Читать книгу Tiempo muerto - Харлан Кобен - Страница 10
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Nadie saludó a Myron cuando entró en el vestuario. Nadie fue a su encuentro. Ni siquiera lo miraron. En la estancia no se hizo el silencio, como cuando en las antiguas películas de vaqueros el sheriff empujaba la puerta chirriante y entraba contoneándose en la taberna. Tal vez ése fuera el problema. Tal vez hubiese sido necesario que la puerta chirriara. A lo mejor debería mejorar sus contoneos.
Sus nuevos compañeros de equipo estaban desparramados por el vestuario como calcetines en las habitaciones de un campus universitario. Tres de ellos estaban tirados sobre los bancos, semidesnudos y semidormidos. Otros dos en el suelo, con las piernas sostenidas en alto por los asistentes, que procedían a hacerles masajes. Un par de ellos hacían botar sendos balones. Cuatro estaban apoyados contra las taquillas. La mayoría masticaba chicle al tiempo que, con los diminutos auriculares de sus walkmans metidos en los oídos, escuchaban música a todo volumen, como si pretendieran competir entre sí.
Myron localizó fácilmente el lugar que le correspondía. Todas las demás taquillas tenían placas de bronce en las que aparecía el nombre del jugador. La de Myron, no. Tenía un trozo de cinta adhesiva pegado, con las palabras «M. Bolitar» escritas con rotulador negro. Ni inspiraba confianza ni hablaba de compromisos.
Miró alrededor tratando de encontrar a alguien con quien hablar, pero los walkmans constituían la barrera ideal, el elemento que les permitía aislarse del mundo exterior y refugiarse en su espacio particular. Myron vio a Terry TC Collins, la famosa superestrella del equipo, sentado solo en un rincón. TC era el último ejemplo del atleta mimado, consagrado por los medios, el tipo que «minaba» el noble mundo de los deportes «tal como lo conocemos», fuera cual fuera el significado de aquella expresión. Era un portento de la naturaleza. Dos metros y cinco centímetros de estatura, musculoso, nervudo. Su cabeza rasurada brillaba bajo los fluorescentes. Corrían rumores de que era negro, aunque costaba distinguir un fragmento de piel debajo de tantos tatuajes. Además de éstos, parecía haber hecho del piercing un estilo de vida. Parecía una versión terrorífica de Mr. Proper.
Myron atrajo la mirada de TC, sonrió y lo saludó con un movimiento de la cabeza. TC lo atravesó con los ojos y desvió su atención hacia otra parte. No se le daba muy bien hacer nuevas amistades.
Su uniforme estaba colgado donde debía. Ya habían cosido su nombre en la espalda con letras mayúsculas: bolitar. Lo contempló por un par de segundos. Después, lo descolgó y se lo puso. Todo se le antojaba una especie de déjà vu. El tacto suave del algodón; el cordón de los pantalones; la ligera presión en la cintura cuando se los puso; la leve tirantez de la camiseta sobre los hombros; las manos expertas que metían los faldones dentro de los pantalones; el modo de anudar las zapatillas, todo le causaba escalofríos. Hasta le costaba respirar. Cerró los ojos, se sentó y esperó a que aquella extraña sensación se desvaneciera.
Al cabo de un momento los abrió y observó que muy pocos jugadores llevaban ya suspensorios, pues preferían aquellos pantalones cortos ceñidos de licra. Myron se atuvo a lo clásico.
Después sujetó a su pierna un chisme que había recibido durante años el nombre de «rodillera». Era como si llevara un compresor metálico. Lo último que se puso fue el chándal. Los pantalones tenían docenas de broches de presión en las piernas, de modo que un jugador podía quitárselos de una manera espectacular cuando salía a la pista.
—Eh, chico, ¿cómo va?
Myron se levantó y estrechó la mano de Kip Corovan, uno de los entrenadores auxiliares del equipo. Kip vestía una chaqueta a cuadros tres tallas más pequeña. Las mangas le llegaban al antebrazo. La barriga sobresalía desafiante. Parecía un granjero en un baile de pueblo.
—Va bien, entrenador.
—Estupendo, estupendo. Llámame Kip. O Kipper. Casi todo el mundo me llama Kipper. Siéntate, relájate.
—¿Todo bien, Kipper?
