Читать книгу Quédate a mi lado - Харлан Кобен - Страница 6
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Megan Pierce estaba viviendo su experiencia definitiva como madre de familia y detestándola de mala manera.
Cerró el frigorífico de gama alta y miró a sus dos hijos a través del ventanal que había en el rincón del desayuno. La ventana ofrecía una «luz matutina esencial». Así la había descrito el arquitecto. La cocina recién renovada contaba también con un horno Viking, electrodomésticos Miele, un islote de mármol en el centro y un acceso insuperable al salón familiar-cine doméstico, dotado de una gran pantalla de televisión, asientos abatibles con un chisme para dejar el vaso, y bafles suficientes como para montar un concierto de los Who.
En el patio, Kaylie, su hija de quince años, estaba chinchando a su hermano menor, Jordan. Megan suspiró y abrió la ventana.
—Déjalo ya, Kaylie.
—Pero si no hago nada.
—Te he estado viendo desde aquí.
Kaylie se llevó las manos a las caderas. Quince años: ese tramo funesto de la adolescencia en el que no se es ni niña ni adulta, y en el que el cuerpo y las hormonas empiezan a alcanzar el punto de ebullición. Megan lo recordaba perfectamente.
—¿Y qué es lo que has visto? —preguntó Kaylie, desafiante.
—Te he visto chinchando a tu hermano.
—Tú estás dentro. No has podido oír nada. ¿Y si le estaba diciendo «Te quiero mucho, Jordan»?
—¡No decía eso! —gritó Jordan.
—Ya lo sé —dijo Megan.
—¡Me ha dicho que soy un pringado y que no tengo amigos!
Megan suspiró.
—Kaylie...
—¡Yo no he dicho eso!
Megan la miró con el ceño fruncido.
—Es su palabra contra la mía —protestó Kaylie—. ¿Por qué te pones siempre de su parte?
Todo crío es un abogado frustrado, se dijo Megan, siempre en busca de contradicciones, exigiendo unas pruebas imposibles de obtener, obcecándose en minucias absurdas.
—Esta noche tienes entrenamiento —le dijo Megan a Kaylie.
Kaylie dejó caer la cabeza y se le hundió todo el cuerpo.
—¿De verdad tengo que ir?
—Tú te comprometiste con ese equipo, jovencita.
Mientras lo decía —aunque ya había pronunciado conceptos semejantes millones de veces—, Megan no acababa de creerse las palabras que brotaban de sus propios labios.
—Pero yo no quiero ir —se quejaba Kaylie—. Estoy agotada. Y se supone que luego voy a salir con Ginger, acuérdate, a...
Puede que Kaylie aún no hubiese terminado de hablar, pero Megan se dio la vuelta y se apartó de la ventana, pues no le interesaba escuchar el resto. En el cuarto de la tele, su marido, Dave, estaba tumbado en el sofá vestido con un chándal gris. Dave estaba viendo una entrevista de mal gusto con el último actor de cine caído en desgracia, quien se vanagloriaba de todas las mujeres a las que se había cepillado y de los años que se tiró ligando en clubes de strippers. El actor en cuestión tenía los ojos como platos, hablaba como un maníaco e iba puesto con algo para lo que habría necesitado de un médico del todo inconsciente a la hora de recetar.
Desde su lugar en el sofá, Dave meneó la cabeza de forma severa.
—Pero ¿hasta dónde vamos a llegar? —comentó, señalando la pantalla—. ¿Tú has visto a ese capullo? Menuda perla.
Megan asintió, reprimiendo una sonrisa. Años atrás, había conocido muy bien a la perla en cuestión. Bíblicamente, incluso. Y la verdad es que La Perla era un buen chaval que dejaba buenas propinas, disfrutaba de los tríos y lloraba como un bebé cuando bebía demasiado.
Hacía mucho tiempo de eso.
Dave se volvió y le sonrió con todas sus fuerzas.
