Читать книгу Tiempo muerto - Харлан Кобен - Страница 7
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Ridgewood era una zona residencial de lujo, uno de esos antiguos suburbios que aún se autodenominan pueblos, donde el noventa y cinco por ciento de los estudiantes acaban yendo a la universidad y nadie deja que sus hijos se relacionen con el otro cinco por ciento. Había un par de calles de casas iguales, como recuerdo de la expansión suburbana de los años sesenta, pero en su mayor parte las magníficas casas de Ridgewood databan de una época anterior, en teoría más inocente.
Myron localizó la vivienda de los Downing sin problemas. Era de estilo victoriano, muy grande, aunque no en exceso, de tres plantas con ripias de cedro perfectamente desteñidas. En la parte izquierda se alzaba una de esas torres redondas con la parte superior puntiaguda. El porche, descomunal, tenía todas las características de los que solía dibujar Norman Rockwell, con una mecedora doble, una bicicleta de niño apoyada contra la barandilla y un trineo para la nieve, aunque hacía seis semanas que no nevaba. En el sendero de entrada había una canasta de baloncesto, algo herrumbrosa, y en dos ventanas de arriba se veían brillantes pegatinas del cuerpo de bomberos rojas y plateadas. Unos robles ancianos flanqueaban el camino como centinelas curtidos por la intemperie.
Win aún no había llegado. Myron aparcó y bajó la ventanilla. Era un día perfecto de mediados de marzo y el cielo aparecía azul y despejado. Los pájaros trinaban como se espera de ellos. Intentó imaginar a Emily en aquel decorado, pero no lo consiguió. Era mucho más fácil visualizarla en un rascacielos de Nueva York o en una de esas mansiones de nuevos ricos, pintadas todas de blanco, con esculturas de Ertè, perlas negras y un exceso de espejos recargados. Hacía diez años que no hablaba con Emily. Quizás hubiera cambiado. O tal vez la hubiese juzgado mal cuando se conocieron, muchos años atrás. No sería la primera vez.
Era curioso estar de nuevo en Ridgewood. Jessica había crecido allí. Ya no le gustaba volver, pero ahora los dos amores de su vida, Jessica y Emily, tenían algo más en común, el pueblo de Ridgewood, lo cual podía sumarse a la lista de características compartidas, como conocer a Myron, haber sido cortejadas por Myron, haberse enamorado de Myron y haber destrozado el corazón de Myron como si fuera un tomate aplastado con un tacón de aguja. Lo de siempre.
Emily había sido la primera. El primer año de carrera era ya un poco tarde para perder la virginidad, si había que hacer caso de las fanfarronadas de los amigos; pero si realmente se había producido una revolución sexual entre los adolescentes norteamericanos a finales de los años sesenta y principios de los setenta, Myron se la había perdido o bien se había equivocado de bando. Siempre había tenido éxito con las mujeres, pero mientras sus amigos se daban aires hablando de sus experiencias orgiásticas, Myron parecía atraer a las chicas equivocadas, a las buenas chicas, las que aún decían no..., o que habrían dicho sí, si Myron hubiera tenido el valor (o la intuición) de intentarlo.
Todo aquello cambió en la universidad cuando conoció a Emily, y con ella, la pasión. Es una palabra bastante manoseada, de acuerdo, pero Myron pensó que podía aplicarse en este caso. Se trataba como mínimo de lujuria desenfrenada. Emily era la clase de mujer a la que los hombres etiquetan de «caliente», término que consideran opuesto a «hermosa». Cuando uno ve a una mujer hermosa, quiere escribirle un poema. Cuando él veía a Emily quería enzarzarse en una lucha cuerpo a cuerpo para ver cuál de los dos desnudaba primero al otro. Aquella muchacha era puro sexo, tal vez con cinco kilos más de los necesarios, pero exquisitamente distribuidos. Constituían una mezcla explosiva. Ambos tenían menos de veinte años, estaban lejos de casa por primera vez y eran creativos. ¿Qué más podía pedirse?
Sonó el teléfono del coche. Myron descolgó el auricular.
—Supongo que habrás planeado forzar la puerta de los Downing, ¿verdad? —Era la voz de Win.
—Sí.
—Entonces, aparcar tu coche delante de dicha puerta no es una decisión muy inteligente por tu parte.
Myron miró alrededor.
—¿Dónde estás?
—Conduce hasta el final de la manzana. Tuerce a la izquierda y luego en la segunda a la derecha. Estoy aparcado detrás del edificio de oficinas.
