Читать книгу Tiempo muerto - Харлан Кобен - Страница 8
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No encontraron ningún cadáver. Sólo sangre.
Win utilizó las bolsas para envolver bocadillos que había encontrado en la cocina para recoger muestras. Diez minutos más tarde abandonaron el lugar, dejando la cerradura de la puerta principal como la habían encontrado. Un Oldsmobile Delta del 88 pasó de largo. Dos hombres iban sentados delante. Win asintió.
—Es la segunda vez —dijo Myron.
—No, la tercera —lo corrigió Win—. Los vi cuando llegué.
—No parecen muy expertos en el tema —apuntó Myron.
—No —concedió Win.
—¿Te encargarás de investigar la matrícula?
Win asintió.
—También investigaré la cuenta bancaria de Greg y los movimientos de la tarjeta de crédito. —Abrió la puerta del Jaguar—. Me pondré en contacto contigo cuando haya descubierto algo. Como mucho serán un par de horas.
—¿Vuelves a la oficina?
—Antes tengo clase con el maestro Kwon.
El maestro Kwon era el instructor de tae kwon do de ambos. Los dos eran cinturón negro; Myron había alcanzado la categoría de segundo dan y Win la de sexto, lo cual lo convertía en uno de los mejores hombres de raza blanca del mundo en este tipo de lucha. Win era el mejor experto en artes marciales que Myron había conocido. Estudiaba diferentes tipos de artes, entre ellas jujitsu, kung-fu y jeetkundo. Era verdaderamente contradictorio. La primera impresión que daba era la de ser medio maricón. En realidad, era un luchador que causaba estragos. Por mucho que aparentase ser un tipo normal, bien adaptado, era cualquier cosa menos eso.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —le preguntó Myron.
Win se encogió de hombros.
—No lo sé.
—Puedo conseguirte una entrada para el partido —dijo Myron.
Win no contestó.
—¿Quieres ir?
—No —respondió Win. A continuación se sentó al volante, puso en marcha el motor y salió disparado con un chirriar de neumáticos. Myron lo vio alejarse; no dejaba de sorprenderle la agresividad de su amigo. De todos modos, para parafrasear una de las cuatro preguntas de la pascua judía, ¿por qué iba a ser ese día diferente de cualquier otro?
Consultó su reloj. Aún le quedaban unas cuantas horas antes de la conferencia de prensa. El tiempo suficiente para pasarse por la oficina y comentarle a Esperanza su repentino cambio de profesión. El que hubiera sido contratado para jugar con los Dragons iba a afectarla más que cualquier otra cosa.
Tomó la carretera 4 hasta el puente George Washington. No había colas en los peajes. Era una viva demostración de que Dios existía. Sin embargo, el Henry Hudson estaba colapsado. Se desvió cerca del Columbia Presbyterian Medical Center para acceder a Riverside Drive. Los chicos de la escobilla de goma, los sin techo que te «limpiaban» el parabrisas con una mezcla de grasa, salsa de tabasco y orina, a partes iguales, ya no estaban apostados en el semáforo. Por obra y gracia del alcalde Giuliani, conjeturó Myron. Habían sido sustituidos por hispanos que vendían flores y algo que parecían tiras de papel. Preguntó en una ocasión qué era, y le contestaron en español. Myron creyó entender que el papel olía bien y perfumaba la casa. Tal vez fuese el popurrí que olió en casa de Greg.
Riverside Drive estaba relativamente despejada. Myron llegó al aparcamiento de la calle Cuarenta y seis y le arrojó las llaves a Mario. Mario nunca aparcaba el Ford Taurus en batería junto al Rolls, el Mercedes y el Jaguar de Win. De hecho, se las arreglaba para encontrar un sitio adecuado debajo de lo que parecía haber sido un nido de palomas extraviadas. Se trataba de un claro caso de discriminación automovilística. Era una acción de muy mal gusto, pero ¿dónde estaban los grupos de apoyo?