—Hola, guapa.
—Hola.
Dave aún hacía eso: sonreírle como si la viese por primera vez. Y ella reparó de nuevo en la suerte que tenía, en que debería sentirse agradecida. Así era ahora la vida de Megan. Su antigua existencia —de la que nadie sabía nada en ese feliz paraíso de las afueras lleno de callejones sin salida, buenas escuelas y anodinas mansiones de ladrillo— había acabado muerta y enterrada en una zanja poco profunda.
—¿Quieres que me lleve a Kaylie al partido de fútbol? —preguntó Dave.
—Ya puedo hacerlo yo.
—¿Estás segura?
Megan asintió. Ni siquiera Dave sabía la verdad sobre la mujer con la que llevaba compartiendo cama durante los últimos dieciséis años. Dave ni tan solo sabía que el auténtico nombre de Megan era, curiosamente, Maygin. Se pronunciaban igual, pero los ordenadores y los carnés de identidad se rigen por el deletreo. Le habría preguntado a su madre por el extraño deletreo de su nombre, pero había muerto antes de que Megan aprendiese a hablar. Nunca había conocido a su padre ni sabido quién era. Se quedó huérfana de pequeña, creció en malas circunstancias y acabó haciendo de stripper en Las Vegas y Atlantic City, tomándose muy en serio el oficio, amándolo para subirlo de nivel. Sí, lo amaba. Era divertido y estimulante y electrizante. Siempre pasaba algo, siempre había una sensación de peligro y de perspectivas y de pasión.
—¿Mamá?
Era Jordan.
—Dime, cariño.
—La señora Freeman dice que no has firmado el permiso para la excursión de la clase.
—Le enviaré un correo electrónico.
—Me dijo que era para el viernes.
—No te preocupes, cariño, ¿vale?
Jordan necesitó unos segundos más para calmarse, pero lo acabó logrando.
Megan sabía que debía sentirse agradecida. En su antigua vida, las chicas morían jóvenes. Cada emoción, cada segundo de ese mundo resultaba excesivamente intenso —era la vida elevada a la enésima potencia—, y la intensidad nunca se había llevado bien con la longevidad. Te quemabas. Te agotabas. Había algo en esa clase de urgencia que se te subía a la cabeza. Y también había un peligro inherente. Cuando las cosas, finalmente, se salieron de madre, cuando la vida de Megan estuvo repentinamente en peligro, no solo tuvo que encontrar un modo de escapar, sino también de empezar de nuevo desde cero, de renacer, incluso, junto a un marido cariñoso, unos críos preciosos y una casa de cuatro dormitorios con piscina en el jardín.
De algún modo, casi por accidente, Megan Pierce había saltado desde las profundidades de una ciénaga infecta al sueño americano definitivo. Para salvarse, se había tomado en serio ese sueño y casi había llegado a convencerse de que era el mejor de los mundos posibles. ¿Y por qué no? A lo largo de toda su existencia, en el cine y la televisión, Megan, como el resto de nosotros, se había visto bombardeada por imágenes que le aseguraban que su antigua vida no estaba bien, era indecente, no podría perdurar... Mientras que esta otra vida familiar, la de la casa con sus vallas de madera, resultaba envidiable, apropiada, ideal.
Pero la verdad se imponía: Megan echaba de menos su antigua vida. Aunque no debiera hacerlo. Se suponía que tenía que sentirse agradecida y emocionada por el hecho de que ella, precisamente ella, tras haber emprendido un camino tan destructivo, hubiese acabado disfrutando de aquello con lo que sueña cualquier niña. Sin embargo, lo cierto, lo que tantos años le había costado reconocer, era que seguía añorando aquellas salas oscuras; las miradas hambrientas y lujuriosas de los desconocidos; la música contundente y subyugante; las luces enloquecidas; las descargas de adrenalina.
¿Y ahora qué?