Myron colgó y puso en marcha el coche. Siguió las instrucciones de Win y entró en el aparcamiento. Win se encontraba apoyado contra su Jaguar, con los brazos cruzados. Como siempre, tenía aspecto de estar posando para la portada del WASP Quarterly. Ni uno solo de sus cabellos rubios estaba fuera de sitio. Su tez era algo sonrosada, sus facciones, aristocráticas y tal vez demasiado perfectas, parecían de porcelana. Llevaba pantalones de color caqui, chaqueta cruzada de color azul, náuticos sin calcetines y una llamativa corbata de Lilly Pulitzer. Win hacía honor a la imagen que uno se haría de un tipo llamado Windsor Horne Lockwood III: elitista, egocéntrico y engreído.
Bien, dos de tres no estaba nada mal.
El edificio de oficinas albergaba una mezcla por lo demás ecléctica. Ginecólogo. Electrólisis. Servicio de entrega de citaciones judiciales. Especialista en nutrición. Gimnasio femenino. No era de extrañar que Win estuviera apostado cerca de la entrada del gimnasio femenino. Myron se acercó.
—¿Cómo sabías que estaba aparcado delante de la casa? —preguntó.
Una mujer de poco más de veinte años, que llevaba una malla negra de licra, salió cargada con un bebé. No había tardado mucho en recuperar su figura. Win le dedicó una sonrisa. La mujer se la devolvió.
—Me encantan las madres jóvenes —dijo Win.
—A ti lo que te gusta son las mujeres que usan prendas de licra —lo corrigió Myron.
Win asintió.
—Exacto. —Se puso unas gafas de sol—. ¿Empezamos?
—¿Crees que entrar por la fuerza en esa casa nos puede traer algún problema?
Win le miró como diciendo: «Fingiré que no he oído tu pregunta». Otra mujer salió del gimnasio. Por desgracia, ésta no justificaba que Win le sonriese.
—Infórmame —dijo Win—. Y apártate. Quiero que vean el Jaguar.
Myron le contó todo cuanto sabía. Durante los cinco minutos que tardó en hacerlo salieron del gimnasio ocho mujeres. Sólo dos fueron recompensadas con la Sonrisa. Una de ellas llevaba leotardos atigrados. También fue merecedora de la Sonrisa, pero en versión Alto Voltaje.
El rostro de Win no daba la impresión de estar registrando nada de lo que Myron decía. Incluso cuando le contó que iba a sustituir durante una temporada a Greg, siguió mirando con aire esperanzado hacia la puerta del gimnasio. Era perfectamente normal que Win se comportase así.
—¿Alguna pregunta? —quiso saber Myron una vez que hubo terminado.
Win se acarició el labio inferior con un dedo.
—¿Crees que la de los leotardos atigrados lleva ropa interior?
—No lo sé —respondió Myron—, pero lo que sí lleva es un anillo de boda, te lo puedo asegurar.
Win se encogió de hombros. Le daba igual. No creía en el amor ni en las relaciones sentimentales con el sexo opuesto. Quien lo considerase machismo puro y duro se equivocaría. Las mujeres no eran objetos para Win; a veces se ganaban su respeto.
—Sígueme —dijo Win.
Se encontraban a menos de un kilómetro de la casa de los Downing. Win ya había explorado el terreno y había descubierto el camino que menos posibilidades ofrecía para ser vistos ni levantar sospechas. Echaron a andar en silencio, con la seguridad de dos hombres que se conocen bien desde hace mucho tiempo.
—Hay un aspecto interesante en todo esto —señaló Myron.
Win esperó.
—¿Te acuerdas de Emily Shaeffer? —preguntó Myron.
—El nombre me suena.
—Salí con ella dos años cuando iba a Duke.
Win y Myron se habían conocido en Duke, donde habían compartido habitación durante cuatro años. Win había introducido a Myron en las artes marciales y le había allanado el camino con los federales. Ahora era un alto ejecutivo de Lock-Horne Securities, una empresa de seguridad con domicilio en Park Avenue, dirigida por la familia de Win desde que empezaron a surgir esa clase de empresas. Myron le alquilaba un par de oficinas a Win, y éste se encargaba de todos los asuntos económicos de los clientes de MB SportsReps.
Win meditó por unos instantes.
—¿Era la que hacía ruiditos de mono?
—No —respondió Myron.
—¿Quién era la que hacía ruiditos de mono? —Win parecía sorprendido.
—No tengo ni idea.
—Quizá saliera conmigo.
—Tal vez.
Win pensó, y se encogió de hombros.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó al fin.
—Estaba casada con Greg Downing.
—¿Divorciada?
—Sí.
—Ahora me acuerdo. Emily Shaeffer. Maciza.
Myron asintió.
—Nunca me gustó —añadió Win—. A excepción de aquellos ruiditos que hacía. Eran bastante interesantes.
—Ella no era la que hacía ruiditos de mono.
Win sonrió con placidez.
—Las paredes eran delgadas —dijo.