—Fantástico; nos alegra que estés con nosotros. —Kipper acercó una silla, la colocó con el respaldo hacia Myron y se sentó a horcajadas—. Seré sincero contigo, Myron, ¿de acuerdo? A Donny no le ha hecho ninguna gracia. No se trata de nada personal, compréndelo. Le gusta elegir a sus jugadores y le revienta que los de arriba interfieran en sus asuntos, ya sabes a qué me refiero.
Myron asintió. Donny Walsh era el entrenador principal.
—Bien, bien —prosiguió Kipper—. Donny es un tío legal. Te recuerda de los viejos tiempos, le gustabas mucho, pero tenemos un equipo que se dispone a jugar los play off. Con un poco de suerte, podemos ganar todos los partidos que juguemos en casa. Nos llevó un tiempo encontrar el equilibrio. Perder a Greg nos perjudicó, pero al final hemos conseguido enderezar las cosas. Ahora apareces tú. Clip no nos explica por qué, pero insiste en que te integremos en el equipo. Estupendo, Clip es el gran jefe, de modo que ningún problema, pero queremos que nuestros muchachos sigan viento en popa a toda vela, ¿comprendes?
La cháchara de Kipper estaba mareando a Myron, que sólo atinó a decir:
—Claro. No quiero causar problemas.
—Lo sé. —Kipper se levantó, devolvió la silla a su sitio—. Eres un buen tío, Myron. Siempre fuiste legal. Es lo que necesitamos ahora. Un tío de primera, ¿no te parece?
Myron asintió.
—Alguien que navegue con el viento en popa a toda vela —dijo.
—Espléndido, magnífico. Nos veremos fuera. Y no te preocupes. No saldrás a menos que arrasemos. —Kipper se subió los pantalones sobre la tripa y cruzó el vestuario y gritó—: Preparados, muchachos.
Nadie le hizo caso. Lo repitió varias veces, dio unas palmadas en la espalda a los jugadores conectados a sus walkmans para que lo escucharan. Fueron necesarios diez minutos para que doce deportistas profesionales se desplazaran menos de tres metros. El entrenador Donny Walsh entró con aires de superioridad, reclamó la atención de los jugadores y empezó a repetir los tópicos de siempre. No significaba que fuera un mal entrenador. Cuando juegas una media de cien partidos por temporada, es difícil que se te ocurra algo nuevo.
La charla duró dos minutos. Algunos de los chicos no se molestaron en desconectar sus walkmans. TC estaba muy ocupado quitándose las joyas, una tarea que exigía gran concentración y un equipo de técnicos experimentados.
Al cabo de otro par de minutos la puerta del vestuario se abrió. Todos se desprendieron de sus minicasetes y salieron. Myron comprendió que se dirigían hacia la pista.
El partido iba a empezar.
Se puso al final de la fila. Tragó saliva varias veces. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Mientras subía por la rampa, oyó una voz que chillaba por la megafonía: «¡Y ahoraaaaaa, vuestros New Jersey Dragons!». Sonó la música estruendosa. El equipo se puso a correr.
La ovación fue ensordecedora. Los jugadores se dividieron automáticamente en dos hileras para realizar los ejercicios de precalentamiento. Myron lo había hecho en infinidad de ocasiones tiempo atrás, pero por primera vez pensó en lo que estaba haciendo. Cuando uno era una estrella o un principiante, calentaba sin prisas, con calma. No había motivos para esforzarse. Tenía todo el partido para demostrar al público de lo que era capaz. Los suplentes (algo que Myron nunca había sido) se tomaban los calentamientos de dos maneras. Algunos salían, daban saltitos, movían los brazos como aspas. En una palabra: se exhibían. Otros se quedaban al lado de las superestrellas, les entregaban el balón, se comportaban como un sparring con un boxeador.
Myron se dirigió hacia la zona de tiros libres. Alguien le pasó el balón. Durante el calentamiento, estás convencido de manera inconsciente de que todos los ojos están pendientes de tus movimientos, aunque, en realidad, la mayoría de la gente aún no ha encontrado su asiento, está comprando algo para comer, charlando o contemplando a la multitud; ni siquiera los pocos que prestan atención a la pista se preocupan de ti. Myron hizo dos fintas y encestó. Joder, pensó. El partido aún no había empezado y ya no sabía qué hacer.
Cinco minutos después, los jugadores empezaron a ensayar tiros libres. Myron buscó a Jessica con la mirada. No fue difícil localizarla. Fue como si un foco la iluminase, como si avanzara y la multitud retrocediera, como si fuera un Da Vinci y las demás caras un nuevo marco. Jessica le sonrió y Myron experimentó una oleada de calor.