Dave zapeaba.
—¿De verdad no te importa conducir? Es que hay un partido de los Jets.
Kayle, mirándola parapetada tras la bolsa de gimnasia, preguntó:
—Mamá, ¿dónde está el uniforme? ¿Lo lavaste como te dije?
Jordan abrió el frigorífico.
—¿Me puedes hacer un bocata de queso caliente? Pero no con ese pan que tiene cereales.
Los quería. Vaya que sí. Pero había momentos, como ese, en los que se daba cuenta de que, tras una juventud patinando por superficies resbaladizas, se había instalado en una rutina doméstica de un aburrimiento que apestaba; cada día tenía que representar la misma obra con los mismos actores, y la única novedad consistía en que todo el mundo contaba con un día más cada mañana. Se preguntaba por qué tendrían que ser así las cosas, por qué se nos obliga a elegir una vida. ¿Por qué insistimos en que solo puede haber un nosotros, una vida que nos satisfaga por completo? ¿Por qué no podemos sostener más de una identidad? ¿Y por qué precisamos destruir una vida para poder crear otra? Aseguramos anhelar a la «persona cabal», al hombre o la mujer del Renacimiento que habita dentro de todos nosotros, pero nuestra única variedad es meramente cosmética. En realidad, hacemos todo lo posible para ahogar ese espíritu interior, para obligarnos a conformarnos, para definirnos como una sola y única cosa.
Dave zapeó de regreso al actor hundido.
—Menudo tío... —dijo, meneando la cabeza.
Pero nada más oír esa famosa voz de maníaco, Megan volvió al pasado... La mano de él metida en el tanga, su rostro pegado a la espalda, despeinado y con los ojos llenos de lágrimas.
«Tú eres la única que me entiende, Cassie...».
Sí, lo echaba de menos. ¿De verdad era tan grave?
Ella creía que no, pero no dejaba de atormentarla. ¿Había cometido un error? Esos recuerdos, la vida de Cassie, porque nadie utiliza su auténtico nombre en ese mundo, habían permanecido encerrados en un cuartito de su cabeza durante todos esos años. Hasta que, hacía apenas unos días, Megan había abierto la puerta, solo una rendija. Enseguida la había cerrado de un portazo, girando la llave con contundencia. Pero esa rendija y el simple hecho de permitirle a Cassie atisbar el mundo entre Maygin y Megan... ¿Por qué estaba tan segura de que iba a tener repercusiones?
Dave se levantó del sofá y echó a andar hacia el baño, con el periódico doblado bajo el brazo. Megan encendió la tostadora y se puso a buscar el pan blanco. Mientras abría el cajón, sonó el teléfono con un gorjeo electrónico. Kaylie estaba de pie junto al aparato, enviando un SMS, y lo ignoró.
—¿Quieres hacer el favor de cogerlo? —le dijo Megan.
—No es para mí.
Kaylie era capaz de sacar y responder su propio móvil a una velocidad que habría dejado pasmado a Wyatt Earp, pero el teléfono de casa, cuyo número era desconocido por la comunidad adolescente de Kasselton, carecía para ella del más mínimo interés.
—Descuelga, por favor.
—¿Para qué? ¿Para luego pasártelo a ti?
Jordan, que a la tierna edad de once años siempre ansiaba mantener la paz, lo descolgó:
—¿Diga?
Escuchó un momento y luego dijo:
—Se equivoca de número.
Y añadió algo que a Megan le puso los pelos de punta.
—Aquí no vive nadie que se llame Cassie.
Mientras improvisaba una excusa sobre esos repartidores que siempre apuntaban mal su nombre —y a sabiendas de que sus hijos estaban tan interesados exclusivamente en sí mismos que no harían preguntas—, Megan le quitó el teléfono a Jordan y desapareció en el cuarto de al lado.
