Читать книгу Tiempo muerto - Харлан Кобен - Страница 11

Оглавление

7

Myron llegó al MacDougal’s Pub, el primer bar de la lista de Win. El reservado de la parte de atrás estaba vacío, de modo que lo ocupó. Permaneció un rato sentado con la esperanza de que alguna fuerza sobrenatural le revelara si aquél era el local donde Greg se había citado con Carla. No sintió nada, ni positivo ni negativo. Tal vez debería ir a ver a una espiritista.

La camarera se acercó con parsimonia, como si el esfuerzo que necesitaba para cruzar el local fuera comparable al de abrirse paso por una capa de nieve profunda y mereciera un premio por conseguirlo. Myron le dedicó una de sus mejores sonrisas, tipo Christian Slater, cordial pero perversa. No debe confundirse con el tipo Jack Nicholson, perversa pero cordial.

—Hola —la saludó.

La camarera dejó un posavasos sobre la mesa.

—¿Qué le apetece? —preguntó al tiempo que intentaba sin éxito emplear un tono amistoso. Es difícil encontrar camareras simpáticas en Manhattan, excepto las de cadenas como TGI Friday o Bennigan, donde te dicen su nombre y añaden que serán tu «camarera», como si pudieras confundirlas con otra cosa, por ejemplo, con tu asesor financiero o tu médico de cabecera.

—¿Tienen Yoo-Hoo? —preguntó Myron.

—¿El qué?

—Olvídelo. Una cerveza.

La mujer lo miró sin pestañear.

—¿De qué marca?

La sutileza no iba a servirle de nada a Myron.

—¿Le gusta el baloncesto? —preguntó.

La camarera se encogió de hombros.

—¿Sabe quién es Greg Downing?

—Sí.

—Greg me habló de este lugar —añadió Myron—. Me comentó que había estado aquí la otra noche.

—¿Sí?

—¿Trabajó el sábado por la noche?

La camarera hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—¿Atendió esta mesa?

—Sí —respondió ella con evidente impaciencia.

—¿Lo vio?

—No. Sólo me ocupo de las mesas. ¿Una Michelob le va bien?

Myron consultó su reloj y fingió sobresaltarse.

—¡Caramba!, cómo pasa el tiempo. Tengo que irme. —Le dio dos dólares—. Gracias por su paciencia.

El siguiente bar de la lista era el Swiss Chalet. A pesar de su nombre, era un antro. En teoría, el papel pintado debía hacer creer a los clientes que las paredes del local estaban forradas de madera. Quizás hubiese obrado el efecto deseado si no hubiera estado arrancado en tantos puntos. La chimenea albergaba un falso tronco iluminado, que fracasaba en su intento de recrear el ambiente del típico refugio de alta montaña para esquiadores. Por algún motivo ignoto, habían colgado en el centro del bar una de aquellas bolas con espejitos que hay en las discotecas. No había pista de baile. No había luces. Sólo aquella bola con espejitos. Otro elemento característico de los auténticos chalets suizos, pensó Myron. El local olía a cerveza rancia y vómito, lo cual es típico de ciertos bares, donde el hedor se ha filtrado de tal modo en las paredes que es como si miles de roedores hubieran acabado muertos y podridos en su interior.

El tocadiscos automático emitía a todo volumen Little Red Corvette, de Prince. ¿O se trataba del Artista Antes Conocido Como Prince? ¿No se llamaba así ahora? Claro que, cuando Little Red Corvette había salido a la venta, aún se lo conocía como Prince. ¿Quién era, pues? Myron intentó resolver aquel dilema crucial, pero empezó a confundirle tanto como las paradojas temporales de la serie de Regreso al futuro, así que dejó de darle vueltas.

El lugar estaba casi vacío. Un tipo que llevaba una gorra de los Houston Astros y un bigote tupido era el único cliente sentado a la barra. Una pareja se magreaba sentada a la mesa que estaba en el centro del local. A ninguno de los dos parecía importarle. En la parte de atrás, otro cliente tomaba una cerveza con gesto furtivo, como si estuviera en la sección de películas porno de su videoclub.

Myron ocupó una vez más el reservado y de nuevo entabló conversación con la camarera, más dispuesta a colaborar que la anterior. Cuando llegó a lo de que Greg le había hablado del Swiss Chalet, la chica dijo:

—¿En serio? Pues sólo lo he visto una vez por aquí.

Bingo.

—¿El sábado por la noche, tal vez?

La joven frunció el entrecejo mientras pensaba.

—Eh, Joe —gritó al hombre que atendía la barra—. Downing estuvo aquí el sábado por la noche, ¿verdad?

