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El chico que había desaparecido hace diez años sale ahora a la luz.

No me suelo dejar llevar por la emoción, ni siquiera siento nada que pudiera etiquetarse como perplejidad. He visto muchas cosas en mis más de cuarenta años. Han estado a punto de matarme, y he matado. He visto actos de una depravación que a la mayoría de la gente le costaría entender, o que directamente clasificaría de inconcebibles, y hay quien diría que yo también los he ejecutado. Con el paso de los años he aprendido a controlar mis emociones y —lo que es más importante— mis reacciones ante situaciones tensas e inestables. Puedo atacar de manera rápida y violenta, pero no hago nada que no sea, en cierta medida, deliberado e intencionado.

Estas cualidades, por decirlo así, nos han salvado una y otra vez a mí y a quienes me importan.

Sin embargo, confieso que, cuando veo al chico por primera vez —bueno, ahora será adolescente, ¿no?—, siento que se me acelera el pulso. Un murmullo me retumba en los oídos. De forma inconsciente, aprieto los puños.

Diez años —y ahora cincuenta metros, no más— me separan del chico desaparecido.

Patrick Moore —que así se llama— está apoyado contra el pilar de hormigón del viaducto cubierto de grafitis, con los hombros caídos. Mira a un lado y al otro antes de fijar la vista en la calzada agrietada que tiene delante. Lleva el cabello muy corto, prácticamente al rape. Otros dos adolescentes dan vueltas por debajo del viaducto. Uno está dando caladas a su cigarrillo con tanta intensidad y tal gusto que da la impresión de que quiere hacerle pagar alguna ofensa. El otro lleva un collar de perro con remaches y una camiseta de malla, lo que proclama sin el menor disimulo cuál es su oficio en la actualidad.

Por encima rugen los motores de los coches, ajenos a lo que sucede allí abajo. Estamos en King’s Cross, barrio que ha «rejuvenecido» mucho en las últimas dos décadas, con museos y bibliotecas, el Eurostar e incluso una placa identificativa del andén nueve y tres cuartos, en el que Harry Potter tomaba siempre el tren a Hogwarts. Gran parte de los elementos considerados indeseables han abandonado estas peligrosas transacciones en persona, y las han cambiado por la seguridad relativa del comercio en línea —un efecto positivo más de Internet: la considerable disminución del arriesgado comercio sexual en las aceras—; pero si se va al otro extremo de las vías, tanto en sentido literal como figurado, lejos de esas nuevas torres relucientes, aún hay lugares donde la sordidez pervive, y lo hace de forma concentrada.

Ahí es donde he encontrado al chico desaparecido.

Una parte de mí —la parte impetuosa que mantengo a raya— quiere cruzar la calle a la carrera y agarrar al chico. Si realmente es Patrick, y no alguien que se le parezca o un error de cálculo, tendrá dieciséis años. Visto de lejos, da la impresión de que cuadra. Hace diez años —si hacéis una sencilla operación matemática, veréis la edad que tenía entonces—, en la más que acomodada comunidad de Alpine, Patrick había salido a jugar con Rhys, el hijo de mi prima.

Ese, por supuesto, es mi dilema.

Si ahora agarro a Patrick, cruzo la calle sin más y me lo llevo, ¿qué será de Rhys? Tengo a uno de los chicos perdidos a la vista, pero he venido a rescatarlos a los dos. Y eso significa ir con cuidado. Nada de movimientos bruscos. Tengo que ser paciente. Con independencia de lo que pasara hace diez años, y de cuál fuera el cruel giro de la humanidad (no creo demasiado en crueles giros del destino si puedo echarles la culpa a otros seres humanos) que arrancó a este chico de su opulenta mansión de piedra y lo condujo a esta asquerosa cloaca bajo el viaducto. Ahora me preocupa hacer un movimiento en falso y que uno de los chicos, o los dos, desaparezcan de nuevo, esta vez para siempre.

Tendré que esperar a Rhys. Esperaré a Rhys y luego agarraré a los dos chicos y me los llevaré a casa.

Tal vez se os hayan pasado dos preguntas por la cabeza.

La primera: ¿cómo puedo estar tan seguro de que, en cuanto tenga a los chicos a la vista, podré hacerme con los dos? Supongamos que les hayan lavado el cerebro y que opongan resistencia. Supongamos que sus secuestradores, o quienesquiera que tengan la llave de su libertad, sean muchos, violentos y aguerridos.