Se llevó el auricular a la oreja, y una voz que no había escuchado en diecisiete años dijo:
—Lamento llamarte así, pero creo que deberíamos vernos.
Megan dejó a Kaylie en el entrenamiento de fútbol.
Teniendo en cuenta ese bombazo de llamada, se sentía bastante tranquila y serena. Mientras detenía el coche, se volvió hacia su hija, que tenía los ojos húmedos.
—¿Qué pasa? —saltó Kaylie.
—Nada. ¿A qué hora acaba el entrenamiento?
—No lo sé. Igual salgo luego con Gabi y Chuckie.
«Igual» quería decir «seguro».
—¿Adónde?
Encogimiento de hombros.
—Al pueblo.
La típica respuesta vaga de adolescente.
—¿Y a qué parte del pueblo?
—No lo sé, mamá —dijo Kaylie, mostrando un leve fastidio. Tenía ganas de zanjar el asunto, pero sin cabrear a su madre y que esta le prohibiera salir—. Solo vamos a dar una vuelta, ¿vale?
—¿Has hecho todos los deberes?
Megan se odió a sí misma nada más hacer esa pregunta. El típico rasgo de Mamá. Levantó la mano y le dijo a su hija:
—Olvídalo. Sal y diviértete.
Kaylie miró a su madre como si a esta le hubiera salido un bracito de la frente. Luego se encogió de hombros, bajó del coche y salió corriendo. Megan la observó. Siempre lo hacía. Daba lo mismo que ya tuviese la edad suficiente para entrar sola en el campo. Megan tenía que vigilar a su hija hasta quedarse convencida de que estaba a salvo.
Diez minutos después, encontró un hueco para aparcar detrás del Starbucks. Miró el reloj. Faltaban quince minutos para el encuentro.
Se hizo con un latte y se instaló en una mesa del fondo. En la de su izquierda había un grupo de mamás primerizas hablando sin parar: faltas de sueño, con la ropa manchada, delirantemente felices, cada una con su bebé. Hablaban de unos cochecitos nuevos muy buenos, y de qué Pack’n Play se plegaba mejor, y de hasta cuándo había que dar de mamar. Discutían sobre corralitos de juegos con protecciones de caucho, sobre la edad a la que prescindir del chupete, sobre las sillitas para coche más seguras y sobre si era mejor transportar al crío de frente o de lado. Una de ellas aseguraba que su hijo, Toddy, era «muy sensible a las necesidades de los demás niños, aunque solo tiene dieciocho meses».
Megan sonrió, deseando volver a ser como ellas. Había disfrutado mucho de la fase de «nueva mamá», pero como pasa con muchas otras etapas de la vida, pensaba, ahora la recordaba y se preguntaba en qué momento le habían practicado la lobotomía. Megan sabía lo que les esperaba a esas madres: escoger el centro preescolar adecuado como si fuese una decisión de vida o muerte, hacer cola para recoger al crío, intentar relacionarlo con los chavales convenientes, clases de gimnasia infantil, lecciones de karate, prácticas de lacrosse, cursos de francés, coches permanentemente compartidos. La felicidad se convierte en agobio, y el agobio en rutina. Al marido otrora comprensivo, se le va agriando el carácter porque ya no quieres tanto sexo como antes del bebé. Vosotros como pareja, ese vosotros que solía hacer guarradas en cualquier lugar disponible, ya ni os miráis el uno al otro cuando estáis desnudos. Creéis que no tiene importancia —que es algo natural e inevitable—, pero cambiáis. Os queréis, puede que más que antes en ciertos aspectos, pero os dejáis ir, os abandonáis sin ofrecer resistencia, si es que os percatáis de lo que ocurre. Os convertís en cuidadores de niños, vuestro mundo mengua hasta alcanzar el tamaño y las fronteras de vuestros retoños, y todo deviene educado, suave y confortable... Y, asimismo, enloquecedor, insoportable y rutinario.
—Bueno, bueno, bueno...
