Читать книгу Quédate a mi lado - Харлан Кобен - Страница 9
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Megan estaba tumbada en la cama, leyendo una revista. Dave yacía a su lado, mirando la tele, con el mando a distancia en la mano. Para los hombres, el mando a distancia del televisor era como un chupete o una mantita de seguridad. Simplemente, eran incapaces de ver la televisión sin tenerlo a mano, siempre preparado.
Serían las diez y pico. Jordan ya dormía. Lo de Kaylie era otra historia.
Dijo Dave:
—¿Te cedo los honores o me encargo yo?
Megan suspiró.
—Ya llevas dos noches.
Dave sonrió, sin apartar los ojos de la pantalla.
—Tres. Pero tampoco llevo la cuenta, no creas.
Megan dejó la revista. Kaylie tenía que irse a la cama a las diez en punto, pero nunca lo hacía por propia voluntad y siempre esperaba a que uno de sus progenitores insistiera en el tema. Megan salió de la cama y recorrió el pasillo. Preferiría gritar: «¡A dormir de una vez!», pero eso también resultaba agotador y, además, podía despertar a Jordan.
Asomó la cabeza por el cuarto de su hija.
—Hora de dormir.
Kaylie ni siquiera apartó la vista del ordenador.
—Solo quince minutos más, ¿vale?
—No. Tienes que irte a dormir a las diez. Y ya son casi y cuarto.
—Jen necesita que la ayude con los deberes.
Megan frunció el ceño.
—¿Por Facebook?
—Quince minutos, mamá. Eso es todo.
Pero nunca eran quince minutos, ya que al cabo de esos quince minutos las luces seguirían encendidas y Kaylie continuaría sentada ante el ordenador; y entonces Megan tendría que salir nuevamente de la cama para decirle que se fuese a dormir.
—No. Ahora.
—Pero...
—¿Quieres que te castigue?
—Dios, ¿pero qué te pasa? ¡Quince minutos!
—¡Ahora!
—¿Por qué gritas? Siempre me estás chillando.
Y así sucesivamente. Megan pensaba en Lorraine, en su visita, en lo de que «no servía para tener hijos» y en las mamás del rincón del Starbucks; y en cómo el pasado nunca te abandona, ni lo bueno ni lo malo; en cómo lo metías en cajas y lo guardabas en un armario y te creías que sería como esas otras cajas que almacenas en casa —algo que conservas, pero que nunca abres—, hasta que un día, cuando el mundo real te agobia, te acercas a ese armario y lo abres de nuevo.
Cuando Megan regresó a su dormitorio, Dave se había quedado frito con la tele puesta y el mando a distancia en la mano. Estaba tumbado de espaldas, descamisado, y el pecho le subía y bajaba acompasado por unos leves ronquidos. Por un instante, Megan se lo quedó mirando. Era un tipo grandote y todavía en buena forma, pero los años le habían ido añadiendo capas. Cada vez tenía menos pelo. Y se le habían redondeado un tanto los mofletes. Su apariencia ya no era la que había sido.
Trabajaba demasiado. Cada día de la semana se levantaba a las seis y media, se ponía el traje y la corbata, se subía al coche y se trasladaba a su despacho situado en una esquina de la sexta planta de un edificio de Jersey City. Ejercía de abogado y viajaba más de lo debido. Su trabajo parecía gustarle, pero solo vivía para volver a casa junto a su familia. A Dave le gustaba entrenar con sus hijos y acudir a sus partidos, preocupándose en exceso por sus éxitos deportivos. Le encantaba charlar con los demás padres y tomarse una cerveza con los tíos de la Legión Americana, o bien jugar en la liga de fútbol de veteranos y echar a rodar unas pelotas muy de mañana por el campo de golf.
«¿Eres feliz?».
Megan nunca se lo había preguntado. Ni él a ella. Total, ¿qué podría responderle? Empezaba a estar un poco harta. ¿Y él? Ella se lo ocultaba. Puede que él estuviese haciendo lo mismo. Llevaba dieciséis años durmiendo con ese hombre y solo «con ese hombre», pero le había mentido desde el primer día. ¿Le afectaría eso ahora? ¿Serviría de algo la verdad? Dave ignoraba su pasado, pero la conocía mejor que nadie.
Megan se acercó a la cama, retiró suavemente el mando de la mano de su marido y apagó el televisor. Dave se movió y se puso de lado. Casi siempre dormía en posición fetal. Megan se metió en la cama, pegada a él, y adoptó la postura de la cuchara. El cuerpo de Dave estaba calentito. Le clavó la nariz en la espalda. Le encantaba su olor.
