Читать книгу Quédate a mi lado - Харлан Кобен - Страница 13

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9

Broome colgó el auricular. Seguía tratando de analizar —citando a los locutores locales— «la última y sorprendente novedad».

Goldberg preguntó:

—¿Quién era?

Broome no se había percatado de que Goldberg estuviera al quite:

—Harry Sutton.

—¿El picapleitos?

—¿«Picapleitos», dices? —Broome frunció el ceño—. ¿Te crees que estamos en 1958? Ya nadie llama «picapleitos» a los abogados.

—No te salgas por la tangente —dijo Goldberg—. ¿Esto tiene algo que ver con Carlton Flynn?

Broome se puso en pie, con el pulso disparado.

—Podría ser.

—¿Y bien?

¿Algo que ver con Carlton Flynn? Tal vez. ¿Algo que ver con Stewart Green? Seguro.

Broome seguía repasando mentalmente la conversación. Tras diecisiete años de búsqueda, Harry Sutton aseguraba tener delante a Cassie, la stripper que desapareció con Stewart Green. Estaba en su despacho ahora mismo —así de fácil—, como caída del cielo. No resultaba nada sencillo de asumir.

Con la mayoría de los abogados, Broome daría por sentado que era todo una engañifa. Pero Harry Sutton, pese a los delirios de su vida privada —los acumulaba a toneladas— nunca le haría algo así. Y tampoco ganaba nada mintiéndole.

—Luego te lo cuento —dijo Broome.

Goldberg se puso en jarras e intentó parecer más duro de lo que era.

—No, me lo cuentas ahora.

—Puede que Harry Sutton haya localizado a un testigo.

—¿Qué testigo?

—Me ha pedido discreción.

—¿Que te ha pedido qué?

Broome no se molestó en contestarle. Siguió adelante y tomó las escaleras, consciente de que Goldberg, un hombre que se agotaba alcanzando cualquier cosa que no fuese un bocadillo, no lo iba a seguir. Cuando llegó al coche, le sonó el móvil y vio que se trataba de Erin.

—¿Dónde estás? —le preguntó ella.

—Me dirijo a ver a Harry Sutton.

Erin había sido su compañera de trabajo durante veintitrés años, hasta jubilarse el anterior. Y también era su exmujer. Broome la puso al corriente de la repentina reaparición de Cassie.

—Caramba —comentó Erin.

—Pues sí.

—La escurridiza Cassie —dijo Erin—. Llevas mucho tiempo buscándola.

—Diecisiete años.

—Igual encuentras algunas respuestas.

—Confiemos en ello. ¿Me llamas por algo en concreto?

—El vídeo de vigilancia de La Crème.

—¿Qué le pasa?

—Tal vez haya encontrado algo —apuntó Erin.

—¿Quieres que me acerque cuando acabe con Sutton?

—Vale, así tendré tiempo para cepillarme todo esto. Y de paso, podrás informarme sobre tu encuentro con la escurridiza Cassie.

Broome no se pudo resistir.

—¿Erin?

—¿Qué?

—Has dicho «cepillarme». Je, je, je.

—¿En serio, Broome? —gruñó Erin—. ¿Pero cuántos años tienes?

—Antes te hacían gracia esas cosas.

—Antes había muchas cosas que me hacían gracia —dijo ella, puede que con cierto tono de tristeza—. Pero ha pasado mucho tiempo.

Más razón que un santo.

—Te veo dentro de un rato, Erin.

Broome se deshizo de los recuerdos de su ex y pisó a fondo el acelerador. Al cabo de unos minutos, golpeaba con los nudillos el vidrio esmerilado. Desde el interior, una voz profunda respondía: «¡Adelante!».

Abrió la puerta y se coló en la habitación. Harry Sutton parecía un respetable profesor universitario venido a menos. Broome recorrió con la vista todo el cuarto. Allí no había nadie más que Harry.

—Me alegro de verte, inspector.

—¿Dónde está Cassie?

—Toma asiento.

Broome obedeció.

—¿Dónde está Cassie?

—Aquí no, por el momento.

—Vale, de eso ya me he dado cuenta.

—Gracias a tu entrenamiento policial...

—Me halagas —ironizó Broome—. ¿Qué está pasando aquí, Harry?

—No anda lejos. Y quiere hablar contigo. Pero antes, hay que establecer ciertas reglas.

Broome adoptó una expresión fatalista.

—Te escucho.

—En primer lugar, todo esto es off the record.

—¿Off the record? ¿Por quién me tomas, Harry, por un periodista?

—No, te considero un poli bueno, aunque algo desesperado. Off the record significa lo que significa. Que no puedes tomar notas. Que no puedes incorporar esto al archivo. En teoría, tú nunca llegaste a hablar con ella.

Broome le dio unas vueltas.

—¿Y si te digo que no?

Harry Sutton se puso en pie y le extendió la mano.

—Ha sido un placer volver a verte, inspector. Que tengas un buen día.

—Vale, vale, ahórrame la comedia.

—Por supuesto —dijo Harry con una sonrisa radiante—. Pero si me das la oportunidad de hacer de histrión, la aprovecho.

—O sea, que off the record. Tráela aquí.

—Faltan algunas reglas.

Broome permaneció a la espera.

—Lo de hoy es una exclusiva irrepetible. Cassie hablará contigo en mi despacho. Responderá a tus preguntas en mi presencia y con su mejor voluntad. Luego, volverá a desaparecer. Y tú se lo permitirás. No intentarás averiguar su nuevo nombre o su actual identidad... Y, lo que es más importante, no tratarás de encontrarla después de esta reunión.

—¿Tú confías en que vaya a hacer algo así?