Esa voz tan familiar hizo sonreír a Megan de manera automática. Una voz que aún conservaba el tono sensual del whisky, los cigarrillos y las madrugadas, cuando cada comentario propiciaba la risa y no se daban puntadas sin hilo.
—Hola, Lorraine.
Lorraine le dedicó una sonrisa pícara. Llevaba el pelo cardado y muy mal teñido de rubio. Era una mujer grande, entrada en carnes y llena de curvas, y se aseguraba de que te dieses cuenta. La ropa parecía dos tallas menor, pero a ella le sentaba bien. Al cabo de todos estos años, Lorraine seguía causando una gran impresión. Hasta las mamás se callaron para observarla con la dosis adecuada de desagrado. Lorraine les lanzó una mirada que venía a decirles que sabía lo que estaban pensando y que se lo podían meter por donde les cupiera. Las mamás apartaron la vista.
—Tienes buena pinta, nena —dijo Lorraine.
Tomó asiento, convirtiendo el trámite en un espectáculo. Sí, habían pasado diecisiete años. Lorraine había sido chica de alterne/encargada/camarera/especialista en cócteles. Lorraine había vivido la vida. A fondo y sin pedir disculpas por ello.
—Te he echado de menos —le dijo Megan.
—Sí, ya me di cuenta con todo ese torrente de postales.
—Lo siento.
Lorraine se deshizo del tema de un manotazo, como si le molestara la sensiblería. Hurgó en el bolso y extrajo un cigarrillo. Las mamás de al lado tragaron saliva como si acabara de sacar un arma de fuego.
—Joder, debería encender el pitillo solo para ver cómo salen pitando.
Megan se inclinó hacia delante.
—Si no te molesta que te lo pregunte, ¿cómo has dado conmigo?
Nueva sonrisa picarona.
—Venga, guapa, que siempre lo he sabido. Tengo ojos por todas partes, ya lo sabes.
Megan quería seguir preguntando, pero algo en el tono de voz de Lorraine le dijo que no lo hiciera.
—Mírate —dijo Lorraine—. Casada, con críos, pedazo de casa. Hay un montón de Cadillac Escalade en el aparcamiento. ¿Alguno es tuyo?
—No. Yo soy la del GMC Acadia negro.
Lorraine asintió como si esa respuesta significara algo.
—Me alegro de que encontraras algo por aquí; aunque, si te he de ser sincera, siempre pensé que cumplirías la cadena perpetua, ¿sabes? Como yo.
Lorraine soltó una risita y meneó la cabeza.
—Ya lo sé —reconoció Megan—. Yo soy la primera sorprendida.
—Aunque también es verdad que no todas las chicas que se reincorporan al camino recto lo hacen por voluntad propia. —Lorraine puso cara de que ese comentario era un reproche, pero ambas sabían que no—. Lo pasamos bien, ¿verdad?
—Mucho.
—Yo aún me divierto —dijo Lorraine—. Eso de ahí —señaló con los ojos a las mamás—, en fin, yo lo admiro. De verdad. Pero no sé qué decirte. No es para mí. —Se encogió de hombros—. Puede que sea demasiado egoísta. Igual tengo el síndrome ese de la falta de atención. Siempre necesito algo que me estimule.
—Los críos saben estimular, créeme.
—¿Ah, sí? —repuso, aunque era evidente que no se lo tragaba—. Pues me alegra saberlo.
Megan no sabía muy bien cómo continuar.
—Bueno... ¿Y aún trabajas en La Crème?
—Pues sí. En la barra, básicamente.
—¿Y a qué viene esa llamada repentina?
Lorraine jugueteó con el pitillo sin encender. Las mamás volvieron a su cháchara inane, aunque con algo menos de entusiasmo. No paraban de echarle vistazos a Lorraine, como si fuese algún virus introducido en su forma de vida de las afueras con la misión de destruirlo.