Cuando Megan contemplaba el futuro, cuando se veía mayor e instalada en Florida o en alguna zona residencial para jubilados o donde fuera que acabase sus días, sabía que estaría con ese hombre. No podía imaginar nada distinto. Amaba a Dave. Se había construido una vida con él y le quería... ¿Debía sentirse culpable por querer algo más, o tan solo diferente, de vez en cuando?
Pero eso no estaba bien. ¿Y por qué no está bien?, se preguntaba.
Le puso la mano en la cadera. Sabía que podía deslizar los dedos bajo la cinta elástica y que su reacción sería la habitual: un discreto gruñido en sueños. Sonrió al imaginarlo, pero prefirió dejarlo correr. Sus pensamientos regresaron de nuevo a su visita a La Crème. Había sido maravilloso estar allí, «sentir» tanto.
¿Por qué había abierto la puerta del armario?
Y había otra pregunta, mucho menos abstracta y filosófica: ¿realmente podía haber vuelto Stewart Green?
No. Por lo menos, era incapaz de imaginarlo. O tal vez, si se paraba a pensarlo, ese regreso lo explicaba todo. De repente, la emoción se convertía en pánico. Fueron buenos tiempos aquellos, tiempos vibrantes, de verdadera diversión. Pero también hubo momentos aterradores.
Y si lo pensaba bien, ¿acaso no iban juntos, de la mano, placer y temor? ¿No era esa la gracia, precisamente?
Stewart Green. Lo consideraba un espectro enterrado en el tiempo. Pero no se puede enterrar a un fantasma, ¿verdad?
Se echó a temblar, abrazó a Dave por la cintura y se pegó un poco más a él. Sorprendentemente, Dave le cogió la mano y le preguntó:
—¿Estás bien, cariño?
—Estupendamente.
Tras un silencio, él añadió:
—Te quiero.
—Y yo a ti.
Megan temía que el sueño no llegara nunca, pero no fue así. Se lanzó a él como desde un precipicio. A las tres de la madrugada, cuando le vibró el móvil, seguía enganchada a su marido, con el brazo en torno a su cintura. Pilló el teléfono sin dudarlo un instante. Comprobó quién llamaba, pero no era necesario.
Medio dormido aún, Dave soltó un taco y dijo:
—No respondas.
Pero Megan, simplemente, no podía dejar de hacerlo. Ya estaba saltando de la cama y sus pies buscaban las zapatillas. Se llevó el teléfono a la oreja.
—¿Agnes?
—Está en mi cuarto —susurró la anciana.
—No pasa nada, Agnes. Voy para allá.
—Date prisa, por favor. —El terror de esos susurros no podría ser mayor ni siquiera acompañado por un parpadeante rótulo de neón—. Creo que me va a matar.
Broome ni se molestó en mostrar la placa cuando entró en La Crème, un «club para caballeros» —completísimo eufemismo— situado a dos manzanas, geográficamente escasas, pero muy distantes desde otros puntos de vista, del paseo marítimo de Atlantic City. El portero, un veterano llamado Larry, ya lo conocía.
—Hola, Broome.
—¿Qué tal, Larry?
—¿Trabajo o placer? —preguntó Larry.
—Trabajo. ¿Está Rudy?
—En su despacho.
Eran las diez de la mañana, pero todavía quedaban algunos clientes patéticos y algunas bailarinas más penosas aún. Un empleado preparaba el siempre popular bufet del tipo todo-lo-que-te-puedas-comer («solo comida», ja, ja), mezclando bandejas con diferentes comistrajos de vete tú a saber cuántos días atrás. Resultaría de lo más trillado apuntar que ese bufet solo bastaba para provocar una epidemia de salmonela, pero eso era lo que había.
Rudy estaba sentado detrás de su escritorio. Podría haber hecho de extra en Los Soprano, de no ser porque el director de reparto lo habría considerado excesivo para dar el tipo. Era un tío grandullón, con una cadena de oro gordísima en el cuello y un anillo en el meñique que la mayoría de sus bailarinas habría podido usar de pulsera.
—Hola, Broome.
—¿Cómo lo llevas, Rudy?
—¿Puedo hacer algo por ti?
—¿Sabes quién es Carlton Flynn? —preguntó Broome.
—Pues claro. Un soplapollas con musculitos de gimnasio y bronceado de cabina.
—¿Sabes que ha desaparecido?
—Sí, algo he oído al respecto.
—No lo eches tanto de menos.
