Читать книгу Quédate a mi lado - Харлан Кобен - Страница 8
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Los golpes despertaron a Ray.
Abrió un ojo y lo lamentó de inmediato. La luz lo apuñalaba. Se agarró la cabeza por ambos lados porque temía que se le fuese a partir en dos por culpa de lo que fuera que le martilleaba por dentro.
—Abre, Ray.
Era Fester.
—¿Ray?
Más golpes. Cada uno de ellos aterrizaba en la sien de Ray como si fuera un puñetazo. Sacó las piernas de la cama y, con la cabeza como un bombo, se las apañó para sentarse. Junto a su pie derecho había una botella vacía de Jack Daniels. Vaya. Se había quedado traspuesto —o, mejor dicho, frito de nuevo— en el sofá, sin molestarse en abrir la cama. Sin manta. Sin almohada. Seguro que también le dolía el cuello, pero era difícil de detectarlo en medio del sufrimiento general.
—¿Ray?
—Voy —dijo porque, francamente, era incapaz de pronunciar más de un monosílabo.
La cuestión parecía ser una resaca elevada a la enésima potencia. Durante un segundo, puede que dos, Ray no recordó lo que había ocurrido la víspera, qué asunto había causado ese ataque masivo de incomodidad. En lugar de eso, se acordó de la última vez que se había sentido así, antes de que todo acabase para él. Por aquel entonces, él era un fotoperiodista que trabajaba para la AP y recorría Irak con el regimiento de infantería número veinticuatro, durante la primera guerra del golfo, cuando explotó aquella mina terrestre. Oscuridad. Y luego dolor. Durante un tiempo, incluso parecía que iba a perder la pierna.
—¿Ray?
Las pastillas estaban al lado de la cama. Píldoras y licor: el cóctel perfecto para las madrugadas. Se preguntó cuántas se habría zampado, y en qué momento, pero enseguida envió al carajo la reflexión. Se atizó dos más, se obligó a incorporarse y se fue dando tumbos hacia la puerta.
Cuando la abrió, Fester dijo:
—Bueno....
—¿Qué pasa?
—Pareces el esclavo sexual de un grupo de orangutanes. De los grandes.
Pero qué gracioso era el amigo Fester.
—¿Qué hora es?
—Las tres.
—¿De la tarde?
—Sí, Ray, de la tarde. ¿No ves que hay luz ahí afuera? —Fester señaló detrás de él. Adoptó el tono de voz de una maestra de preescolar—. A las tres de la tarde hay luz. A las tres de la madrugada está oscuro. Si quieres, te hago un dibujito.
Como si necesitara una dosis extra de sarcasmo. Qué raro. Nunca dormía más allá de las ocho, ¿y ya eran las tres? El apagón debió ser de los buenos. Ray se hizo a un lado para dejar entrar a Fester.
—¿Hay algún motivo para tu visita?
Fester, que era de natural grandullón, tenía que andar prácticamente agachado allí dentro. Observó lo que le rodeaba, asintió y dijo:
—Joder, menudo cuchitril.
—Pues sí —dijo Ray—. Con lo que me pagas, no esperarías que tuviese una mansión con verja.
—¡Ajajá! —dijo Fester, señalándolo—. ¡Ahí me has pillado!
—¿Querías algo?
—Mira.
Fester hurgó en la bolsa que llevaba y le pasó una cámara a Ray.
—Para que la uses hasta que puedas comprarte una nueva.
—Me conmueves —declaró Ray.
—Bueno, la verdad es que trabajas bien. Y también eres el único empleado que tengo que no se droga, solo bebe. Eso te convierte en mi mejor empleado.
—Qué momento más bonito estamos compartiendo, ¿verdad, Fester?
—Y además —siguió el otro mientras le decía que sí con la cabeza—, no he podido encontrar a nadie que se encargara de lo de George Queller esta noche. Pero bueno, ¿qué es lo que tenemos aquí? —Fester señaló las pastillas—. Olvida lo que he dicho de que no te drogas.
—Son calmantes. Anoche me asaltaron, ¿recuerdas?