—¿Te dedicabas a escuchar?
—Sólo cuando bajabas la persiana para que yo no pudiera mirar.
Myron meneó la cabeza.
—Eres un cerdo —dijo.
—Lo prefiero a ser un mono.
Llegaron al jardín delantero y se encaminaron hacia la puerta. La estrategia consistía en aparentar familiaridad con la casa. Si rodeaban la casa hacia la parte de atrás, encorvando la espalda para no ser vistos, alguien podía darse cuenta. Dos hombres encorbatados que se acercan a una puerta no suelen parecer ladrones.
Había un teclado con números y una lucecita roja encendida.
—Una alarma —señaló Myron.
Win negó con la cabeza.
—Sí, pero falsa. Es sólo una luz. Deben de haberla comprado en Sharper Image. —Win examinó la cerradura e hizo chasquear la lengua—. Mira que comprar una Kwiktight con lo que gana un jugador de baloncesto profesional —añadió con evidente desagrado—. Para el caso, lo mismo le serviría una Play-Doh.
—¿Qué opinas de la cerradura?
—No está cerrada con llave.
Win ya había sacado la radiografía. Las tarjetas de crédito eran demasiado rígidas. La radiografía funcionaba mucho mejor. Abrieron la puerta en el tiempo aproximado que habrían necesitado para abrirla con la llave, y entraron en el vestíbulo. La puerta tenía una ranura a modo de buzón, y el correo estaba desperdigado por el suelo. Myron echó un vistazo a las fechas de algunos sobres. Hacía cinco días, por lo menos, que nadie entraba allí.
La decoración era de un agradable estilo rústico, a lo Martha Stewart, al igual que los muebles, sencillos en apariencia pero con un precio desorbitado. Pino, mimbre, antigüedades y flores secas por todas partes. El olor a popurrí era intenso y empalagoso.
Se separaron. Win subió al estudio. Encendió el ordenador y empezó a grabar todo en disquetes. Myron descubrió el contestador automático en la sala de estar. El aparato anunciaba la hora y la fecha de cada mensaje. Muy conveniente. Myron apretó un botón. La cinta se rebobinó y empezó a reproducir los mensajes. Con el primero, que según la voz digitalizada se había recibido a las nueve y dieciocho minutos de la noche en que Greg había desaparecido, Myron tuvo suerte.
Una voz temblorosa de mujer dijo: «Soy Carla. Estaré en el reservado de la parte de atrás hasta la medianoche». Clic.
Myron rebobinó la cinta y volvió a escuchar. Había gran cantidad de ruidos de fondo: gente que charlaba, música, tintineo de vasos. La llamada debía de haberse efectuado desde un bar o un restaurante, sobre todo si se tenía en cuenta la referencia al reservado. ¿Quién era la tal Carla? ¿Una amiguita? Quizá sí. ¿Qué otra persona podría llamar a esas horas de la noche para concertar una cita? Estaba claro que aquélla no había sido precisamente una noche cualquiera. Greg Downing había desaparecido entre la hora a la que se había hecho la llamada y la mañana siguiente.
Extraña coincidencia.
¿Dónde se habían encontrado, suponiendo que Greg hubiera acudido a la cita? Y ¿por qué Carla, fuera quien fuese, hablaba con una voz tan temblorosa? ¿O sólo eran imaginaciones de Myron?
Escuchó el resto de la cinta. No había más mensajes de Carla. Si Greg no se había presentado en el reservado en cuestión, ¿no habría llamado Carla otra vez? Parecía lo más probable. Por ahora, Myron sólo podía suponer que Greg Downing había visto a Carla en algún momento anterior a su desaparición.
Una pista.
Había además cuatro llamadas de Martin Felder, el agente de Greg. Su inquietud parecía acrecentarse de un mensaje a otro. El último decía: «Joder, Greg, ¿por qué no me llamas? ¿Es grave lo del tobillo? No me dejes en la inopia, ahora que estamos cerrando el trato con Forte. Llámame, ¿de acuerdo?».
Después había tres llamadas de un tipo llamado Chris Darby, que al parecer trabajaba para Forte Sports Incorporated. También hablaba como si fuera presa del pánico. «Marty no quiere decirme dónde estás. Creo que está jugando con nosotros, Greg, intenta subir la cantidad convenida o algo por el estilo. Pero nosotros hicimos un trato, ¿verdad? Voy a dejarte mi número de teléfono, ¿de acuerdo, Greg? ¿Es grave la lesión?»
Myron sonrió. El cliente de Martin Felder había desaparecido, pero hacía todo lo posible para darle un cariz positivo a la situación. Agentes. Pulsó el selector de modalidad varias veces.
