Читать книгу Quédate a mi lado - Харлан Кобен - Страница 12

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Las palabras «Harry Sutton. Abogado» estaban grabadas en el vidrio esmerilado. Vieja escuela.

Cuando Megan golpeó suavemente el cristal, Harry respondió con voz profunda: «¡Adelante!».

Megan giró el pomo de la puerta. Unas horas antes, había llamado a casa para decirle a Dave que regresaría tarde. Dave quiso saber por qué. Pero ella le dijo que no se preocupara y le colgó. Y ahí estaba ahora, de vuelta en Atlantic City, en un lugar que se sabía de memoria.

Abrió la puerta, consciente de que, probablemente, ese gesto lo cambiaría todo. El despacho seguía siendo un zulo de lo más cutre —cutre con ce minúscula—, pero así era como le gustaba a Harry.

—Hola, Harry.

Harry no era un hombre atractivo. Tenía unas ojeras que se le fundían con los mofletes. Y una nariz bulbosa, propia de una caricatura. Tenía el pelo blanco y en punta: solo se aplanaría si lo amenazaran con una pistola. Pero eso sí, lucía una sonrisa beatífica. Esa sonrisa reconfortó a Megan, le dio ánimos y la ayudó a sentirse segura.

—Cuánto tiempo, Cassie.

Había quien se refería a Harry como un abogado callejero, pero eso no era del todo exacto. Cuatro décadas atrás, se había licenciado en la facultad de derecho de Stanford e iniciado su carrera laboral en el prestigioso bufete Kronberg, Reiter y Roseman. Cierta noche, unos colegas cargados de buenas intenciones se llevaron a ese leguleyo tímido y apacible a Atlantic City para consagrarse al juego, las chicas y el desmadre general. El apocado Harry se lanzó de cabeza al jolgorio y nunca más volvió a salir. Abandonó la potente firma, grabó su nombre en esa misma puerta de vidrio y decidió consagrar su vida a los pringados de esa ciudad; un colectivo que, en muchos aspectos, lo formaba todo aquel que se buscara la vida por allí.

No te cruzas a menudo con mucha gente que tenga la cabeza rodeada por un halo. No se trata de seres bellos, angelicales o consagrados a las obras de caridad —en el caso de Harry, sus simpatías estaban más cerca de los pecadores que de los santos—, pero los envuelve un aura de confianza y bondad. Harry era uno de esos tipos.

—Hola, Cassie —le dijo a la recién llegada.

Tenía la voz ronca. Se incorporó en el asiento.

—¿Cómo lo llevas, Harry?

La observó de manera extraña con sus ojos azul claro. Algo que nunca le había visto hacer, pero habían pasado casi dos décadas. La gente cambia. Empezaba a pensar si no habría sido un error ir hasta allí.

—Bien, gracias.

—¿Bien, gracias?

Harry asintió, mordiéndose el labio.

—¿Qué pasa, Harry?

Unas lágrimas repentinas se asomaron a los ojos del abogado.

—¿Harry?

—Maldita sea —dijo este.

—¿Qué?

—Juré que me controlaría. Mira que soy maricón a veces.

Megan se mantuvo a la espera, sin decir nada.

—Es solo que... Creí que estarías muerta.

Megan sonrió, aliviada al comprobar que seguía siendo el mismo sentimental que tan bien recordaba.

—Harry...

Harry hizo una mueca.

—Cuando desapareciste con aquel tío, apareció la poli.

—No desaparecí con aquel tío.

—¿Desapareciste por tu cuenta?

—Algo así.

—Pues los polis querían hablar contigo. Y siguen en las mismas.

—Ya lo sé —dijo Megan—. Por eso he vuelto. Necesito tu ayuda.

Cuando Ámbar Atracción vio por primera vez a la pareja joven y sonriente de pie junto a su puerta, suspiró y meneó la cabeza.

El verdadero nombre de Ámbar era Alice. Lo había utilizado al principio, adoptando el alias artístico de «Alicia Maravillas», pero su nombre de pila facilitaba que la reconociera gente del pasado. Ahora mismo, fuera del horario laboral, llevaba una sudadera holgada bajo la que era imposible que resaltaran los implantes. Se había cambiado los tacones de aguja por unas deportivas. Y se había deshecho, frotando a conciencia, de todo el maquillaje y colocado unas enormes gafas a lo famosa-de-incógnito. No parecía, según ella, la bailarina exótica que en realidad era.