El edificio de Lock-Horne Securities estaba en la confluencia de Park Avenue con la Cuarenta y seis, perpendicular al edificio Helmsley, un barrio de lujo. La calle bullía debido a la actividad de las altas finanzas. Varias limusinas estaban aparcadas en doble fila delante del edificio. La horrorosa escultura moderna que recordaba los intestinos de una persona se alzaba en su lugar habitual. Hombres y mujeres vestidos de ejecutivo estaban sentados en los escalones; devoraban bocadillos a excesiva velocidad, sumidos en sus pensamientos. La mayoría hablaban con ellos mismos, ensayaban una entrevista vespertina importante o rememoraban una equivocación cometida esa misma mañana. La gente que trabajaba en Manhattan había aprendido a rodearse de otras personas, pero en la soledad más absoluta.
Myron entró en el vestíbulo y pulsó el botón del ascensor. Saludó con un movimiento de cabeza a las azafatas de Lock-Horne, conocidas por todo el mundo como «las geishas». Eran aspirantes a modelo o a actriz, o a ambas cosas, y habían sido contratadas para acompañar a los peces gordos a las oficinas de Lock-Horne Securities y hacer gala de su atractivo. Win había sugerido la idea después de regresar de un viaje por el Lejano Oriente. Myron creía que se trataba de una acción descaradamente machista, pero aún no había descubierto en qué sentido.
Esperanza Diaz, su apreciada socia, lo recibió en la puerta.
—¿Dónde coño estabas? —preguntó.
—Hemos de hablar —dijo Myron.
—Más tarde. Tienes un millón de mensajes.
Esperanza llevaba una blusa blanca, lo cual producía un contraste demoledor con su cabello oscuro, sus ojos negros y aquella piel morena que brillaba como la luz de la luna sobre el Mediterráneo. A Esperanza la había descubierto un profesional de la moda cuando tenía diecisiete años, pero su carrera se torció y acabó triunfando en el mundo de la lucha libre profesional. Sí, la lucha libre profesional. Se hizo famosa con el sobrenombre de Pequeña Pocahontas, la valiente princesa india, la joya de las Fabulosas Damas de la Lucha Libre (FDLL). Su indumentaria consistía en un bikini de ante, y siempre interpretaba el papel de chica buena en la obra moralizante que era la lucha libre profesional. Era joven, menuda, de cuerpo bien formado, hermosa y lo bastante morena para pasar por india. Los antecedentes raciales eran irrelevantes para la FDLL. El auténtico nombre de la Esposa de Sadam Husein, la malvada muchacha del harén cubierta con un velo negro, era Shari Weinberg.
El teléfono sonó. Esperanza descolgó el auricular.
—MB SportsReps. Espere un momento, acaba de llegar. —Desvió la vista hacia Myron—. Es Perry McKinley. Es la tercera vez que llama hoy.
—¿Qué quiere?
Esperanza se encogió de hombros.
—A ciertas personas no les gusta tratar con subordinados.
—Tú no eres una subordinada.
Ella lo miró con rostro inexpresivo.
—¿Vas a hablar con él o no?
Ser un representante de deportistas era como ser un entorno multiusos (en el sentido informático de la expresión), con la capacidad de realizar una amplia variedad de servicios tan sólo con apretar un botón. Abarcaba más que la simple gestión negociadora. Los agentes, en teoría, tenían que estar preparados para ser contables, consejeros financieros, agentes de la propiedad inmobiliaria, terapeutas, asesores de imagen, agentes de viajes, consejeros familiares, consejeros matrimoniales, chóferes, chicos de los recados, mediadores con los padres, lacayos, lameculos y un largo etcétera. Si uno no estaba dispuesto a hacer todo eso por el cliente, ya lo haría otro.