Sintió algo parecido a un sobresalto; se dio cuenta de que era la primera vez que Jessica iba a verlo jugar un partido que no fuera amistoso. Estos pensamientos le hicieron detenerse. Y recordar. Durante breves segundos su mente retrocedió hacia el pasado. El dolor y la culpa se apoderaron de él, hasta que un balón rebotó en el tablero y le golpeó en la cabeza. Aquel pensamiento, sin embargo, siguió resonando.
«Estoy en deuda con Greg.»
Sonó el timbre y los jugadores se acercaron al banquillo. Walsh volvió a repetir algunos tópicos y se aseguró de que cada uno de sus muchachos supiera a quién debía marcar. Los jugadores asintieron, sin escuchar. TC seguía echando chispas por los ojos. Myron quiso creer que esos comportamientos se debían a la tensión, aunque, en realidad, no estaba muy seguro de ello. Tampoco dejaba de vigilar a Leon White, el compañero de habitación de Greg cuando jugaban fuera y su mejor amigo dentro del equipo. El grupo se dispersó. Los jugadores de ambos equipos se acercaron al círculo central, se saludaron con apretones de manos y palmadas. Empezaron a hacerse señas con la mano a fin de averiguar quién marcaba a quién, puesto que no lo habían escuchado medio minuto antes. Los dos entrenadores anunciaron a gritos las tácticas defensivas, hasta que el balón se alzó en el aire.
Por lo general, el baloncesto es un deporte de cambios de ritmo en el cual el marcador está muy disputado hasta los minutos finales. Aquella noche no. Los Dragons arrasaron. Ganaban por doce puntos al terminar el primer tiempo, por veinte en el segundo y por veintiséis al final del tercer período. Myron empezó a ponerse nervioso. La ventaja era la suficiente para que lo dejaran jugar. No había contado con ello. Una parte de él animó en silencio a los Celtics con la esperanza de que redujeran las distancias y pudiera seguir con el culo pegado al banquillo de aluminio. Pero ya no había remedio. Cuando faltaban cuatro minutos, los Dragons ganaban por veintiocho puntos. Walsh echó un vistazo al banquillo. Nueve de los doce jugadores ya habían jugado. Walsh murmuró algo a Kipper. Éste asintió y se acercó al banquillo, hasta detenerse delante de Myron, quien sintió que se le aceleraba el corazón.
—El entrenador ha decidido utilizar a todo el equipo —anunció—. Quiere saber si deseas jugar.
—Lo que él decida —contestó Myron. Lo último que deseaba en el mundo era salir a la pista, pero no podía decirlo. Habría sido impropio de él. Tenía que interpretar el papel de buen jugador, el equipo es lo primero, haré lo que el entrenador me pida. No conocía otra forma de comportarse.
Se solicitó tiempo muerto. Walsh volvió a mirar hacia el banquillo.
—¡Gordon! ¡Reilly! ¡Entráis por Collins y Johnson! —exclamó.
Myron dejó escapar un suspiro. Después se enfadó consigo mismo por sentir tanto alivio. Se preguntó qué clase de jugador era. ¿Qué clase de hombre prefiere quedarse en el banquillo? Entonces la verdad emergió y lo abofeteó.
No estaba allí para jugar al baloncesto.
¿En qué demonios estaba pensando? Se encontraba allí para dar con Greg Downing. Aquello era su coartada, nada más. Como en la policía. Sólo porque un tipo finja ser un camello no tiene por qué convertirse en camello. Debía aplicar allí el mismo principio. El hecho de que Myron fingiera ser un jugador de baloncesto no lo convertía en jugador.
El pensamiento no era muy consolador.
Medio minuto después, se produjo. Myron no pudo evitar sentir una punzada de miedo.
Lo desencadenó una voz pastosa de cerveza que se alzaba con claridad sobre todas las demás. Era lo bastante profunda y diferente para distinguirse entre el griterío de los fanáticos.
—Eh, Walsh—gritó la voz—. ¿Por qué no sacas a Bolitar?
Myron sintió un vacío en el estómago. Sabía lo que vendría a continuación. Ya había sido testigo antes, aunque nunca había sido el protagonista. Quiso que la tierra se lo tragara.
—¡Sí! —coreó otra voz—. ¡Queremos ver al nuevo!
Más gritos de conformidad.