—¿Quién quiere saberlo? —preguntó Joe con expresión torva. Parecía un cruce de comadreja y rata. Excelente combinación.

—Estaba hablando con este tío.

Joe miró a Myron y abrió desmesuradamente los ojos.

—Ah, usted es el nuevo de los Dragons, ¿verdad? Lo vi en el telediario. El del nombre raro.

—Myron Bolitar —dijo Myron.

—Sí, eso, Myron. ¿Se acercará por aquí algún día con sus compañeros?

—No lo sé.

—Tenemos una amplia y exclusiva clientela de celebridades —dijo Joe mientras secaba la barra con lo que parecía un trapo de gasolinera—. ¿Sabe quién estuvo aquí una vez? Cousin Brucie. El pinchadiscos. Un buen tío.

—Lamento no haberlo conocido —comentó Myron.

—Sí, bueno, también contamos con otros tipos famosos entre nuestra clientela, ¿verdad, Bone?

El hombre de la gorra de los Astros y el bigote tupido levantó la cabeza y asintió.

—Como ese que se parecía a Soupy Sales. ¿Te acuerdas de él?

—Vaya si me acuerdo. Celebridades, sí, señor.

—Pero no era Soupy Sales, sino alguien que se le parecía.

—Había algunas diferencias.

—¿Conoce a una tal Carla? —preguntó Myron.

—¿Carla?

—La chica que iba con Greg.

—¿Se llama así? No, no la conozco. Tampoco conocí a Greg. Entró así como a hurtadillas, de incógnito. No los molestamos. —Respiró hondo y echó los hombros hacia atrás—. En el Swiss Chalet respetamos la privacidad de las celebridades que nos visitan. —Señaló a Myron con el trapo—. Se lo dirá a los demás chicos, ¿de acuerdo?

—Lo haré —le aseguró Myron.

—Al principio, ni siquiera estuvimos seguros de que fuera Greg Downing.

—Como con Soupy Sales —añadió Bone.

—Exacto, exacto. Pero en este caso era el verdadero Greg.

—De todos modos, el tipo se parecía a Soupy. Un gran actor, ese Soupy.

—Un fuera de serie —admitió Bone.

—¿Había estado aquí antes? —preguntó Myron.

—¿El tipo que se parecía a Soupy?

—Imbécil —espetó Joe, y le arrojó el trapo a Bone—. ¿Qué le importa a él eso? Está hablando de Greg Downing.

—¿Cómo coño iba a saberlo? ¿Tengo aspecto de trabajar para una de esas redes de apoyo psicológico o qué?

—Chicos... —musitó Myron.

Joe alzó una mano.

—Lo siento, Myron. Estas cosas no suelen pasar en el Swiss Chalet. Todos nos llevamos bien, ¿verdad, Bone?

Bone abrió los brazos.

—¿Quién no se lleva bien?

—Eso era lo que quería decir. Y no, Myron. Greg no es cliente habitual. Era la primera vez que venía por aquí.

—Igual que Cousin Brucie —dijo Bone—. Sólo vino aquella vez.

—Exacto, pero a Cousin le gustó el bar. Me di cuenta enseguida.

—Pidió una segunda copa, lo que es muy revelador.

—Tienes toda la razón. Dos copas. Podría haberse tomado una y largarse. Claro que lo que pidió fueron Coca-Colas light.

—¿Y Carla? —preguntó Myron.

—¿Quién?

—La mujer que estaba con Greg.

—¿Qué pasa con ella?

—¿La había visto antes?

—Nunca la había visto. ¿Y tú, Bone?

Bone meneó la cabeza.

—No —respondió—. Me habría acordado.

—¿Por qué lo dice?

—Tenía unas tetas de campeonato —dijo Bone sin vacilar, y se puso las manos en forma de cuenco delante del pecho—. Unos melones alucinantes.

—Pero no era muy guapa.

—Nada guapa—admitió Bone—. Demasiado mayor para un chico tan joven.

—¿Qué edad tendría? —preguntó Myron.

—Era mayor que Greg Downing, eso seguro. Yo diría que cuarenta y muchos. ¿No, Bone?

Bone asintió.

—Pero con un par de tetas de primera.

—Gigantescas.

—De mamut.

—Sí, creo que eso ya lo he comprendido —dijo Myron—. ¿Algo más?

Los dos hombres parecieron sorprenderse.

—¿Color de los ojos? —inquirió Myron.

Joe parpadeó y miró a Bone.

—¿Tenía ojos?

—Que me aspen si lo sé.

—¿Color del pelo? —probó Myron.

—Castaño —respondió Joe—. Castaño claro.

