Читать книгу Alta tensión - Харлан Кобен - Страница 10
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ОглавлениеAl cabo de lo que debieron ser unos segundos más tarde, Myron sintió que alguien lo levantaba y lo cargaba sobre un hombro al estilo de los bomberos. Sus ojos permanecieron cerrados, el cuerpo inerte. Se hallaba en la cúspide de la inconsciencia, aunque seguía sabiendo dónde estaba y lo que estaba pasando. Sus terminaciones nerviosas estaban destrozadas. Se sentía agotado y tembloroso. El hombre que lo llevaba a cuestas era grande y musculoso. Oyó que volvía a sonar la música en el club y una voz que gritaba por los altavoces: «¡Vale, gente, se acabó el follón! ¡Volvamos a la fiesta!».
Myron permaneció inmóvil, dejó que el hombre lo llevase. No se resistió. Utilizó el tiempo para rehacerse, recuperarse y poner en marcha un plan. Una puerta se abrió y se cerró una, disminuyó el sonido de la música. Myron notó a través de los párpados cerrados que la luz era más brillante.
—Ahora tendríamos que echarle y ya está, ¿no, Kyle? —dijo el hombre que lo transportaba—. Creo que ya ha tenido bastante.
Era la misma voz que había dicho: «¡Eh, Kyle!» cuando Myron había recibido la descarga eléctrica. La voz tenía un tono asustado. A Myron no le gustó.
—Déjalo en el suelo, Brian —dijo Kyle.
Brian lo hizo con una gentileza sorprendente. Tendido en el suelo de cemento, con los ojos todavía cerrados, Myron pensó con rapidez para saber cuáles serían los siguientes pasos: mantener los ojos cerrados, fingir que estaba desvanecido, y mover poco a poco la mano hacia la Blackberry del bolsillo.
En la década de 1990, cuando apenas empezaba a extenderse el uso de los móviles, Myron y Win habían aprendido a desarrollar un truco técnico que podía llegar a ser un sistema de comunicación que te salvara la vida: cuando alguno de los dos estaba en apuros (o sea, Myron), apretaba la tecla de marcado rápido en su móvil y el otro (o sea, Win) contestaba, conectaba el teléfono sin sonido, y podía escuchar o correr y acudir en su ayuda. En aquellos tiempos, quince años atrás, este truco había sido el no va más; ahora estaba tan anticuado como el Betamax.
Eso significaba, por supuesto, pasar al siguiente nivel. Con los últimos avances de la técnica, Myron y Win podían protegerse de una manera más eficaz. Uno de los expertos técnicos de Win había mejorado las Blackberry, y ahora disponían de un emisor de radio vía satélite de dos bandas que funcionaba incluso en lugares donde no hubiera cobertura, junto con sistemas de grabación de audio y vídeo, y un rastreador GPS, de manera que sabías con exactitud dónde estaba el otro, en cualquier momento, con una aproximación de un metro, y todo eso se podía activar con sólo apretar una tecla.
Por lo tanto, hizo reptar la mano hacia la Blackberry del bolsillo. Con los ojos cerrados, fingió un gemido mientras se movía lo suficiente para acercar la mano a su bolsillo...
—¿Buscas esto?
Era Músculos Kyle. Myron parpadeó y abrió los ojos. El suelo de la habitación era de formica granate. Las paredes también eran de color granate. Había una mesa con lo que parecía una caja de pañuelos de papel encima. No había más muebles. Myron miraba a Kyle. Sonreía.
Sostenía en alto la Blackberry de Myron.
—Gracias —dijo Myron—. La estaba buscando. ¿Puedes pasármela?
—Oh, no creo.
Había otros tres gorilas en la habitación, todos ellos con las cabezas afeitadas, todos enormes, con tanto esteroides y tantas máquinas de pesas. Myron vio al que parecía un poco asustado y dedujo que había sido su transportista, por decirlo de alguna manera.
—Será mejor que vuelva a la sala para asegurarme de que está todo en orden —sugirió el tipo asustado.
—Sí, hazlo, Brian —dijo Kyle.
—Su amiga, la luchadora que está como un tren, sabe que está aquí.
—Yo no me preocuparía por ella —afirmó Kyle.
—Yo sí —intervino Myron.
—¿Perdona?
Myron intentó sentarse.
—Tú no ves mucho la tele, ¿verdad, Kyle? ¿Sabes aquella parte de la serie donde triangulan la señal del móvil y encuentran al tipo? Bueno, es lo que está pasando aquí. No sé cuánto tardarán pero...
Con la Blackberry en alto y una expresión más allá de la autosuficiencia, Kyle apretó el botón de desconexión y miró cómo se apagaba el artefacto.
—¿Decías?
Myron no respondió. Gigante Asustado se marchó.
—En primer lugar —dijo Kyle, arrojándole a Myron su billetero—, por favor, escolten al señor Bolitar fuera del local. Le solicitamos que no vuelva nunca más por aquí.
