no recordaba su antigua vida. Tenía seis años cuando se lo llevaron.
Myron asintió.
—¿Qué más?
—Tengo hombres haciendo guardia en el salón recreativo.
—¿Para?
Win no respondió.
—Uno de ellos seguirá a Fat Gandhi cuando salga. El dinero llegará en unos diez minutos. Nuestras habitaciones son contiguas. Cuando te llame, nos ponemos en marcha. Aparte de eso...
—Solo podemos esperar.
La llamada llegó a las cuatro de la madrugada.
Myron se despertó sobresaltado y fue a coger el teléfono. Win apareció en la puerta de la habitación, aún vestido. Le indicó a Myron con un gesto de la cabeza que respondiera y se llevó el duplicado del teléfono al oído.
—Buenos días, señor Bolitar.
Era Fat Gandhi. La llamada a las cuatro de la mañana era a propósito. Myron lo entendía. Intentaba pillarlo desprevenido, en medio del sueño. Esperaba encontrarlo desorientado y algo fuera de juego. Una técnica clásica.
—Eh —dijo Myron.
—¿Tiene el dinero?
—Sí.
—Estupendo. Por favor, vaya al banco NatWest de Fulham Palace Road.
—¿Ahora?
—Lo antes posible, sí.
—Son las cuatro de la mañana.
—Soy consciente de ello. Una empleada llamada Denise Nussbaum lo esperará en la puerta. Diríjase a ella. Le abrirá una cuenta y hará el depósito.
—No lo sigo.
—Me seguirá si escucha bien. Vaya a donde le digo. Denise Nussbaum le dará las instrucciones para la transferencia.
—¿Espera que le transfiera el dinero antes de tener a los chicos?
—No. Espero que haga lo que le digo. Los chicos aparecerán en cuanto abra la cuenta. Cuando los vea, completará la transferencia de fondos a nuestra cuenta en moneda virtual. Y entonces tendrá a los chicos.
Myron miró a Win, que asintió.
—De acuerdo —dijo Myron.
—¿Qué pasa, señor Bolitar? ¿Prefiere la técnica clásica? ¿Cree que le voy a hacer usar varias cabinas de teléfono rojas y saltar al metro, o quizá dejar el rescate en el hueco de un árbol? —Fat Gandhi chasqueó la lengua—. Ve demasiada televisión, amigo mío.
Aquello era interminable.
—¿Hemos acabado?
—No tan rápido, señor Bolitar. Tengo algunas... digamos «peticiones» más.
Myron se quedó a la espera.
—No lleve armas de ningún tipo.
—De acuerdo.
—Venga solo. Lo estaremos siguiendo y observando. Somos conscientes de que cuenta con algún tipo de apoyo en este país, personas que trabajan para usted. Si vemos a alguna de ellas mínimamente cerca del lugar de la transacción, habrá consecuencias.
—¿Ahora quién es el que ve demasiada televisión?
Eso le gustó a Fat Gandhi.
—No querrá verme cabreado, amigo.
—No, no quiero —dijo Myron.
—Bien.
—Pero hay una cosa.
—¿Sí?
—Ya sé que usted da mucho miedo y todo eso —dijo Myron—. Pero nosotros también.
Myron esperó respuesta, pero el teléfono se quedó mudo. Myron y Win se quedaron mirándose.
—¿Ha colgado? —preguntó Win.
—Sí.
—Qué maleducado.