Читать книгу Quédate a mi lado - Харлан Кобен - Страница 7
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Tras un profundo suspiro, el inspector Broome se acercó a la maldita casa y llamó al timbre. Sarah abrió la puerta y, sin apenas mirarlo, dijo: «Adelante». Broome se limpió los zapatos, sintiéndose avergonzado. Se quitó la vieja gabardina y se la colgó del brazo. Dentro de la casa, nada había cambiado a lo largo de los años: la antigua iluminación, el sofá de cuero blanco, el viejo sillón del rincón...Todo seguía igual. Hasta las fotografías de la repisa de la chimenea se hallaban en su sitio. Durante mucho tiempo, por lo menos cinco años, Sarah había dejado las pantuflas de su marido junto al vetusto sillón. Ya no estaban, pero el sillón sí. Broome se preguntó si alguien se sentaría en él alguna vez.
Era como si la casa se negara a avanzar, como si techos y paredes se mantuviesen, dolientes, a la espera. O igual solo eran imaginaciones suyas. La gente necesita respuestas. Una conclusión. La esperanza, bien lo sabía Broome, podía ser algo maravilloso. Pero también podía machacarte día tras día. La esperanza podía ser lo más cruel de este mundo.
—Te perdiste el aniversario —dijo Sarah.
Broome asintió, sin saber muy bien cómo decirle por qué.
—¿Qué tal los chicos?
—Bien.
Los hijos de Sarah ya eran prácticamente adultos. Susie estudiaba primer curso en la Universidad de Bucknell. Brandon estaba terminando el instituto. Eran muy pequeños cuando su padre desapareció, arrancado de su confortable hogar, sin que volviera a ser visto nunca más por sus seres queridos. Broome nunca había resuelto el caso. Pero tampoco lo había olvidado. No había que tomarse las cosas de una manera tan personal. Lo sabía. Pero lo había hecho. Había acudido a las funciones de danza de Susie. Incluso había, doce años atrás y para su vergüenza, bebido más de la cuenta con Sarah y, en fin, pasado la noche con ella.
—¿Qué tal el nuevo trabajo? —le preguntó Broome.
—Bien.
—¿Tu hermana llegará pronto?
Sarah suspiró.
—Sí.
Seguía siendo una mujer atractiva. Tenía patas de gallo junto a los ojos y arrugas en las comisuras que se habían ido afianzando con los años. Hay mujeres que envejecen muy bien. Sarah era una de ellas.
También había sobrevivido a un cáncer, y de eso hacía ya más de veinte años. Se lo había contado a Broome la primera vez que se vieron, sentados en este mismo salón, cuando él se presentó a investigar la desaparición. Se lo habían diagnosticado, le comentó Sarah, cuando estaba embarazada de Susie. Si no llega a ser por su marido, insistía Sarah, nunca habría sobrevivido. Quería que eso le quedase muy claro a Broome. Cuando el pronóstico empeoró, cuando Sarah vomitaba sin parar a causa de la quimio, cuando perdió el cabello y la belleza, cuando el cuerpo empezó a deteriorarse, cuando nadie, ni siquiera ella misma, albergaba la más mínima esperanza —de nuevo esa palabra—, su marido y nadie más fue su único apoyo.
Lo cual probaba una vez más que no hay manera de explicar las complejidades e hipocresías de la naturaleza humana.
Se quedaba despierto con ella. Le sostenía la frente en mitad de la noche. Le daba sus medicinas, la besaba en la mejilla y la abrazaba mientras temblaba y la hacía sentirse querida.
Sarah había mirado a Broome a los ojos y le había contado todo eso porque quería que siguiera investigando, que no confundiera a su marido con un fugitivo, que se involucrara personalmente en el asunto, que encontrara a su alma gemela porque, simplemente, no podía vivir sin él.
Diecisiete años después, pese a descubrir algunas verdades amargas, Broome seguía allí. Y el destino del marido y alma gemela de Sarah continuaba siendo un misterio.
Broome levantó la vista para mirarla.
—Eso está bien —dijo, notando que farfullaba—. Me refiero a lo de que venga tu hermana. Sé que disfrutas mucho de sus visitas.
—Pues sí, están muy bien —dijo Sarah, con una voz tan plana que podría colarse por la rendija de una puerta—. ¿Broome?
—¿Sí?
—Estás hablando por hablar.
Broome se miró las manos.
—Solo intentaba ser amable.
—No. Mira, Broome, tú nunca te limitas a ser amable. Y nunca hablas por hablar.
—Cierto.
—¿Así pues?
Pese a todos los arreglos —pintura de un amarillo brillante, flores recién cortadas—, Broome solo podía captar la decadencia. Todos esos años sin saber nada habían destruido a la familia. Los chavales lo habían pasado muy mal. A Susie la detuvieron dos veces por conducir bebida. A Brandon, en una ocasión, por un asunto de drogas. Broome los había ayudado a ambos a salir del paso. La casa seguía como si su padre hubiese desaparecido el día anterior... Estaba congelada en el tiempo, a la espera de su regreso.
A Sarah se le abrieron un poco más los ojos, como si de repente hubiese reparado en algo doloroso.
—¿Has encontrado a...?
—No.
—Entonces, ¿qué?
—Puede que no sea nada —dijo él.
—¿Pero?
Broome tomó asiento, con los antebrazos sobre los muslos y la cabeza apoyada en las manos. Respiró hondo y contempló los ojos dolidos de la mujer que tenía delante.
—Ha desaparecido otro hombre de la localidad. Igual lo has visto en el telediario. Se llama Carlton Flynn.
Sarah parecía confusa.