Esta es fácil de responder: no os preocupéis.

La segunda pregunta, que a mí me preocupa mucho más: ¿y si Rhys no aparece?

No soy de los que piensan: «Cuando llegue el momento, ya veremos», así que tengo un plan alternativo, que supone vigilar esta zona y luego seguir a Patrick a una distancia discreta. Estoy planeando exactamente cómo hacerlo, pero algo sale mal.

El asunto es tomar decisiones. En la vida todo son prioridades. Y este lugar de mala muerte no es diferente de cualquier otro lugar. Por uno de los pasos bajo el viaducto se mueven hombres heterosexuales que buscan compañía femenina. Es el más transitado. El negocio clásico, supongo. Puedes hablar todo lo que quieras de géneros, preferencias y perversiones, pero la mayoría de los que padecen frustraciones sexuales siguen siendo hombres heterosexuales insatisfechos. Lo clásico. Unas chicas con la mirada perdida ocupan sus lugares contra los muretes de hormigón, los coches se acercan, las chicas se suben y otras chicas ocupan sus puestos. Es casi como ver una máquina expendedora de refrescos en una gasolinera.

En el segundo paso bajo el viaducto hay una pequeña concentración de transexuales o travestidos en todas las fases imaginables de transformación, y luego, en el punto más alejado, donde se encuentra ahora Patrick, está el rincón de los jóvenes homosexuales.

Observo mientras un hombre con una camisa de color salmón se acerca, pavoneándose, a Patrick.

Mientras veía llegar a Patrick me preguntaba qué haría en caso de que apareciese un cliente y solicitara sus servicios. A bote pronto, daba la impresión de que lo mejor sería intervenir de inmediato. Seguramente eso sería lo más compasivo por mi parte, pero, insisto, no puedo perder de vista mi objetivo: devolver a ambos chicos a casa. Lo cierto es que Patrick y Rhys desaparecieron hace una década. Quién sabe por lo que habrán pasado, y aunque no me entusiasma la idea de que puedan sufrir ni un abuso más, ya lo tuve en cuenta en mi lista de pros y contras cuando me decidí. Ahora no tiene sentido pensar más en ello.

Solo que Camisa Salmón no es un cliente.

Me queda claro al momento. Los clientes no se pavonean con esa seguridad. No se pasean con la cabeza alta. Ni con esa sonrisa socarrona. No llevan llamativas camisas de color salmón. Los clientes tan desesperados como para venir a este lugar a satisfacer sus necesidades suelen tener vergüenza o miedo de que los descubran o, la mayoría de las veces, ambas cosas.

Camisa Salmón, por otra parte, tiene los andares, la actitud y el contoneo de alguien peligroso y seguro de sí mismo. Si sabes leer las señales, lo detectas. Lo sientes en tu cerebro reptiliano, una alarma interior, una sensación primitiva que no sabes explicar. El hombre moderno, a veces más preocupado de su imagen que de su seguridad, a menudo la pasa por alto, y puede pagar las consecuencias.

Camisa Salmón echa la mirada atrás. Han aparecido en escena otros dos hombres, que le cubren los flancos. Ambos son muy grandes, y van vestidos con pantalones de camuflaje y camisetas imperio para dejar a la vista sus relucientes pectorales depilados. Los otros chicos que trabajan bajo el viaducto —el fumador y el del collar con remaches— salen corriendo al ver a Camisa Salmón, y dejan solo a Patrick con los tres recién llegados.

Esto no pinta nada bien.

Patrick sigue sin levantar la mirada, y muestra la cabeza casi al rape. No es consciente de la llegada de los hombres hasta que tiene a Camisa Salmón casi encima. Me acerco. Lo más probable es que Patrick lleve un tiempo en las calles. Pienso un momento en ello, en cómo habrá sido su vida, arrancado de la cómoda burbuja de un barrio residencial estadounidense y arrojado a... Bueno, ¿quién sabe a qué?

Pero en todo este tiempo quizás haya desarrollado ciertas habilidades. A lo mejor es capaz de convencerlos para que lo dejen en paz. Quizá la situación no sea tan desesperada como parece. Tengo que ver qué pasa.

Camisa Salmón se planta frente a Patrick. Le dice algo. No lo oigo. Luego, sin más preámbulos, echa el puño hacia atrás y se lo planta como un martillo pilón en el plexo solar.