La única forma de competir era contar con un equipo, y Myron se sentía satisfecho de haber reunido uno muy eficaz, aunque pequeño. Win, por ejemplo, se ocupaba de las finanzas de todos los clientes de Myron. Había comprado acciones para cada uno, se entrevistaba con ellos cinco veces al año, como mínimo, les explicaba con pelos y señales qué estaban haciendo con su dinero y por qué. La colaboración de Win hizo que el prestigio de Myron aumentase. Win era casi una leyenda por sus logros económicos. Su reputación era impecable (al menos en el mundo de las finanzas), y nadie superaba su historial de éxitos. Proporcionó a Myron una credibilidad instantánea en un negocio en el que ésta no era precisamente moneda corriente.
Myron era el experto en leyes; Win era el experto en administración de empresas. Esperanza era la factótum, el camaleón infatigable que sustentaba el conjunto. Y el conjunto funcionaba.
—Tenemos que hablar —insistió Myron.
—Pues hablaremos —dijo Esperanza, como sin dar importancia a su petición—. Primero, responde a esa llamada.
Myron entró en la oficina, que tenía una espléndida vista a Park Avenue. En una pared había carteles de musicales de Broadway; en otra, retratos de los personajes favoritos de Myron: los hermanos Marx, Woody Allen, Alfred Hitchcock y otros clásicos. En una tercera pared había fotografías de los clientes de Myron. No había tantas como éste habría deseado. Se preguntó qué tal quedaría la foto de un jugador de la NBA en el centro.
Bien, concluyó. Muy bien.
Levantó el auricular.
—Hola, Perry.
—Joder, Myron, me he pasado todo el día intentando localizarte.
—Bien, Perry, ¿y tú cómo estás?
—Oye, no quiero parecer impaciente, pero esto es importante. ¿Sabes algo de lo de mi barco?
Perry McKinley era jugador profesional de golf. Había hecho algo de dinero; aunque no era muy famoso, los aficionados sabían quién era. A Perry le encantaba navegar y se le había antojado un nuevo velero.
—Sí, tengo algo —respondió Myron.
—¿Qué compañía?
—La Prince.
Perry no pareció muy impresionado.
—Sus barcos son correctos —masculló—. Nada espectacular.
—Aceptarán tu barco viejo a cambio. Tendrás que hacer cinco apariciones en público.
—¿Cinco?
—Sí.
—¿Por un Prince de seis metros de eslora? Es demasiado.
—Al principio exigían diez, pero tú eliges.
Perry reflexionó un instante.
—De acuerdo; pero antes quiero ver el barco para saber si me gusta. Mide seis metros, ¿verdad?
—Eso me han dicho.
—Bien, de acuerdo. Gracias, Myron. Eres el mejor.
Colgaron. El regateo: un componente imprescindible en el entorno multiusos de un agente. Nadie soltaba un centavo por nada en aquel negocio. Un favor exigía otro favor en compensación. ¿Quieres una camisa? Úsala en público. ¿Quieres un coche gratis? Estrecha unas cuantas manos mientras te exhibes en él. Las grandes estrellas del deporte podían exigir ingentes cantidades a cambio de su respaldo. Los deportistas menos conocidos se lanzaban ávidamente sobre las sobras.
Myron contempló la montaña de mensajes y sacudió la cabeza. ¿Cómo demonios iba a conseguir jugar con los Dragons y, al mismo tiempo, mantener a flote MB SportsReps?
Llamó por el interfono a Esperanza.
—Ven, por favor —le pidió.
—Estoy en mitad de...
—Ahora.
—Joder, eres un hijo de puta machista.
—No me agobies.
—Huy, qué miedo; será mejor que lo deje todo y te obedezca de inmediato. —Esperanza colgó el auricular y entró como una exhalación, fingiendo estar aterrorizada y sin aliento—. ¿He llegado a tiempo?
—Sí.
—¿Qué pasa?