—Ya no me quedan lágrimas —dijo Rudy.
—¿Puedes contarme algo de él?
—Las chicas dicen que la tiene pequeña. —Rudy encendió un puro y apuntó a Broome con él—. Esteroides, amigo mío. Mantente alejado de ellos. Te dejan los huevos hechos una pasa.
—Te agradezco el consejo médico y la metáfora. ¿Algo más?
—Seguro que frecuentaba muchos clubes —dijo Rudy.
—Así era.
—Entonces, ¿por qué me molestas?
—Porque ha desaparecido. Igual que Stewart Green.
Eso hizo que a Rudy se le abriesen más los ojos.
—Bueno, ¿y qué? ¿Cuándo fue eso, hace veinte años?
—Diecisiete.
—Eso es mucho tiempo. En un sitio como Atlantic City, una eternidad.
La verdad es que estaba en lo cierto. Aquí se cuentan los años como hacen los perros. Todo envejece más rápido.
Y sí, aunque no era de dominio público, Stewart Green, padre amantísimo de los pequeños Susie y Brandon, y marido devoto de la enferma de cáncer Sarah, disfrutaba de los licores de La Crème y de la compañía de sus strippers. Cosas que pagaba con una tarjeta de crédito especial, cuyos recibos llegaban a su despacho. Broome se lo había acabado contando a Sarah, del modo más amable posible, y su reacción le había sorprendido.
—Muchos hombres casados frecuentan esta clase de clubes —le dijo—. ¿Y qué?
—¿Ya lo sabías?
—Sí.
Pero Sarah mentía. Había captado el dolor en sus ojos.
—Y no tiene importancia —insistió la mujer.
En cierta medida, no la tenía. El hecho de que un hombre disfrutara mirando, o metiéndola donde no debía, no quitaba importancia a la necesidad de encontrarlo. Por otra parte, cuando Broome empezó a interrogar a clientes y empleados de La Crème, surgió una imagen del interesado más sórdida e inquietante.
—Stewart Green —dijo Rudy—. Hacía mucho tiempo que no oía ese nombre. ¿Cuál es la conexión?
—Solo los unen dos cosas, Rudy. —Broome sabía que Green y Flynn guardaban muy poco en común. Stewart Green era un hombre casado, padre de dos hijos, acostumbrado al trabajo duro. Carlton Flynn, en cambio, permanecía soltero y era un niño mimado que vivía a costa de papá—: La primera, ambos desaparecieron exactamente el mismo día, aunque con diecisiete años de diferencia. Y la segunda —Broome señaló alrededor—, este establecimiento de calidad.
En el cine, los tíos como Rudy nunca colaboraban con la policía. Pero en el mundo real, a esos mismos tipos les disgustaba tanto meterse en líos como los crímenes sin resolver:
—Bueno, ¿y cómo puedo ayudarte?
—¿Tenía Flynn alguna chica favorita?
—¿Del mismo modo que Stewart tenía a Cassie, quieres decir?
Broome guardó silencio, dejando que pasara de largo el negro nubarrón.
—Te lo digo porque, en fin, no ha desaparecido ninguna de mis chicas, si es que te refieres a eso.
Broome seguía callado. Ciertamente, Stewart Green había tenido una favorita. Y ella también había desaparecido diecisiete años atrás, la misma noche. Cuando los espabilados federales, que le habían arrebatado el caso a Broome y al departamento de policía de Atlantic City en cuanto detectaron a un ciudadano respetable involucrado en el asunto, vieron cómo se desarrollaban las cosas, se abrió paso una teoría evidente que no tardó nada en ser aceptada por todos.
Stewart Green se había fugado con una stripper.
Pero Sarah no se lo creía, y Broome nunca acabó de tragárselo tampoco. Puede que Green fuese un mal bicho narcisista con ganas de pasar buenos ratos de vez en cuando, pero... ¿de ahí a estar dispuesto a abandonar a sus hijos y largarse de la ciudad? Eso no le cuadraba. Sus cuentas bancarias se mantenían intactas. El dinero y las acciones seguían en su sitio. No hizo las maletas, no vendió nada, nadie en el trabajo tuvo la impresión de que planeara salir pitando. De hecho, sobre su pulcro y metódicamente organizado escritorio, casi completo, yacía el mayor contrato de su carrera. Stewart Green se ganaba muy bien la vida, tenía un buen empleo, estaba perfectamente integrado en la comunidad y era querido por padres y hermanos.
Si se había dado a la fuga, todo apuntaba a una decisión repentina.