Estaba ocurriendo. La multitud estaba poniéndose de parte de los segundones, pero no de forma positiva, sino del modo más paternalista y burlón posible. Había llegado el momento de ser amables con los suplentes. El partido ya está ganado. Ahora queremos reírnos un rato.
El nombre de Myron se oyó unas cuantas veces más; luego vino el cántico. Empezó como un susurro, pero fue en aumento. «¡Queremos a Myron! ¡Queremos a Myron!» Fingió no oírlo, fingió concentrarse intensamente en lo que estaba ocurriendo en la pista y confió en no haberse puesto colorado. El reclamo se hizo más rotundo, hasta concentrarse en una sola palabra, repetida hasta la saciedad, mezclada con carcajadas: «¡Myron! ¡Myron! ¡Myron!».
Tenía que poner fin a aquello. Sólo había una forma. Miró el reloj. Aún faltaban tres minutos. Tenía que entrar. Sabía que no sería el final de la rechifla, pero al menos tranquilizaría a la multitud. Volvió la cabeza hacia el extremo del banquillo. Kipper estaba mirándolo. Myron asintió. Kipper se inclinó hacia Walsh y le susurró algo al oído. Walsh no se levantó.
—Bolitar, entra por Cameron —se limitó a indicarle.
Myron tragó saliva y se puso de pie. La multitud estalló en risotadas. Se dirigió hacia la mesa del cronometrador mientras se quitaba el chándal. Notaba las piernas rígidas. Hizo una seña al cronometrador, que asintió e hizo sonar la bocina. Myron salió a la pista. Señaló a Cameron, quien al dirigirse hacia el banquillo le dijo:
—Marca a Kraven.
—En sustitución de Bob Cameron —anunciaron por el altavoz—, entra el número 34. ¡Myron Bolitar!
La multitud enloqueció. Chillidos, silbidos, aullidos, carcajadas... Alguien podía creer que le estaban deseando lo mejor, pero no era así. Le deseaban lo mismo que se desea al payaso del circo. Querían ver pifias, y Bolitar era su hombre.
De pronto, Myron comprendió que aquél era su debut en la NBA.
Tocó el balón cinco veces antes de que el partido terminara. En cada ocasión le dedicaron vítores y abucheos por partes iguales. Sólo tiró a canasta una vez. Por un instante dudó, pues sabía cómo reaccionaría la multitud, cualquiera que fuese el resultado, pero algunas acciones son automáticas. El balón entró con un alegre silbido. Por suerte, ya sólo quedaban treinta segundos y casi todo el mundo empezaba a abandonar el estadio. Los aplausos fueron mínimos. Pero durante aquellos breves instantes en que Myron cogió el balón, sus dedos acariciaron los surcos, dobló el codo y acunó el balón un centímetro y medio por encima de la palma y la frente, extendió el brazo hacia delante, la muñeca se curvó, las yemas de los dedos bailaron sobre la superficie del balón y crearon el efecto de retroceso ideal, Myron estuvo solo. Miraba fijamente el aro, sólo el aro, ni por un instante el balón que describía un arco en el aire. Durante aquellos breves instantes sólo existieron Myron, el aro y el baloncesto, y todo aquello le hizo sentirse bien.
El vestuario estaba mucho más animado después del partido. Myron consiguió conocer a casi todos los jugadores, excepto a TC y Leon White, el único hombre con el que deseaba intimar. Eran figuras. No debía precipitarse. Podría resultar perjudicial. Tal vez al día siguiente. Lo intentaría de nuevo.
Se desnudó. La rodilla empezaba a dolerle, como si alguien estuviera tirando de los tendones. Se aplicó una bolsa de hielo y la sujetó con una venda elástica. Se encaminó cojeando hacia las duchas, se bañó, se secó y, cuando terminaba de vestirse, se dio cuenta de que TC se cernía sobre él.
Myron alzó la vista. TC ya había vuelto a colocarse sus pendientes. Primero en las orejas, por supuesto: tres en una y cuatro en la otra. Después uno en la nariz. Vestía pantalones de cuero negros y una holgada camiseta negra de tirantes que le permitía exhibir otros dos pendientes: uno que perforaba el pezón izquierdo y otro en el ombligo. Myron no consiguió adivinar qué representaban los tatuajes. Parecían remolinos. TC llevaba gafas de sol, de las que se cerraban por los costados ocultando los ojos.
—Tu joyero debe de enviarte una felicitación de Navidad cojonuda —dijo Myron.