Myron se lo contó. Cuando le dijo que iba a jugar con los Dragons, se sorprendió al comprobar que no despertaba la menor reacción en ella. Qué raro. Primero Win, y ahora Esperanza. Ambos eran sus amigos más íntimos y aprovechaban cualquier oportunidad para meterse con él. No obstante, ninguno de los dos se había aprovechado de la evidente ventaja. El silencio sobre el tema de su regreso a las competiciones deportivas empezaba a ponerlo nervioso.
—A tus clientes no les va a gustar —comentó Esperanza.
—Di mejor a nuestros clientes —la corrigió Myron.
Esperanza hizo una mueca.
—¿Ser paternalista te tranquiliza más?
Myron hizo caso omiso del comentario.
—Tenemos que encontrarle el lado positivo —señaló.
—¿Cómo cuál?
—No estoy seguro. —Myron se retrepó en su sillón—. Podemos alegar que la publicidad que se le dará los beneficiará.
—¿En qué?
—Primero, me permitirá establecer nuevos contactos. —Las ideas acudían a la mente de Myron mientras hablaba—. Segundo, conoceré mejor a los patrocinadores, sabré más acerca de ellos. Más gente oirá hablar de mí e, indirectamente, de mis clientes.
Esperanza resopló.
—¿Crees que colará?
—¿Por qué no?
—Porque es una estupidez. «Indirectamente, de mis clientes.» Vaya tontería.
Tenía razón.
—¿A qué viene tanto alboroto? —le preguntó Myron—. El baloncesto sólo me quitará un par de horas al día. Estaré aquí el resto del tiempo. Llevaré a todas partes el móvil. Además no duraré mucho en el equipo.
Esperanza lo miró con escepticismo.
—¿Qué pasa? —inquirió Myron, y al ver que ella sacudía la cabeza, añadió—: No, quiero saberlo. ¿Qué pasa?
—Nada —le respondió Esperanza. Lo miró a los ojos, con las manos enlazadas sobre el regazo—. ¿Qué dice la zorra sobre todo esto? —preguntó con dulzura.
Era su forma de referirse a Jessica.
—¿Quieres hacer el favor de dejar de llamarla así?
Ella lo miró como si dijese: «No tengo ganas de discutir». En una época muy, muy lejana, Jessica y Esperanza se habían tolerado mutuamente, pero poco después, aquélla se largó y ésta fue testigo directo del estado en que había quedado Myron. Algunas personas aprenden a superar cualquier tipo de resentimiento. Esperanza, en cambio, los interiorizaba. Le daba igual que Jessica hubiera regresado.
—¿Qué opina? —insistió Esperanza.
—¿Sobre qué?
—Sobre las perspectivas de paz en Oriente Medio —le espetó Esperanza—. ¿A qué crees que me refiero? Vas a jugar otra vez.
—No lo sé. Aún no hemos tenido oportunidad de hablar de ello. ¿Por qué lo dices?
Esperanza volvió a sacudir la cabeza.
—Vamos a necesitar a alguien aquí —dijo, y dio por concluida la discusión—. Alguien que conteste a las llamadas, que se encargue del ordenador..., esa clase de cosas.
—¿Se te ocurre alguien?
Esperanza asintió.
—Cyndi —repuso.
Myron palideció.
—¿Te refieres a la Cyndi en que estoy pensando?
—Podría contestar al teléfono, hacer recados. Es muy trabajadora y eficiente.
—Ah, pero sabe hablar —ironizó Myron. Big Cyndi había sido compañera de Esperanza en el equipo de lucha libre bajo el sobrenombre de la Gran Jefa.
—Obedecerá órdenes. Hará el trabajo sucio. No es ambiciosa.
Myron reprimió una exclamación ahogada.
—¿No está trabajando de guardia de seguridad en un local de strip-tease?
—No es un local de strip-tease. Es un bar de sadomasoquistas.
—Perdón —dijo Myron.
—Y ahora trabaja en la barra.
—¿La han ascendido?
—Sí.
—Bien, me sabría muy mal frustrar su brillante carrera si le pido que venga a trabajar aquí.
—No seas gilipollas —le espetó Esperanza—. Trabaja en el bar por las noches.