—Muy bien, preguntaré por ahí. A ver si a Flynn le gustaba alguna chica en concreto. ¿Qué más?
Hasta ahora, Broome había podido localizar a diez hombres que se ajustaban, más o menos, al patrón de la persona desaparecida. Su exmujer y compañera de trabajo, Erin Anderson, hasta le había proporcionado fotos de tres de ellos. Llevaría tiempo conseguir más. Le pasó las fotos a Rudy.
—¿Reconoces a alguno de estos tipos?
—¿Son sospechosos?
Broome frunció el ceño y no le hizo ni caso.
—¿Conoces a alguno, sí o no?
—Bueno, vale, perdona por preguntar. —Rudy hojeó las imágenes—. No sé qué decirte. Este de aquí me resulta familiar.
Peter Berman. Desempleado. El primero en ser dado por desaparecido, el 4 de marzo de hacía ocho años.
—¿De qué lo conoces?
Rudy se encogió de hombros.
—¿Cómo se llama?
—No he dicho que lo conociera, sino que me resultaba familiar. No sé de cuándo ni de dónde. Puede que de hace años.
—¿Qué tal ocho?
—No lo sé, tal vez, ¿por qué?
—Pasea un poco las fotos. A ver si alguien reconoce a alguno de ellos. No le digas a nadie de qué se trata.
—Coño, si no lo sé ni yo.
Broome había comprobado todos los demás casos. De momento —y aún era pronto para decirlo—, el único que había desaparecido con una mujer era, evidentemente, Stewart Green. La mujer se hacía llamar Cassie cuando trabajaba por allí. Nadie conocía su nombre auténtico. Los federales y la mayoría de los polis se fueron de la lengua en cuanto la stripper hizo acto de presencia. Corrieron rumores que llegaron incluso hasta el vecindario de los Green. Los críos podían ser muy crueles. Susie y Brandon tuvieron que aguantar los comentarios maliciosos de sus compañeros sobre papá fugándose con una bailarina exótica.
Solo un poli —probablemente muy estúpido— no se lo había creído.
—¿Algo más? —preguntó Rudy.
Broome negó con la cabeza y enfiló hacia la puerta. Alzó la vista y algo lo detuvo.
—¿Qué pasa? —inquirió Rudy.
Broome señaló hacia arriba.
—¿Cámaras de seguridad?
—Claro. Por si nos demandan. O por si... Bueno, mira, hace un par de meses, un tío cargó doce mil pavos a su tarjeta de crédito. Cuando la parienta lo descubrió, el tío se inventó que le habían robado la tarjeta o que se trataba de un fraude o algo así. Exactamente dijo que nunca estuvo aquí. Y hasta exigió que se le devolviera el dinero.
Broome sonrió.
—¿Y qué pasó?
—Pues que le mandé una imagen de la cámara de seguridad en donde se lo veía con dos chicas bailando pegaditas a su regazo y le dije que sería un placer enviarle el vídeo entero a su mujer. A continuación, le sugerí que añadiera una propina extra porque las chicas se lo habían currado en serio aquella noche.
—¿Y cuánto tardas en volver a grabar encima?
—¿Grabar encima? ¿En qué año crees que estamos, en el 2008? Ahora todo es digital. No grabas encima de nada. Conservo cada fecha de los últimos dos años.
—¿Puedo ver lo que tengas del 18 de febrero? De este año y del anterior.
Ray condujo hasta las oficinas de FedEx en Northfield. Se conectó al ordenador e imprimió la foto de Carlton Flynn en los Pine Barrens. Sabía que si se limitaba a enviar la imagen, el archivo fotográfico podía llevar a la cámara de origen. Así pues, imprimió la fotografía y le hizo una fotocopia en color.
Lo sujetó todo por los extremos, cerciorándose de que no dejaba huellas. Utilizó una esponja para el sobre y un sencillo bolígrafo Bic de tinta azul para escribir en mayúsculas la dirección. Envió la carta al departamento de policía de Atlantic City desde un buzón situado en una calle tranquila de Absecon.
La imagen de la sangre regresó.
Se preguntó si esa iniciativa no resultaría demasiado arriesgada, si el asunto no podría volverse en su contra. No veía cómo, y puede que ahora, después de tanto tiempo, ni siquiera se tratara de eso. No tenía elección. Lo que acabara saliendo a la luz, por desagradable que pudiera resultarle... En fin, ¿qué tenía él que perder?
Ray no quería pensar en la respuesta. Deslizó el sobre por la ranura del buzón y se alejó de allí al volante de su coche.