Por toda respuesta TC sacó la lengua, perforada por otro pendiente cerca de la punta. Myron casi se atragantó. Su reacción pareció complacer a TC, quien le dijo:
—Eres nuevo, ¿verdad?
—Exacto. —Myron tendió la mano hacia él—. Myron Bolitar.
TC hizo caso omiso del gesto.
—Te van a sacudir el polvo.
—¿Perdón?
—Te van a sacudir el polvo. Eres el nuevo. Tienen que sacudirte el polvo.
Algunos jugadores se echaron a reír.
—¿Que me tienen que sacudir el polvo? —repitió Myron.
—Sí. Eres el nuevo, ¿verdad?
—Exacto.
—Entonces te van a sacudir el polvo.
Más risas.
—Exacto —dijo Myron—. Me tienen que sacudir el polvo.
—No lo olvides. —TC asintió, hizo chasquear los dedos, lo señaló y se fue.
Myron terminó de vestirse. ¿Sacudirme el polvo?
Jessica estaba esperándolo al otro lado de la puerta del vestuario. Sonrió. Myron le devolvió la sonrisa; se sintió como un tonto. Ella lo abrazó y le dio un beso fugaz. Myron olfateó el aire. Ambrosía.
—Ah —dijo una voz—. ¿No es enternecedor?
Era Audrey Wilson.
—No hables con ella —le advirtió Myron en tono de broma—. Es el anticristo.
—Demasiado tarde —dijo Audrey. Tomó a Jessica del brazo—. Jes y yo nos vamos a tomar unas copas y hablar de los viejos tiempos.
—Dios, eres una desvergonzada. —Myron se volvió hacia Jessica—. No le digas nada.
—No sé nada.
—Así me gusta —le dijo Myron—. ¿Adónde vamos?
—A ningún sitio —respondió Jessica. Señaló hacia atrás con el pulgar. Win estaba apoyado contra la pared, absolutamente sereno y plácido—. Ha dicho que ibas a estar ocupado.
—Vaya. —Myron miró a Win, que asintió. Se encaminó hacia él.
—Greg sacó dinero de su cuenta por última vez desde un cajero automático a las once y tres minutos de la noche en que desapareció.
—¿Dónde?
—Manhattan. Una sucursal del Chemical Bank, cerca de la calle Dieciocho, en el West Side.
—Lógico —dijo Myron—. Carla llama a Greg a las nueve y dieciocho minutos, le dice que se encontrarán en el reservado de la parte de atrás. Antes de ir a verla, él se detiene en un cajero y saca dinero.
—Gracias por ese análisis de lo evidente —dijo Win en tono de sorna.
—Es un don.
—Sí, lo sé. Alrededor de ese cajero automático hay ocho bares en un radio de cuatro manzanas. He limitado mi investigación a ésos. De los ocho, sólo dos tienen lo que se podría llamar un «reservado» en la parte de atrás. Aquí tienes los nombres.
Hacía mucho tiempo que Myron no le preguntaba a Win cómo se las apañaba.
—¿Quieres que vayamos en mi coche? —preguntó.
—No puedo ir —respondió Win.
—¿Por qué?
—Estaré fuera por unos días.
—¿Cuándo te vas?
—Salgo del aeropuerto de Newark dentro de una hora.
—Un poco precipitado, ¿no?
Win no se molestó en contestar. Los dos hombres salieron por la entrada de jugadores. Cinco chicos corrieron hacia Myron y le pidieron un autógrafo. Myron los complació. Uno de ellos, de unos diez años, cogió el papel, miró la firma de Myron y soltó:
—¿Quién es?
—Un suplente —respondió otro de los chicos.
—¡Eh, chico! —dijo Win—. Para ti es el Señor Suplente.
Myron lo miró.
—Gracias.
Win hizo un gesto de asentimiento.
El primer chico miró a Win.
—¿Tú eres alguien?
—Soy Dwight D. Eisenhower —contestó Win.
—¿Quién?
—Vaya juventud —dijo Win abriendo los brazos, y se alejó. Las despedidas no eran precisamente su especialidad.
Myron se dirigió hacia su coche. Cuando introdujo la llave en la puerta, sintió que le daban una palmada en la espalda. Era TC, que lo señaló con un dedo cargado de anillos y susurró:
—No lo olvides —dijo TC.
Myron asintió.
—Me van a sacudir el polvo.
—Exacto —repuso TC, y se marchó.