—Vaya —dijo Myron—. ¿El local no convoca a ingentes multitudes?
—Conozco a Cyndi. Sé que lo hará bien.
—La gente se asustará —señaló Myron—. ¡Si me asusta a mí!
—Se quedará en la sala de reuniones. Nadie la verá.
—No lo sé.
Esperanza se levantó.
—Bien, pues encuentra a alguien. Tú eres el jefe, el cerebro. Yo sólo soy una secretaria de mierda. Jamás osaría cuestionar tu forma de tratar a nuestros clientes.
Myron sacudió la cabeza.
—Eso ha sido un golpe bajo —dijo. Se inclinó hacia delante, con los codos sobre el escritorio y las manos bajo el mentón—. De acuerdo —añadió, y dejó escapar un profundo suspiro—. Le daremos una oportunidad.
Myron aguardó. Esperanza le devolvió la mirada.
—¿Es ahora cuando debo dar saltitos y mostrarme infinitamente agradecida? —dijo por fin.
—No, ahora es cuando me largo. —Myron consultó su reloj—. Tengo que hablar con Clip acerca de unas manchas de sangre antes de la conferencia de prensa.
—Que te diviertas. —Esperanza se encaminó hacia la puerta.
—Aguarda un momento —dijo Myron—. ¿Tienes clase esta noche?
Esperanza cursaba estudios nocturnos en la Facultad de Derecho de Nueva York.
—No —respondió ella, volviéndose.
—¿Quieres ir al partido? —Myron carraspeó—. Puedes..., no sé, traer a Lucy, si quieres.
Lucy era la pareja actual de Esperanza. Antes de enrollarse con ella, Lucy había estado saliendo con un hombre llamado Max. Sus preferencias sexuales parecían no estar del todo definidas.
—Hemos roto —anunció Esperanza.
—Vaya, lo siento. —Myron parecía desconcertado—. ¿Cuándo?
—La semana pasada.
—No me dijiste nada.
—Tal vez porque no era asunto tuyo.
Myron asintió. Tenía toda la razón.
—Bien, pues tráete a una, eh, nueva amiga, si quieres. O ven sola. Jugamos contra los Celtics.
—No me apetece.
—¿Estás segura?
Esperanza asintió de nuevo y salió del despacho. Myron se puso la chaqueta y bajó al aparcamiento, donde Mario le arrojó las llaves sin levantar la vista. Tomó el túnel Lincoln y salió a la carretera 3. Pasó por delante de una enorme y popular tienda de productos electrónicos llamada Tops. El letrero consistía en una gigantesca nariz sobre una leyenda que rezaba: «Tops está justo debajo de sus narices». Real como la vida misma. Lo único que se echaba de menos eran unos pelos gigantescos asomando por las fosas nasales. Estaba a unos dos kilómetros de Meadowlands cuando el teléfono del coche sonó.
—He conseguido algunos datos —dijo Win.
—Adelante.
—Durante los últimos cinco días no se ha producido el menor movimiento en las cuentas bancarias y en las tarjetas de crédito de Greg Downing.
—¿Nada?
—Nada.
—¿Algún reintegro en metálico?
—Ninguno en los últimos cinco días.
—¿Y antes? Tal vez sacó un montón de dinero antes de esfumarse.
—Estamos trabajando en ello. Aún no lo sé.
Myron cogió la salida de Meadowlands. Reflexionó sobre lo que todo aquello significaba. No era gran cosa, por el momento, pero aun así las noticias no parecían buenas. Nada resultaba muy prometedor: ni la sangre en el sótano, ni que Greg hubiese desaparecido, ni que sus cuentas bancarias no presentasen movimiento alguno.
—¿Algo más? —preguntó.
Win vaciló.
—Puede que no tarde mucho en saber dónde tomó esa copa el bueno de Greg con la hermosa Carla.
—¿Dónde?
—Después del partido. Para entonces, habré averiguado algo más.