La pareja sonriente parecía recién salida de una conferencia sobre la Biblia. Ámbar se puso en guardia. Conocía el modelo: santurrones. Querrían darle unos folletos y salvarla. Seguro que guardaban alguna muletilla del tipo: «Olvídate del tanga y acuérdate de Jesús»; a lo que ella respondería: «Y ese Jesús, ¿da buenas propinas?».

La rubia sonriente era joven, guapa y de aspecto saludable. Llevaba el pelo recogido en una saltarina cola de caballo como si fuera una cheerleader. Vestía un jersey de cuello alto y una falda que, en el club, podría servir para un numerito de colegialas, y hasta lucía calcetines blancos. ¿Pero quién iba vestido así en la vida real?

El guaperas que iba con ella tenía el pelo ondulado de un político en un velero. Llevaba pantalones de loneta, camisa azul y un jersey atado al cuello por las mangas.

Ámbar no estaba de humor. El dedo le palpitaba y le dolía. Se sentía débil, machacada, vencida. Solo quería entrar en casa y echar de comer a Ralphie. Seguía pensando en la visita de Broome, el poli, y en el desaparecido Carlton Flynn, claro está. Cuando conoció a Carlton, este llevaba una ceñida camiseta negra que ponía: «No soy ginecólogo, pero le echaré un vistazo». Era como si llevara escrita en el pecho la frase: «Ni os acerquéis». Pero la tonta de Ámbar se había reído al leerla. Qué cosa más triste, si se paraba a pensarlo. La chica atesoraba algunas buenas cualidades, pero en cuestión de hombres, parecía tener estropeado el detector de capullos.

A veces —la mayoría—, Ámbar se sentía como si llevara la mala suerte dos pasos detrás, poniéndose a su altura de vez en cuando para darle un toquecito en el hombro y recordarle que ahí seguía ella, su acompañante eterna.

No siempre había sido así. Al principio le encantaba su trabajo en La Crème. Había sido divertido y estimulante eso de la juerga diaria. Y no, Ámbar no había sido objeto de abusos sexuales de niña ni nada parecido, gracias a Dios, pero sí contaba con esa tara que suele encontrarse entre quienes trabajaban en lo suyo. Tenía que reconocerlo: era una perezosa de nacimiento y se aburría con facilidad.

La gente siempre comenta que esa clase de chicas suelen estar dañadas o carecer de autoestima, lo cual es cierto, pero lo básico es que muchas de ellas no muestran el menor interés por un trabajo normal. ¿Para qué? Pensándolo bien, ¿qué alternativas tenía Ámbar a lo que estaba haciendo?

Pensemos en su hermana, Beth. Desde que salió del instituto seis años atrás, Beth recopilaba datos e información para una compañía de seguros. Tomaba asiento cada día en un cubículo apestoso por el que no corría el aire, encendía el ordenador y procedía a introducir Dios sabe qué tipo de asuntos... Hora tras hora, día tras día, año tras año, metida en un cubículo más pequeño que una celda hasta que... ¿Qué?

Para echarse a temblar.

«Francamente —pensaba Ámbar—, prefiero morirme».

A fin de cuentas, esas eran sus dos únicas opciones: o acumular datos relacionados con los seguros en un cubículo enano y maloliente, o pasarse la noche de fiesta, bailando y bebiendo champán.

Difícil elección, ¿verdad?

Pero su trabajo en La Crème no le estaba yendo como había pensado. Había oído decir que era un buen sitio para echarse novios pasables, mejor que Parejas.com, pero lo más parecido que había encontrado a una relación auténtica era lo de Carlton. ¿Y qué había hecho ese? Pues romperle un dedo y amenazar a Ralphie.

Algunas chicas acababan dando con algún ricachón, pero solían ser las más guapas, un colectivo del que Ámbar, nada más mirarse al espejo, supo que no formaba parte. No era muy bonita. Tenía que rebozarse en maquillaje. Las ojeras se le estaban oscureciendo. Necesitaba que le recauchutaran las tetas, y aunque solo tenía veintitrés años, lucía unas venas varicosas en las piernas que las hacían parecer mapas en relieve.

La rubiales del jersey de cuello alto le dedicó un discreto saludo:

—Señorita, ¿podemos hablar un momento con usted?