—Sí.

—Ya veo —dijo Broome, removiéndose en el asiento—. Supón que la creo culpable de un delito.

—No será así.

—Pero imagínatelo.

—Me cuesta. Cuando acabe de hablar contigo, se irá a casa. Y tú no volverás a verla.

—Pues supón que, después de investigar un poco más, doy con algo nuevo que necesito consultarle.

—Misma respuesta: me cuesta suponer algo parecido.

—¿Y no podré venir a verte?

—Podrás. Y si puedo, te ayudaré. Pero ella no se compromete a nada.

Broome podría seguir discutiendo, pero lo cierto es que carecía de baza alguna. Además, él era de los que preferían un pájaro en mano, partidario de que a caballo regalado, no le mires el dentado. El día anterior no tenía la menor pista acerca del paradero de Cassie. Y ahora, si no les tocaba demasiado las narices a ella ni a Harry, iba a poder mantener una conversación con esa mujer.

—De acuerdo —dijo—. Acepto todas tus reglas.

—Maravilloso. —Harry Sutton cogió el móvil y añadió—: ¿Cassie? Todo en orden. Ya puedes subir.

Al jefe adjunto Goldberg ya le importaba todo un rábano.

Estaba a un año de jubilarse con pensión completa, pero no bastaba. En absoluto. Si Atlantic City era un sumidero, lo era en cualquier caso de los caros. Estaba hasta las narices de pasarle una pensión a su exmujer. Su actual amiga, Melinda, una estrella porno de veintiocho años (siempre eran estrellas porno, observaba Goldberg, nunca actrices a secas, e incluso, en el caso de Melinda, «la jovencita del trío»), lo estaba dejando seco (en todos los sentidos). Pero, joder, valía la pena.

Conclusión: explícalo como quieras, pero el caso es que Goldberg era un poli corrupto.

En general, podía justificarlo bastante bien. Los malos eran, para él, como esa bestia mitológica a la que le cortabas los brazos y le volvían a crecer: te cargabas a un canalla y surgía otro de inmediato. O sea, que más valía diablo conocido —al que pudieras controlar de algún modo y que no se cargara a ciudadanos respetables y te untara a conciencia— que diablo por conocer. Total, sacar la mierda de esa ciudad era como vaciar el océano con una cuchara. Goldberg contaba con un millón de posibles explicaciones.

Pero bajo estas circunstancias, justificarse resultaba aún más fácil: el tío que le pasaba los Ben Franklins parecía estar, por lo menos en apariencia, del lado de los ángeles.

Así pues, ¿por qué dudaba Goldberg?

Marcó el número. Descolgaron al tercer tono.

—¡Buenas tardes, señor Goldberg!

Motivo uno para sus dudas: la voz de ese tío le ponía los pelos de punta. El hombre —parecía realmente joven— siempre se mostraba educadísimo y hablaba entre signos de admiración, como si ensayara para algún musical de los viejos tiempos. Y el sonido de su voz le congelaba la sangre a Goldberg. Pero aún había algo más.

Corrían ciertos rumores sobre ese tío. Historias de violencia y depravación protagonizadas por él y su socia; historias de esas que hacen que los adultos —hombres grandes, duros, bregados y curados de espanto como Goldberg— sufran insomnio nocturno y se suban las mantas hasta las orejas.

—Sí —dijo Goldberg—. Hola.

Aunque los rumores fuesen exagerados, aunque solo fuera cierta la cuarta parte de los susurros, Goldberg se había metido en algo de lo que no quería formar parte. De todos modos, lo mejor sería coger el dinero y largarse. En cierta medida, ¿qué otra opción le quedaba? Si intentaba darse de baja o devolver el dinero, puede que esa voz al otro extremo de la línea rugiese de ira.

Dijo la voz:

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Goldberg?

Al fondo, Goldberg oía un ruido que le estaba poniendo los pelos como escarpias.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó.

—Oh, nada de lo que deba preocuparse, señor Goldberg. ¿Qué quería decirme?

—Puede que tenga otra pista.

—¿Puede?

—Es que no estoy seguro del todo.

—¿Señor Goldberg?

—¿Sí?

¿Pero qué coño era ese ruido de fondo?

—Por favor, cuénteme lo que sepa.

Ya les había filtrado todo lo posible sobre la desaparición de Carlton Flynn. ¿Por qué no? Su socia y él también estaban interesados en encontrar al desaparecido, y no pagaban nada mal.

Lo último que Goldberg había filtrado era lo que le había contado Broome: que Carlton Flynn tenía una novia stripper que trabajaba en La Crème.

Se oían quejidos de fondo.

—¿Tiene usted un perro? —preguntó Goldberg.

—No, señor Goldberg, no lo tengo. Bueno, ¡de pequeño tuve al mejor perro del mundo! Se llamaba Ginger Snaps. Gracioso, ¿verdad?

Goldberg no dijo nada.

—Lo noto algo reticente, señor Goldberg.

—Jefe adjunto Goldberg.

—¿Quiere que nos veamos, jefe adjunto Goldberg? Podríamos hablar del asunto en su casa, si le apetece.

A Goldberg le dejó de latir el corazón.

—No, no hace falta.

—¿Pues qué me puede contar, jefe adjunto Goldberg?

El perro seguía chillando. Pero ahora, a Goldberg le parecía oír también otro ruido, puede que otro quejido, o algo peor, por debajo del primero: un ruido espantoso de un dolor tan inhumano que, paradójicamente, solo podía provenir de un ser humano.

—¿Jefe adjunto Goldberg?

Tragó saliva y se lanzó a la piscina.

—Hay un abogado llamado Harry Sutton...

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