—Cierto. Pero aun así...
—¿Voy a dejar de ser el empleado del mes?
—No. A menos que también encuentre jeringas.
—No estoy para trabajar esta noche, Fester.
—¿Y qué? ¿Piensas quedarte en la cama todo el día?
—Ese era el plan, sí.
—Pues cambia de plan. Te necesito. Y te pagaré un suplemento. —Miró alrededor, frunciendo el ceño—. Aunque no creo que te haga falta la pasta, por supuesto.
Fester se marchó. Ray puso el agua a hervir. Café instantáneo. Gritos en urdu llegaban del piso de arriba. Parecía como si los críos volvieran a casa del colegio. Ray se metió en la ducha y se quedó bajo el chorro hasta que se le acabó el agua caliente.
En el deli de la esquina preparaban un bocadillo de panceta, lechuga y tomate bastante digno. Ray se lo zampó como si temiera que se le fuese a escapar en un momento u otro. Intentaba concentrarse en la tarea que tenía entre manos sin mirar hacia delante: preguntándole al dueño, Milo, cómo tenía la espalda, echándose la mano al bolsillo para pagar, sonriéndole a otro cliente, comprando la prensa local. Trataba de mostrarse zen, de vivir a fondo el momento sin abordar el futuro porque no quería pensar en la sangre.
Hojeó el periódico. El artículo acerca del «hombre desaparecido» mostraba la misma fotografía que había visto la noche anterior en el telediario. Carlton Flynn poniendo morros. El clásico gilipollas. Cabello negro y de punta, horas de machaque en el gimnasio, tatuajes sobre la piel suave. Quedaría muy bien en uno de esos programas protagonizados por mostrencos subnormales de Nueva Jersey que llaman «pavas» a las chicas.
Carlton Flynn tenía antecedentes: tres agresiones. Veintiséis años, divorciado, «trabajaba para la importante empresa de alimentos de su padre».
Ray dobló el periódico y se lo puso bajo el brazo. No quería pensar en ello. Quería borrar de su mente esa foto de Carlton Flynn que tenía en el ordenador, olvidarse de por qué lo habían atacado para recuperarla. Quería olvidarse del tema, seguir con su vida, día tras día, momento a momento.
Bloquear los recuerdos para sobrevivir... Que era lo que llevaba haciendo durante los últimos diecisiete años.
«¿Qué tal te ha funcionado eso, Ray?».
Cerró los ojos y se dejó sumergir en un recuerdo de Cassie. Volvía a estar en el club, sedado por el alcohol, viéndola bailar en el regazo de alguien —totalmente enamorado de ella, con el amor saliéndole por todos los poros— y sin sentirse en absoluto celoso. Cassie lo miraba por encima del hombro del tipo —una de esas miradas capaces de derretirle los dientes— y él se limitó a devolverle la sonrisa, a la espera de pillarla a solas, consciente de que al final del día (o de la noche) ella terminaría siendo suya.
Siempre había alegría en torno a Cassie. Concentraba diversión, frescura y espontaneidad, y también afecto, bondad e inteligencia. Conseguía que tuvieses ganas de arrancarle la ropa y tirártela en la cama más próxima mientras le escribías un soneto de amor. Rápida, lenta, fría, cálida... Cassie era capaz de ser todas esas cosas al mismo tiempo.
A una mujer así, en fin, algo le tenía que pasar, ¿no?
Pensó en aquella fotografía junto a las malditas ruinas de aquel parque. ¿Podría haber sido eso lo que el asaltante iba buscando realmente? No parecía muy verosímil. Le dio vueltas a todas las posibilidades habidas y por haber, y tomó una decisión.
Ya llevaba demasiado tiempo escondido. Había pasado de fotoperiodista famoso a interno en un horrendo centro de rehabilitación, y de ahí a la época feliz de Atlantic City y a perderlo todo. Se había trasladado a Los Ángeles a ejercer de paparazzo genuino, se había metido en otro lío y había vuelto aquí. ¿Por qué? ¿Para qué regresar al sitio en el que lo había perdido todo? Como no fuese porque... Porque algo lo traía de vuelta. Porque algo le exigía que regresara y averiguase la verdad.