—Negro —dijo Bone.

—Puede que tengas razón —convino Joe.

—No, quizá fuese más claro.

—Pero se lo aseguro, Myron. Vaya delantera. Como cañones.

—Los cañones de Navarone —dijo Bone.

—¿Greg y ella se fueron juntos?

Joe miró a Bone, que se encogió de hombros.

—Creo que sí —dijo Joe.

—¿Saben a qué hora?

Joe negó con la cabeza.

—¿Usted lo sabe, Bones? —probó Myron.

La visera de la gorra de los Astros se volvió hacia Myron como si la hubieran estirado con una cuerda.

—¡Bones no, joder! —gritó—. ¡Bone! No hay «s» al final. ¡Bone! ¡B-O-N-E! ¿De qué coño tengo aspecto, Big Ben?

Joe le tiró el trapo otra vez.

—No insultes a un famoso, imbécil.

—¿Famoso? Joder, Joe, ¡pero si no es más que un suplente! No es como Soupy. Es un don nadie, un cero a la izquierda. —Bone se volvió hacia Myron. Su hostilidad se había desvanecido por completo—. No se enfade, Myron.

—¿Por qué iba a enfadarme?

—Oiga, ¿tiene alguna fotografía suya? —preguntó Joe—. La pondríamos en la pared. Podría dedicarla a sus amigos del Swiss Chalet. Empezaríamos una pared dedicada a los famosos. ¿Qué le parece?

—Lo siento —dijo Myron—. No llevo ninguna encima.

—¿Podría enviarnos una? Autografiada, quiero decir. O la trae la próxima vez que venga.

—Sí, la próxima vez.

Myron continuó haciendo preguntas, pero no averiguó nada más, excepto la fecha del cumpleaños de Soupy. Se marchó y echó a andar calle arriba. Pasó por delante de un restaurante chino con patos muertos colgados en el escaparate. Patos abiertos en canal, el aperitivo ideal. Tal vez la cadena Burger King debería colgar vacas descuartizadas tras los cristales. Atraería a los niños.

Intentó ordenar un poco las piezas. Carla llama a Greg por teléfono y le pide que se reúna con ella en el Swiss Chalet. ¿Por qué? ¿Por qué aquel lugar en concreto? ¿No quieren ser vistos? ¿Por qué no? ¿Y quién coño es Carla? ¿Cómo encajan estos datos con la desaparición de Greg? ¿Qué significa la sangre en el sótano? ¿Volvieron a casa de Greg, o éste fue a casa solo? ¿Carla era la chica con la que vivía? Y en tal caso, ¿por qué se encontraron allí?

Myron estaba tan sumido en sus pensamientos que no vio al hombre que se acercaba hasta que casi tropezó con él. Claro que llamarle hombre era subestimarlo. Era más bien un muro de ladrillo disfrazado de ser humano. Llevaba una de esas camisetas blancas ajustadas debajo de una especie de camisa floreada sin abotonar. Un cuerno de oro colgaba entre sus abultados pectorales. El típico cachas descerebrado. Myron intentó pasar por la izquierda. El muro de ladrillo le cerró el paso. Luego lo intentó por la derecha. El muro de ladrillo le cerró de nuevo el paso. Lo intentó por ambos flancos una vez más. El muro de ladrillo volvió a cerrarle el paso.

—Oye, ¿sabes bailar el cha-cha-chá? —le preguntó Myron.

Muro de Ladrillo reaccionó tal como se espera que reaccione un muro de ladrillo. No había sido una de las ocurrencias más afortunadas de Myron, de todos modos. El hombre era enorme, del tamaño de un eclipse de luna. Myron oyó pasos. Otro hombre, también de proporciones desmesuradas, aunque clasificable dentro de la especie humana, se colocó detrás de Myron. El segundo hombre llevaba pantalones de camuflaje, una nueva moda urbana.

—¿Dónde está Greg? —preguntó Pantalones de Camuflaje.

Myron fingió sobresaltarse.

—¿Qué? Oh, no le había visto.

—¿Eh?

—Por los pantalones —dijo Myron—. Se confunde con el entorno.

A Camuflaje no le gustó el comentario.

—¿Dónde está Greg?

—¿Greg?

Inteligente réplica.

—Sí. ¿Dónde está?

—¿Quién?

—Greg.

—¿Greg qué?

—¿Intentas hacerte el gracioso?

—¿Usted cree que me hago el gracioso?