Patrick cae al suelo mientras trata de respirar.

Los dos culturistas de camuflaje se acercan. Me pongo en marcha a toda prisa.

—Caballeros —les digo levantando la voz.

Camisa Salmón y los dos Camuflajes se vuelven al oírme. Al principio ponen la cara que pondrían unos neandertales al oír un ruido en el bosque por primera vez. Luego me ven y fruncen el ceño. Veo las sonrisas que asoman en sus labios. No se puede decir que mi complexión física imponga. Soy más alto que la media y más bien flaco, diríais, con el cabello rubio tirando a gris, un tono de piel que siendo bienintencionados podría recordar la porcelana, pero que otros verían rubicundo, y unos rasgos que quizá parezcan delicados, con suerte incluso atractivos.

Hoy llevo un traje azul claro hecho a mano en Savile Row, una corbata Lilly Pulitzer, pañuelo de Hermès en el bolsillo del pecho y unos zapatos Bedfordshire hechos por el mejor artesano de G. J. Cleverley, en Old Bond Street.

Todo un dandi, ¿eh?

En el momento en que me acerco a paso tranquilo hacia los tres matones, deseando tener un paraguas para poder girarlo y potenciar así el efecto, percibo que su confianza va en aumento. Eso me gusta. Por lo general llevo una pistola, y a menudo dos, pero en Inglaterra las leyes son muy estrictas al respecto. No me preocupa. Lo bueno de que las leyes británicas sean tan estrictas es que es también muy improbable que mis tres adversarios lleven pistolas. Hago un examen visual rápido de los tres cuerpos, escrutando los puntos en los que podrían ocultar una pistola. Mis matones lucen atuendos ajustadísimos, más pensados por su valor estético que por su capacidad para ocultar armas.

Puede que lleven navajas —y es probable que las lleven—, pero no hay pistolas. Las navajas no me preocupan demasiado.

En el momento en que llego, Patrick —si realmente ese es Patrick— sigue en el suelo, jadeando para respirar. Me detengo, abro los brazos y les ofrezco mi sonrisa más irresistible. Los tres matones me miran como si fuera una pieza de museo que no consiguen entender.

Camisa Salmón da un paso hacia mí.

—¿Quién cojones eres?

Yo sigo sonriendo.

—Ahora deberían irse.

Camisa Salmón le echa una mirada a Camuflaje Uno, que está a mi derecha. Luego mira a Camuflaje Dos, situado a mi izquierda. Yo también miro en ambas direcciones, y de nuevo a Camisa Salmón. Cuando le guiño un ojo, las cejas se le disparan hacia arriba.

—Deberíamos trocearlo —propone Camuflaje Uno—. Cortarlo en pedacitos.

Yo finjo sorpresa y me vuelvo hacia él.

—Oh, Dios mío. No te había visto, perdona.

—¿Qué?

—Con esos pantalones de camuflaje. La verdad es que te confundes con el paisaje. Por cierto, te quedan muy bien.

—¿Tú qué eres? ¿Un listillo?

—Soy mucho más que un listillo.

Todas las sonrisas, incluida la mía, crecen. Se me acercan. Puedo intentar decir algo para quitármelos de encima, pero no creo que eso funcione. Por tres motivos. Uno, porque estos matones querrán todo mi dinero, mi reloj y cualquier otra pertenencia que descubran que llevo encima. Ofrecerles dinero no servirá de nada. Dos, porque ya han olido a sangre —la de una presa fácil y débil— y les gusta ese olor. Y tres, la más importante, porque a mí también me gusta el olor a sangre.

Ha pasado demasiado tiempo.

Intento no sonreír mientras los veo acercarse. Camisa Salmón saca un gran cuchillo de caza. Eso me gusta. No tengo muchos escrúpulos a la hora de hacer daño a quienes reconozco como malas personas. Pero así, de cara a quienes necesitan racionalizarlo todo para determinar mi catadura moral, siempre podré alegar que los primeros en desenfundar un arma han sido los matones, por lo que yo habré actuado en la más estricta defensa propia.

Aun así, les doy una última oportunidad.

Miro a Camisa Salmón a los ojos y le digo:

—Deberíais iros.

Los dos Camuflajes hipermusculados se ríen al oír eso, pero la sonrisa de Camisa Salmón empieza a desvanecerse. Lo sabe. Lo veo. Me ha mirado a los ojos y lo ha sabido.