Finalmente la pantalla reveló el código que Greg había memorizado para llamar a su teléfono y escuchar los mensajes: 173. Un nuevo truco del gremio. Ahora, Myron podía llamar cuando le viniera en gana, marcar el 173 y escuchar los mensajes dejados en el contestador automático. Pulsó el botón de rellamada. Otro nuevo truco para descubrir cuál había sido la última llamada efectuada por Greg. Tras dos timbrazos, respondió una voz de mujer.
—Kimmel Brothers —dijo.
Myron colgó y fue a reunirse con Win en el estudio de arriba. Win siguió copiando archivos en disquetes mientras Myron registraba los cajones. No encontró nada de interés.
Se trasladaron al dormitorio principal. La cama de matrimonio estaba hecha y las dos mesitas de noche aparecían cubiertas de estilográficas, llaves y papeles.
Las dos. Lo cual era curioso si se tenía en cuenta que el hombre vivía solo.
Myron recorrió la habitación con la mirada y se detuvo en una butaca de lectura que hacía las veces de cómoda. Las ropas de Greg estaban tiradas sobre uno de los brazos y el respaldo. Bastante normal, pensó Myron, ya que no todo el mundo era tan pulcro y ordenado como él. Miró otra vez y observó algo peculiar en el otro brazo de la butaca. Había dos prendas de vestir: una blusa blanca y una falda gris.
Myron miró a Win.
—Tal vez pertenezca a la señorita Ruiditos de Mono —apuntó Win.
Myron hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Hace meses que Emily no vive aquí. ¿Por qué iba a seguir su ropa sobre esta butaca?
El cuarto de baño también resultó ser un lugar interesante. Un gran jacuzzi a la derecha, una gran ducha con sauna y dos tocadores. Primero examinaron los armarios del lavabo. Uno contenía un tubo de espuma de afeitar, un desodorante roll-on, un frasco de loción Polo para después del afeitado y una maquinilla de afeitar Gillette Atra. En el otro encontraron un estuche de maquillaje abierto, perfume Calvin Klein, polvos de talco y desodorante roll-on Secret. En el suelo, al lado del armario, había caído un poco de talco. También había dos maquinillas de afeitar Lady Schick desechables en la jabonera, junto al jacuzzi.
—Tiene una amiguita —dijo Myron.
—Un jugador profesional de baloncesto enrollándose con una tía soltera y sin compromiso —comentó Win—. Qué gran revelación. Ahora es cuando uno de nosotros debería gritar «Eureka».
—Sí, pero suscita preguntas interesantes —observó Myron—. Si su novio ha desaparecido de repente, ¿por qué no lo ha denunciado?
—No es necesario si está con él —repuso Win.
Myron asintió y a continuación le mencionó el mensaje críptico de Carla.
Win sacudió la cabeza.
—Si planeaban fugarse —dijo—, ¿por qué especificó ella dónde iban a encontrarse?
—No lo hizo. Sólo habla de un reservado de la parte de atrás de algún lugar, a medianoche.
—Aun así, no es lo que suele hacerse antes de desaparecer. Digamos que, por algún motivo, Carla y Greg deciden esfumarse por un tiempo. ¿Crees que Greg no sabría el lugar y la hora de la cita antes de encontrarse con ella?
Myron se encogió de hombros.
—Quizás ella cambiase el lugar de la cita.
—¿De un reservado normal a uno en la parte de atrás?
—Que me aspen si lo sé.
Registraron el resto de la planta superior, pero no encontraron gran cosa. El empapelado de la habitación del hijo de Greg tenía un motivo de coches de carreras y había un póster de papá superando a otro jugador de baloncesto. El cuarto de la niña estaba decorado con motivos de dinosaurios y mucho púrpura. Tampoco allí encontraron pistas. De hecho, no aparecieron hasta que bajaron al sótano.
Cuando encendieron las luces, Myron las descubrió al instante.
El sótano era un cuarto de juegos para niños en toda regla. Las paredes estaban pintadas con colores alegres. Había montones de coches Little Tikes, enormes juegos Lego y una casa de plástico con un tobogán. Las paredes estaban decoradas con escenas de películas de Disney, como Aladín y El rey León, había un televisor y un vídeo, y objetos para cuando los chicos crecieran, como un billar romano y un tocadiscos automático. Había también mecedoras, colchones y sofás...
Y también había sangre. Una buena cantidad en forma de gotas en el suelo. Y más manchando la pared.
Myron sintió un regusto amargo en la boca. Había visto sangre muchas veces, pero aún le afectaba. A Win no. Win se acercó a las manchas como si fuera lo más normal del mundo. Se agachó para ver mejor.
—Consideremos el aspecto positivo —dijo irguiéndose—. Es posible que tu puesto provisional en los Dragons pase a ser permanente.