—Cuando dices que ha desaparecido...
—Igual que... —Broome se interrumpió—. Carlton Flynn tenía su vida y, de repente, ¡zas!, ha desaparecido. Se ha esfumado por completo.
Sarah intentaba procesar lo que estaba escuchando.
—Pero... Tú me lo dijiste desde un principio, ¿no? La gente desaparece, ¿no es cierto?
Broome asintió.
—A veces, por su propia voluntad —continuó Sarah—. Y a veces, no. Pero sucede.
—Sí.
—O sea, que diecisiete años después de la desaparición de mi marido, otro hombre, el tal Carlton Flynn, deja de ser visto. No veo la conexión.
—Puede que no haya ninguna —reconoció Broome.
Sarah se acercó un poco más a él.
—¿Pero?
—Pero por eso me perdí el aniversario.
—¿Qué quieres decir?
Broome no sabía muy bien hasta dónde revelar. Ni siquiera estaba seguro de cuánto sabía él mismo al respecto. Se hallaba elaborando una teoría que le daba retortijones y lo mantenía despierto por las noches, pero de momento no era más que eso.
—El día en que Carlton Flynn desapareció —dijo.
—¿Qué?
—Por eso no estuve aquí. Desapareció el día del aniversario. El 18 de febrero... Exactamente diecisiete años después del día en que se esfumó tu marido.
Sarah se quedó atónita unos instantes.
—Diecisiete años exactos.
—Sí.
—Y eso ¿qué significa? Diecisiete años. Puede que solo sea una coincidencia. Si se tratara de cinco años, o de diez o de veinte... Pero ¿diecisiete?
Broome no dijo nada, dejando que ella le diera vueltas al tema unos momentos.
Sarah añadió:
—Y entonces, ¿qué? ¿Te has puesto a buscar a más personas desaparecidas? ¿Para ver si existe algún patrón?
—Lo he hecho.
—¿Y?
—Esos dos son los únicos, que nosotros sepamos, que han desaparecido un 18 de febrero: tu marido y Carlton Flynn.
—¿Que nosotros sepamos? —repitió ella.
Broome dio un profundo suspiro.
—El pasado año, el 14 de marzo, un sujeto de la localidad, Stephen Clarkson, dejó de ser visto. Tres años antes, el 27 de febrero, hubo otro caso.
—¿Y no se encontró a ninguno de los dos?
—Exacto.
Sarah tragó saliva.
—Es decir, que igual no se trata del día, sino del mes: febrero y marzo.
—No lo creo. O, por lo menos, no lo creía. Mira, hay otros dos hombres (Peter Berman y Gregg Wagman) que podrían haber desaparecido mucho antes. Uno era un vagabundo; el otro, un camionero. Ambos solteros y sin mucha familia. Si unos tíos así no vuelven a casa en veinticuatro horas... En fin, ¿quién se va a dar cuenta? Tú claro que echaste de menos a tu marido. Pero si un tipo está soltero o divorciado o viaja mucho...
—Podrían pasar días o semanas antes de que alguien denunciara su desaparición —terminó Sarah la frase.
—O incluso más.
—Es decir, que esos dos hombres podrían haber desaparecido también un 18 de febrero.
—No es tan sencillo —apuntó Broome.
—¿Por qué no?
—Porque cuanto más me fijo, más impreciso se vuelve el patrón. Wagman, por ejemplo, procedía de Búfalo... No era de por aquí. Nadie sabe dónde o cuándo se esfumó, pero he podido reconstruir lo suficiente sus movimientos como para saber que podría haber pasado por Atlantic City en algún momento de febrero.
Sarah reflexionó:
—Has mencionado a cinco hombres, incluyendo a Stewart, a lo largo de los últimos diecisiete años. ¿Hay más?
—Sí y no. En total, he encontrado a nueve individuos que podrían ajustarse más o menos al patrón. Pero existen algunos casos en los que la teoría se resiente.
—¿Por ejemplo?
—Hace dos años, un tipo llamado Clyde Horner, que vivía con su madre, desapareció el 7 de febrero.
—Que no es el 18 de febrero.
—Pues no.
—Igual se trata solo del mes de febrero.
—Podría ser. Ese es el problema de trabajar con teorías y patrones. Llevan tiempo. Sigo reuniendo pruebas.
A Sarah se le llenaron los ojos de lágrimas. Se deshizo de ellas parpadeando.
—No lo entiendo. ¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta... con toda esa gente desaparecida?
—¿Darse cuenta de qué? —repuso Broome—. Joder, si ni siquiera yo lo veo claro todavía. La gente desaparece constantemente. La mayoría se larga sin más. Casi todos esos tíos se arruinan o bien llevan a los acreedores pegados al culo... Así que empiezan una nueva vida. Atraviesan el país. A veces, cambian de nombre. O no. Muchos de esos tipos... Vamos, que nadie los busca. Ni tampoco desea nadie encontrarlos. En una ocasión hablé con una mujer que me suplicó que no encontrase a su marido. Tenía tres críos con ese tío. Ella creía que se habría largado (según sus propias palabras) con «algún putón verbenero», y que eso era lo mejor que podía pasarle a su familia.
Ambos guardaron silencio por unos instantes.
—¿Y qué me dices de antes? —preguntó Sarah.
Broome sabía a qué se refería, pero aun así, dijo:
—¿Antes de qué?
—Antes de Stewart. ¿Desapareció alguien más antes de mi marido?
Broome se pasó la mano por el pelo y levantó la cabeza. Sus ojos se clavaron en los de ella.
—Yo no he encontrado a nadie —dijo—. Si hay algún patrón, empezó con Stewart.