Camuflaje miró a Muro de Ladrillo. Muro de Ladrillo permaneció en silencio. Myron sabía que la probabilidad de que se produjera un enfrentamiento cuerpo a cuerpo era muy elevada. También sabía que era bueno en eso. Claro que aquellos matones también debían de serlo, o al menos eso imaginaba. Pese a lo que pudiera verse en las películas de Bruce Lee, era casi imposible que un solo hombre derrotara a dos o más contrincantes experimentados. Los luchadores experimentados no eran tontos. Trabajaban en equipo. Nunca atacaban de uno en uno.

—Bien —dijo Myron—, ¿queréis tomar una cerveza? Charlemos un poco.

Camuflaje resopló.

—¿Tenemos pinta de que nos guste hablar?

Myron señaló a Muro de Ladrillo.

—Él sí.

Había tres modos de salir ileso de una situación semejante. El primero consistía en huir, que siempre era una buena opción. Pero existía un problema: sus dos adversarios estaban lo bastante cerca y, al mismo tiempo, lo bastante alejados, para agarrarlo o derribarlo. Demasiado arriesgado. Segunda opción: tus oponentes te subestiman. Te comportas como si estuvieras asustado y acobardado, y después, zas, los sorprendes. No podía aplicarse en el caso de Myron. Los matones pocas veces subestiman a un tipo que mide un metro noventa y pesa cien kilos. Tercera opción: atacas primero. Al hacerlo, aumentas las probabilidades de dejar a uno fuera de combate antes de que el segundo atine a reaccionar. Esta acción, no obstante, exige un delicado análisis. Hasta que alguien golpea, nadie podría decir con seguridad si el enfrentamiento físico habría podido evitarse. Pero si se espera a que alguien golpee primero, la opción queda obviamente anulada. A Win le gustaba la opción tres. En cualquier caso, la prefería aun cuando sólo hubiera un oponente.

Myron no tuvo oportunidad de elegir. Muro de Ladrillo le lanzó un puñetazo a la región lumbar. Intuyó el golpe y logró esquivarlo con un movimiento que le permitió salvar el riñón y evitar males mayores. Casi al mismo tiempo giró en redondo y le dio un codazo en la nariz a Muro de Ladrillo. Se oyó un crujido sobrecogedor, semejante al sonido de un nido de pájaros aplastado por un puño.

El triunfo fue transitorio. Como Myron había temido, aquellos tipos sabían lo que estaban haciendo. Pantalones de Camuflaje atacó casi al mismo tiempo, asestando un puñetazo allí donde su camarada había fallado. Myron sintió un espantoso dolor en el riñón. Le flaquearon las piernas, pero enseguida pudo recuperarse. Se inclinó hacia Muro de Ladrillo y le dio una patada por la espalda. La falta de equilibrio perjudicó su puntería. La patada fue a parar al muslo de Camuflaje. No le hizo mucho daño, pero consiguió echarlo hacia atrás. Muro de Ladrillo empezaba a recuperarse. Tanteó a ciegas y encontró el pelo de Myron. Lo agarró y tiró con fuerza de él. Myron hundió las uñas en los sensibles espacios que hay entre los nudillos. Muro de Ladrillo chilló. Pantalones de Camuflaje volvió a la carga. Golpeó a Myron en el estómago. Dolió. Muchísimo. Myron comprendió que las cosas se estaban poniendo complicadas. Hincó una rodilla en tierra y dirigió la mano hacia la entrepierna de Muro de Ladrillo con un movimiento certero. A Muro de Ladrillo los ojos casi se le salieron de las órbitas. Se desplomó como si hubiera estado sentado sobre un taburete y de repente se lo hubieran quitado. Pantalones de Camuflaje asestó un golpe seco en la sien de Myron, que a punto estuvo de perder el conocimiento. Recibió otro puñetazo. Sus ojos empezaron a desenfocarse. Intentó incorporarse, pero las piernas no le respondieron. Sintió una patada en las costillas. El mundo empezó a desvanecerse.

—¡Eh!, ¿qué está pasando ahí? ¡Eh, ustedes!

—¡Basta! ¿Qué demonios pasa?

A pesar de su estado de semiinconsciencia, Myron reconoció aquellas voces. Eran Joe y Bone, los del bar. Myron aprovechó la oportunidad para escabullirse a cuatro patas. No hubiera sido necesario. Pantalones de Camuflaje ya había ayudado a Muro de Ladrillo a ponerse en pie. Los dos huyeron.

Joe y Bone se acercaron a toda prisa y se interesaron por Myron.

—¿Está bien? —preguntó Joe.

Myron asintió.

—No se olvide de enviarnos la foto con su autógrafo. Cousin Brucie nunca la envió.

—Les enviaré dos —prometió Myron.

Tiempo muerto

Подняться наверх