Читать книгу Quédate a mi lado - Харлан Кобен - Страница 10
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Megan frenó en seco y abrió bruscamente la puerta del coche. Atravesó apresurada la recepción, dejando atrás al cansado guardián nocturno, que se limitó a echarle un vistazo, y torció a la izquierda por el segundo pasillo.
La habitación de Agnes era la tercera a la derecha. Cuando Megan abrió la puerta, escuchó un quejido procedente de la cama. El cuarto permanecía totalmente a oscuras. Maldita sea, ¿dónde estaba la luz nocturna? Le dio al interruptor, se volvió hacia el lecho y notó que se le volvía a encoger el corazón.
—¿Agnes?
La anciana se hallaba sentada con las manos alzadas a la altura de unos ojos abiertos como platos: parecía una niña viendo una película de terror.
—Soy Megan.
—¿Megan?
—No pasa nada. Ya estoy aquí.
—Ha vuelto a aparecer —susurró la anciana.
Megan se precipitó junto a la cama para abrazar a su suegra. Agnes Pierce había perdido tanto peso durante el último año, que era como abrazarse a un saco de huesos. Estaba fría al tacto y temblaba bajo un camisón que le quedaba demasiado grande. Megan la abrazó durante unos minutos, consolándola del mismo modo que empleaba con sus propios hijos cuando los despertaba alguna pesadilla.
—Lo siento —dijo Agnes, entre gemidos.
—Tranquila, no pasa nada.
—No debería haber llamado.
—Quiero que llames —le dijo Megan—. Si hay algo que te asusta, tienes que llamarme. Siempre, ¿vale?
El olor a orina era inconfundible. Cuando Agnes se hubo tranquilizado un poco, Megan la ayudó a cambiarse el pañal —Agnes se negaba a que lo hiciera ella sola— y la volvió a meter en la cama.
Cuando ya estaban tumbadas, una al lado de la otra, en el espacioso lecho, Megan dijo:
—¿Quieres hablar de ello?
A Agnes le resbalaban las lágrimas por las mejillas. Megan la miró a los ojos porque seguían explicándolo todo. Los signos de demencia empezaron tres años atrás con los habituales olvidos. A su hijo, Dave, lo llamaba «Frank», que ni siquiera era el nombre de su difunto marido, sino del novio que la había dejado plantada ante el altar hacía cincuenta años. Agnes, quien en tiempos fuera una abuela meticulosa, ya no recordaba cómo se llamaban sus nietos, ni tampoco quiénes eran. Lo cual aterrorizaba a Kaylie. La paranoia se convirtió en la compañera inseparable de Agnes. Creía que las series de televisión eran de verdad, y le preocupaba que el asesino de CSI: Miami estuviera escondido bajo su cama.
—Ha vuelto a estar aquí —decía Agnes—. Y ha dicho que me iba a matar.
Ese delirio era nuevo. Dave hacía lo que podía, pero no tenía paciencia para esas cosas. Durante la última Super Bowl, justo antes de que se enterasen de que ya no podía vivir sola, Agnes había insistido en que el partido no era en directo, que ya lo había visto y sabía quién era el ganador. Dave se lo tomó con filosofía, preguntando: «¿Y quién ganó? No me vendría mal ganar algo de dinero en las apuestas». Y Agnes le contestó: «Oh, ya lo verás». Pero Dave insistió: «Oh, vamos, ¿ahora qué va a pasar?», preguntó mientras su exasperación crecía por momentos. «Tú mira —le decía Agnes, y cuando acababa la jugada, se le iluminaba el rostro y le soltaba a su hijo—: ¿Lo ves? Lo que yo te decía».
—¿Y qué es lo que me decías?
Megan:
—Déjalo, Dave.
Agnes se limitaba a mirar a su hijo, afirmando con la cabeza:
—Yo, este partido ya lo había visto. Te lo he dicho.
—¿Y quién ganó?
—No quiero aguarte la fiesta.
—Es en directo, mamá. No puedes saberlo.
—Pues claro que sí.
—Entonces, ¿quién ganó, eh?
—¿Y fastidiarte el partido?
—No vas a fastidiar nada, mamá. Tú dime quién ganó.
—Ya lo verás.
—Tú no has podido ver este partido, mamá. Lo están emitiendo en directo.
—Sí que lo he visto. Ayer mismo.
Y así siguió la cosa hasta que a Dave se le encendió el rostro y Megan intervino para recordarle, una vez más, que Agnes no tenía la culpa de nada. ¿Tan difícil era de entender? La verdad es que comprendemos el cáncer o los infartos, pero las enfermedades mentales casi siempre se nos escapan.
Y ahora, desde hacía cosa de un mes, Agnes tenía un delirio nuevo: un hombre se colaba en su cuarto para amenazarla. Y Dave, como de costumbre, optaba por ignorarla. «Deja sonar el teléfono —había dicho con un gruñido de cansancio—. Habrá que pasarla a una zona de mayor control».
Pero Megan, simplemente, era incapaz.
—En ese caso, ¿quién ganó? De momento, por lo menos.
Los médicos le habían avisado de que Agnes seguía empeorando, de que casi estaba lista para que la subieran a la tercera planta, que era donde instalaban a los pacientes con el alzhéimer más avanzado. Para el mundo exterior, parecía tratarse de un lugar cruel, pero a Dave, en ese momento, se le antojaba inmejorable. Como no había la menor esperanza de curación, los trabajadores de la tercera planta hacían todo lo posible para que los pacientes se sintieran cómodos, recurriendo a la «terapia de validación», basada en el más que discutible ideario de «si tú lo crees así, será verdad». Si te creías, por ejemplo, que eras una chica de veintidós años que acababa de tener un hijo, los cuidadores te dejaban abrazar y amamantar a un «bebé» (un muñeco, en realidad) y le hacían cucamonas como si estuviesen de visita. Si una mujer creía estar embarazada, las enfermeras le preguntaban que de cuántos meses, si prefería un niño o una niña y cosas así.