Cassie.
Se la quitó de encima en un parpadeo, volvió a subir al coche y se dirigió hacia el parque. El mismo lugar que había estado usando casi cada día aún seguía abierto. Probablemente, era incapaz de poner en palabras lo que lo traía hasta aquí. Muchas cosas habían cambiado en él, pero había una que no: la necesidad de una cámara. Un fotógrafo obedece a diferentes impulsos, pero en su caso, no se trataba tanto de querer algo, como de necesitarlo. En realidad, ni veía ni entendía las cosas si no podía fotografiarlas. Observaba el mundo a través del objetivo. Para la mayoría de las personas, las cosas no existen hasta que pueden verlas, oírlas, olerlas o probarlas. En su caso, sucedía casi al revés: nada era real hasta que no lo había capturado con su cámara.
Si enfilabas por el sendero de la esquina derecha, podías alcanzar el filo de un acantilado con vistas a los edificios de Atlantic City. De noche, el océano brillaba como un telón de satén oscuro. El panorama, si conseguías imponerte al acojone inherente, era impresionante.
Ray iba tomando fotos mientras se internaba por el remoto sendero, parapetado tras la cámara como si esta lo protegiese. Las viejas ruinas de la fábrica de mineral de hierro estaban justo al lado de los Pine Barrens, la mayor extensión boscosa de Nueva Jersey. En cierta ocasión, muchos años atrás, Ray se había salido del sendero para internarse en el bosque. Encontró una choza de cemento, abandonada desde hacía mucho y cubierta de grafiti; algunos de ellos, de aspecto satánico. Los Pine Barrens seguían trufados de ruinas de pueblos fantasma. Corrían rumores sobre espíritus malévolos que habitaban en las tripas de ese bosque. Todo aquel que haya visto alguna película sobre la mafia, se habrá topado con la inevitable secuencia en la que unos sicarios entierran un cadáver en los Pine Barrens. Ray pensaba en eso con demasiada frecuencia. Algún día, suponía, alguien inventaría un chisme capaz de indicarte qué era lo que habían enterrado bajo tus pies, estableciendo diferencias entre huesos, palos, raíces y rocas. Y vete a saber lo que podías llegar a encontrar.
Ray tragó saliva y se deshizo de ese pensamiento. Cuando llegó a la vieja caldera de mineral de hierro, sacó la foto de Carlton Flynn y procedió a su estudio. Flynn había estado de pie a la izquierda, en dirección a ese sendero, el mismo que había recorrido él diecisiete años atrás. ¿Por qué? ¿Qué estaba haciendo allí Carlton Flynn? Vale, podría haberle dado por hacerse el excursionista o el aventurero. Pero ¿por qué había estado en ese mismo sitio, diecisiete años después que él, para luego desaparecer? ¿Adónde había ido desde ahí?
Ni idea.
A Ray ya casi no se le notaba la cojera. Todavía la conservaba, si le prestabas atención, pero había aprendido a disimularla. Cuando empezó a subir la colina para situarse exactamente donde se encontraba al tomar la fotografía de Carlton Flynn, el omnipresente pinchazo de la vieja herida dio señales de vida. El resto del cuerpo aún le dolía del ataque de la víspera, aunque de momento, la cosa resultaba soportable.
Algo captó su atención.
Se detuvo y entrecerró los ojos en dirección al sendero. El sol brillaba mucho. Puede que fuera eso... Eso y el ángulo extraño de esa loma. No se veía desde el sendero, pero algo refulgía ante Ray, algo que estaba justo en el límite del bosque, justo contra la gran roca. Frunció el ceño y se dirigió hacia allí.
Pero ¿qué...?
Cuando llegó, se inclinó para verlo de cerca. Estiró la mano, pero la retiró antes de tocarlo. No le quedaba más remedio. Sacó la cámara y empezó a hacer fotos.
Allí mismo, en el terreno junto a la roca, había un reguero de sangre seca.