Todo lo demás ocurre en unos segundos.

Camuflaje Uno se me echa encima e invade mi espacio personal. Es un tiarrón. Me encuentro enfrente sus musculosos pectorales depilados. Me mira, sonriendo, como si yo fuera una golosina que pudiera devorar de un bocado.

No hay motivo para demorar lo inevitable. Le rebano la garganta con la navaja que he ocultado hasta ese momento en la mano. Un chorro de sangre me mancha todo el traje, trazando un arco perfecto. Maldición. Eso significa otra visita a Savile Row.

—¡Terence!

Es Camuflaje Dos. Se parecen y, al acercarme a él, me pregunto si serán hermanos. La muerte del otro lo deja atontado, lo que me facilita mucho la labor, aunque no creo que le hubiera valido de mucho estar preparado.

Soy bueno con la navaja.

Camuflaje Dos perece del mismo modo que su querido Terence, su posible hermano.

Eso deja solo a Camisa Salmón, su querido líder, que tal vez haya alcanzado ese rango por ser algo más astuto y salvaje que sus colegas caídos. Camisa Salmón ha aprovechado el tiempo y ha empezado a moverse mientras yo me deshacía de Camuflaje Dos. Recurriendo a la visión periférica, percibo el brillo de su cuchillo de cazador cayéndome encima desde lo alto.

Eso es un error por su parte.

No atacas a un enemigo así, desde arriba. Es demasiado fácil defenderse. Tu adversario puede ganar tiempo agazapándose o levantando un antebrazo para desviar el golpe. Si le disparas a alguien con una pistola, te enseñan a apuntar al centro del cuerpo para que le des aunque te desvíes ligeramente. Te preparas para un posible error. Con un cuchillo sucede lo mismo. Hay que acortar al máximo la distancia del lance, y apuntar al centro, de modo que, si tu adversario se mueve, lo puedas herir de todos modos.

Camisa Salmón no ha hecho eso.

Me agacho y uso el antebrazo derecho, tal como he explicado, para desviar el golpe. Luego, con las rodillas flexionadas, giro y le cruzo el abdomen con la navaja. No espero a ver su reacción. Me levanto y acabo con él del mismo modo que con los otros dos.

Como he dicho, la cosa acaba en unos segundos.

El agrietado asfalto está cubierto de sangre y hecho un asco. Me concedo un breve instante, no más, para disfrutar de la sensación. Vosotros también lo haríais, si no disimularais.

Me vuelvo hacia Patrick.

Pero ya no está.

Miro a la izquierda, y luego a la derecha. Ahí está, tan lejos que casi no lo veo. Salgo corriendo tras él, pero enseguida me doy cuenta de que no valdrá de nada. Se dirige hacia la estación de King’s Cross, una de las más concurridas de Londres. Estará en la estación —a la vista de todo el mundo— antes de que lo alcance. Me veo cubierto de sangre. Puede que lo que hago se me dé bien; pero a pesar de que King’s Cross es la estación donde Harry Potter tomó el tren a Hogwarts, yo no poseo la capa de la invisibilidad.

Paro, miro atrás, analizo la situación y llego a una conclusión.

La he cagado.

Es el momento de desaparecer. No me preocupa que haya cámaras grabando lo que he hecho. Si los elementos más indeseables escogen lugares como ese es por un motivo. Está lejos de miradas curiosas, incluso de las digitales y las electrónicas.

Aun así, he metido la pata. Después de tantos años, tras todas esas búsquedas infructuosas, por fin consigo un indicio, y pierdo la pista...

Necesito ayuda.

Salgo de ahí a toda prisa y aprieto el 1 en mi teléfono. Llevo casi un año sin apretar el 1.

Él responde al tercer tono.

—¿Sí?

Pese a haber hecho acopio de valor antes de marcar el número, al oír su voz me tiembla todo el cuerpo un momento. Mi número está oculto, así que no tiene ni idea de quién lo llama.

—¿No quieres decir «Articula»?

Oigo que contiene una exclamación.

—¿Win? Dios mío, ¿dónde te has metido...?

—Lo he visto.

—¿A quién?

—Piensa.

Una pausa brevísima.

—Un momento. ¿A los dos?

—Solo a Patrick.

—Vaya.

Frunzo el ceño. ¿«Vaya»?

—¿Myron?

—¿Sí?

—Toma el próximo avión a Londres. Necesito que me ayudes.

Un largo silencio

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