Megan observó el rostro aterrorizado de su suegra. Agnes había sido una mujer muy lúcida hasta hacía bien poco: divertida, ocurrente y más lista que el hambre. Cierta noche en que ambas habían bebido algo más de la cuenta, Megan hasta le contó algunas cosillas de su pasado. No todo. Solo le dejó intuir que no era exactamente como aparentaba. Y Agnes le dijo: «Ya lo sé, cariño. Todos tenemos secretos». No volvieron a hablar del asunto. Y cuando Megan quiso sacarlo de nuevo a colación... En fin, ya era demasiado tarde.
—Ahora ya estoy mejor —dijo Agnes—. Puedes irte.
—Tengo algo de tiempo.
—Pero tendrás que llevar a los críos al cole, ¿no?
—Ya son lo suficientemente mayores como para cuidar de sí mismos.
—¿Ah, sí? —Agnes inclinó un poco la cabeza—. ¿Megan?
—¿Sí?
—¿Qué hago si ese hombre vuelve a aparecer?
Megan le señaló la luz de noche.
—¿Quién la apagó?
—Él.
Megan le dio unas vueltas al asunto. «Terapia de validación». Qué diablos, ¿por qué no? Igual servía para consolar un poco a una mujer aterrorizada.
—He traído algo que quizá pueda servirte —dijo mientras echaba mano del bolso y sacaba lo que parecía un despertador digital.
Agnes se mostró confusa.
—Es una cámara espía —le dijo Megan. La había comprado por internet. Sí, podría haberse limitado a decir que era una cámara espía, y aunque la terapia de validación nada tenía que ver con la sinceridad, ¿para qué engañar cuando no había necesidad?—. Así podremos pillar a ese cabrón in fraganti.
—Gracias —le dijo Agnes con lágrimas (¿de alivio, tal vez?) en los ojos—: Muchas gracias, Megan.
—No hay de qué.
Megan colocó el chisme de cara a la cama. La cámara funcionaba con un contador y un detector de movimiento. La llamada de Agnes siempre se producía a las tres de la madrugada.
—Lo que voy a hacer —le explicó a su suegra— es poner el contador para que la grabación se active a las nueve de la noche y dure hasta las seis de la mañana, ¿vale?
—Las manos —dijo Agnes.
—¿Perdona?
—Te tiemblan las manos.
Megan bajó la vista. Era cierto. Sus dedos apenas podían localizar los botones.
—Cuando él viene a por mí —dijo Agnes, susurrando—, también mis manos se echan a temblar.
Megan volvió junto a la cama para abrazarla de nuevo.
—Tú también, ¿verdad, Megan?
—¿Yo también qué?
—Tienes miedo. Estás temblando porque también lo temes.
Megan no sabía qué decir.
—Estás en peligro, ¿verdad, Megan? ¿También te visita a ti?
Megan estaba a punto de decir que no, de decirle a su suegra unas palabras amables que la reconfortaran, pero no lo hizo. No quería mentirle a Agnes. ¿Por qué debía ser la única con derecho a asustarse?
—No... No lo sé —le acabó diciendo.
—¿Pero tienes miedo de que él vuelva a por ti?
Megan tragó saliva: pensaba en Stewart Green, en cómo terminó todo.
—Me temo que sí.
—No deberías.
—¿No debería?
—No.
Megan intentó asentir.
—Vale. Te diré lo que haremos. Yo no tendré miedo si tú no lo tienes.
Pero Agnes frunció el ceño y se deshizo de ese trato paternalista de un manotazo.
—Es diferente.
—¿Por qué?
—Porque tú eres joven —dijo Agnes—. Y fuerte. Y eres una mujer dura. Tú ya has conocido la adversidad, ¿no es cierto?
—Igual que tú.
Agnes ignoró ese comentario.
—Tú no eres una vieja atada a una cama. Tú no tienes por qué yacer indefensa en la oscuridad, temblando, esperando a que él aparezca con la intención de hacerte daño.
Megan se limitó a mirarla, pensando: «Vamos a ver, ¿quién ejerce ahora mismo la terapia de validación y quién la recibe?».
—No te quedes esperando en la oscuridad —dijo Agnes en un susurro tenso—. Nunca te sientas indefensa. Hazlo por mí, te lo ruego. No quiero eso para ti.
—Muy bien, Agnes.
—¿Me lo prometes?
Megan asintió:
—Te lo prometo.
Y así era. Con o sin terapia de validación, Agnes había dicho una verdad universal: tener miedo era malo, pero sentirse indefensa era mucho peor. Y, además, Megan había estado dándole vueltas a la idea de dar un gran paso desde la visita de Lorraine. Un paso que podría desenterrar el pasado de mala manera, pero, como había señalado su suegra, más valía eso que yacer indefensa en la oscuridad.
—Gracias, Agnes.
Los ojos de la anciana parpadearon, como si luchasen contra las lágrimas.
—¿Te vas?
—Sí, pero volveré.
Agnes abrió los brazos.
—¿Puedes quedarte a mi lado un poquito más? No mucho. Sé que tienes que irte. Pero por unos minutos más no pasará nada, ¿verdad?
Megan negó con la cabeza:
—No pasará nada en absoluto.