—Como te he dicho, siempre he sabido dónde estabas. Pero no se lo he contado nunca a nadie. Eso lo sabes, ¿no?
—Claro.
—Y ahora tampoco quería inquietarte. Te escapaste. Y lo último que yo haría sería traerte de regreso.
—¿Pero?
Lorraine la miró a los ojos.
—Alguien te ha visto. Bueno, a Cassie.
Megan pegó un salto en el asiento.
—Has estado apareciendo por La Crème, ¿verdad?
Megan no dijo nada.
—Oye, que yo te entiendo. Si me pasara el día con esas peponas —Lorraine señaló con el pulgar hacia el alegre gineceo—, de vez en cuando sacrificaría algún animal de granja.
Megan observó su café como si contuviese alguna respuesta. Había vuelto a La Crème, sí, pero solo una vez. Dos semanas atrás, cerca del aniversario de su fuga, se fue a Atlantic City para un seminario de entrenamiento y una feria laboral. Como los críos se iban haciendo mayores, Megan había pensado en encontrar un trabajo en el sector inmobiliario. Los últimos años habían consistido en encontrar la última novedad: el entrenador personal, o las clases de yoga y de cerámica, para acabar con un grupo de redacción de memorias, que en el caso de Megan había sido pura ficción. Cada una de esas actividades consistía en un intento desesperado de alcanzar esa elusiva plenitud que anhelan quienes ya lo tienen todo. En realidad, miraban hacia arriba cuando tal vez debieran hacerlo hacia abajo, buscando la luz de la espiritualidad cuando, como intuía Megan, lo más probable era que la respuesta estuviese en lo más básico y primitivo.
Si le preguntaran por ello, Megan diría que nunca lo planeó. Que fue un impulso repentino, nada previsto, pero el caso es que durante su segunda noche de alojamiento en el Tropicana, que estaba apenas a dos manzanas de La Créme, se puso su vestido más ceñido y visitó el club.
—¿Me viste? —le preguntó a Lorraine.
—No. E intuyo que tú tampoco me buscaste.
Había dolor en la voz de Lorraine. Megan había visto a su vieja amiga al otro lado de la barra y mantenido las distancias. El club era grande y oscuro. A la gente le gustaba perderse en sitios así. Era muy fácil pasar desapercibido.
—No quería... —Megan se interrumpió—. Bueno, ¿quién fue?
—No lo sé. Pero ¿es cierto?
—Solo una vez —contestó Megan.
Lorraine no dijo nada.
—No lo entiendo. ¿Cuál es el problema?
—¿Por qué volviste?
—¿Acaso importa?
—A mí, no —dijo Lorraine—. Pero un poli lo descubrió. El mismo que lleva buscándote todos estos años. Nunca se ha rendido.
—¿Y crees que ahora me va a encontrar?
—Pues sí —sentenció Lorraine—. Creo que hay muchas posibilidades de que te encuentre.
—O sea, que esta visita es una advertencia, ¿no?
—Algo parecido.
—Pero hay algo más, ¿verdad?
—No sé qué sucedió esa noche —dijo Lorraine—. Y tampoco quiero saberlo. Soy feliz. Me gusta mi vida. Hago lo que se me antoja con quien se me antoja. No me meto en los asuntos ajenos, ¿me explico?
—Sí.
—Y puede que me equivoque. En fin, ya sabes cómo es el club. Mala iluminación. Y han pasado... ¿Qué, diecisiete años? O sea, que igual me confundí. Solo fue un segundo, pero por lo que sé, fue la misma noche que tú estuviste allí. Y eso de que tú volvieras y ahora haya desaparecido otro...
—¿De qué estás hablando, Lorraine? ¿Qué fue lo que viste?
Lorraine alzó los ojos y tragó saliva.
—Vi a Stewart —dijo, dándole vueltas al cigarrillo—. Creo que vi a Stewart Green.