Ámbar experimento cierta envidia hacia esa rubia espigada con sonrisa dentífrica. Seguro que el guaperas era su novio. Seguro que la trataba bien, la llevaba al cine y la cogía de la mano en el centro comercial. Dichosos ellos. Vale, eran un par de meapilas, pero parecían felices y saludables, como si no hubiesen conocido la tristeza en toda su vida. Ámbar se jugaría sus magros ahorros a que todas las personas que habían conocido esos dos seguían vivas. Sus padres seguirían felizmente casados y en perfecto estado de salud, igual que ellos, solo que un poco mayores, y jugarían al tenis y celebrarían barbacoas y grandes cenas familiares en las que toda la parentela inclinaría la cabeza para recitar una hermosa oración.

No tardarían mucho en decirle que tenían todas las respuestas a sus problemas, pero Ámbar, sintiéndolo mucho, no estaba de humor para oírlos. Ese día no. El dedo roto le dolía muchísimo. Un madero acababa de amenazarla con enviarla al trullo. Y el sádico de su novio, ese psicópata pueril, estaba desaparecido y, con la ayuda de Dios, tal vez muerto.

Ese chaval tan majo y sonriente dijo:

—Solo necesitamos un momentito de tu tiempo.

Ámbar estaba a punto de decirles que se fueran con viento fresco, pero algo la hizo ceder. Esos dos eran distintos de los habituales meapilas que se plantaban frente a las puertas del club para incordiar a las chicas con citas de los Evangelios. Parecían más... ¿Más del Medio Oeste, tal vez? Más limpios y con los ojos más brillantes. Unos años atrás, la abuela de Ámbar, que en paz descanse, se había enganchado a un telepredicador que peroraba en un infame canal por cable. Echaban una cosa que se llamaba La hora de la música preciosa, protagonizada por jóvenes adolescentes que cantaban muy bien, tocaban la guitarra y daban palmas. Esos dos chicos tenían la misma pinta. Como si se acabaran de escapar del coro religioso de algún canal por cable.

—No nos alargaremos —le aseguró la rubia espigada.

Ahí estaban, ante su puerta, precisamente ese día. No en la entrada trasera del club. No berreando sus lemas contra el pecado. Tal vez, después de toda esa destrucción, con el dedo inflamado, los pies doloridos y el resto de su cuerpo incapacitado para dar un paso más, hubiera un motivo para la presencia de esos dos chavales. Igual habían sido enviados para rescatar a Ámbar en su hora más oscura. Como dos ángeles del cielo.

¿Sería posible tal cosa?

Una lágrima perdida recorrió la mejilla de Ámbar. La rubia espigada asintió en su dirección, como si entendiera perfectamente todo aquello por lo que estaba pasando.

«Tal vez —se dijo Ámbar mientras sacaba la llave—, necesito que me salven». Quizás esos dos chicos, por extraño que le pareciese, fueran su pasaje a una vida mejor.

—Vale —dijo Ámbar, reprimiendo un sollozo—. Podéis pasar. Pero solo un momento, ¿de acuerdo?

Ambos asintieron.

Ámbar abrió la puerta. Ralphie se acercó corriendo hacia ellos, con las uñas rascando el linóleo. A Ámbar se le partió el corazón al oírlo. Ralphie: lo único bueno, amable y cariñoso de su vida. Se inclinó para que el perro le saltara encima. Se rio entre sollozos y rascó unos segundos a Ralphie en ese sitio que le gustaba, por detrás de las orejitas, para incorporarse a continuación.

Se volvió hacia la rubia espigada, que seguía con la sonrisa puesta.

—Qué perro tan bonito —dijo esta.

—Gracias.

—¿Lo puedo acariciar?

—Claro.

Ámbar se volvió hacia el guaperas, que también le sonreía. Pero era una sonrisa extraña. Una sonrisa como ida.

El guaperas seguía sonriendo cuando convirtió la mano en un puño. Sin dejar de sonreír, dobló hacia atrás hombros y caderas para atizarle a Ámbar en toda la cara con todas sus fuerzas.

Mientras Ámbar se desplomaba sobre el suelo, la sangre brotándole de la nariz y los ojos prácticamente en blanco, lo último que oyó fueron los quejidos lastimosos de Ralphie.

Quédate a mi lado

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