—¿Incluso si prometo no llevar camisa?
—Dos de mis hombres le escoltarán hasta la puerta de atrás.
Era un desarrollo curioso: lo dejaban ir. Myron decidió seguir el juego, para ver si resultaba así de fácil. Se sentía, por decir algo, escéptico. Los dos hombres le ayudaron a levantarse.
—¿Qué pasa con mi Blackberry?
—Se la devolveremos cuando salga del local —contestó Kyle.
Un hombre sujetó a Myron por el brazo derecho, y el otro por el izquierdo. Lo llevaron por un pasillo. Kyle se ocupó de cerrar la puerta. Cuando estuvieron fuera de la habitación, Kyle dijo:
—Vale, ya está bien. Traedlo de nuevo.
Myron frunció el entrecejo. Kyle volvió a abrir la misma puerta. Los dos hombres sujetaron a Myron con más fuerza y comenzaron a arrastrarlo de vuelta a la habitación. Cuando Myron trató de resistirse, Kyle le mostró el arma paralizante.
—¿Quieres otros dos millones de voltios?
Myron no quería. Volvió a la habitación granate.
—¿De qué va esto?
—Esa parte ha sido una actuación —respondió Kyle—. Por favor, ve al rincón.
Al ver que no obedecía de inmediato, le mostró la pistola paralizante. Myron retrocedió, sin darle la espalda a Kyle. Había una mesa pequeña junto a la puerta. Kyle y los dos matones fueron hacia ella. Metieron la mano en lo que parecía la caja de pañuelos de papel y sacaron guantes quirúrgicos. Myron les observó ponerse los guantes en las manos.
—Sólo para que figure en el registro —dijo Myron—, los guantes de goma me ponen cachondo. ¿Significa que me tengo que agachar?
—Un mecanismo de defensa —comentó Kyle, que se calzaba los guantes con demasiado celo.
—¿Qué?
—Utilizas el humor como un mecanismo de defensa. Cuanto más asustado estás, más mueves la boca.
«Un matón terapeuta», pensó Myron.
—Deja que te explique la situación, para que incluso tú la entiendas —añadió Kyle con un sonsonete—. A ésta la llamamos la habitación de las palizas. De ahí el color granate. La sangre no se nota, como no tardarás en ver.
Kyle se detuvo y sonrió. Myron permaneció quieto.
—Acabamos de grabarte en un vídeo saliendo de esta habitación por tu propia voluntad. Como ya habrás adivinado, la cámara ahora está apagada. Por lo tanto, para el registro oficial estás saliendo por tu propia voluntad, relativamente ileso. También tenemos testigos que declararán que tú les atacaste, que nuestra respuesta fue proporcionada a la amenaza que representabas y que tú iniciaste la refriega. Tenemos antiguos clientes y empleados dispuestos a firmar cualquier declaración que les pongamos delante. Nadie respaldará cualquier denuncia que hagas. ¿Alguna pregunta?
—Sólo una. ¿De verdad acabas de usar la palabra refriega?
Kyle mantuvo la sonrisa.
—Mecanismo de defensa —repitió.
Los tres hombres se desplegaron en torno a él con los puños apretados, los músculos preparados. Myron se movió un poco más hacia el rincón.
—¿Entonces cuál es tu plan? —preguntó Myron.
—Es muy sencillo, Myron. Vamos a hacerte daño. Hasta qué punto, depende de cuánto resistas. En el mejor de los casos, acabarás hospitalizado. Estarás meando sangre durante un tiempo. Quizá te rompamos un hueso o dos. Pero vivirás, y probablemente te curarás. Si te resistes, utilizaré la pistola para paralizarte. Será muy doloroso. Y entonces la paliza será más larga y salvaje. ¿Estoy siendo lo suficientemente claro?
Se acercaron un poco más. Flexionaron las manos. Uno movió el cuello. Músculos Kyle se quitó la chaqueta.
—No quiero que se ensucie —dijo—. Con las manchas de sangre y todo eso.
Myron señaló hacia abajo.
—¿Qué me dices de tus pantalones?
Kyle tenía ahora el torso desnudo. Hizo esas flexiones que hacen bailar los pectorales.
—No te preocupes por ellos.
—Pues me preocupo —dijo Myron.
Entonces, mientras los hombres se aproximaban, Myron sonrió y se cruzó de brazos. El movimiento hizo que los hombres se detuviesen.
—¿Te he hablado de mi nueva Blackberry? —preguntó Myron—. ¿Del GPS? ¿De la radio satélite de dos bandas? Se pone en marcha cuando aprietas un botón.
—Tu Blackberry está apagada —contestó Kyle.
Myron sacudió la cabeza e imitó un zumbido como si hubiese oído la respuesta equivocada en un programa de preguntas y respuestas. La voz de Win sonó en el diminuto altavoz de la Blackberry.
—No, Kyle, me temo que no lo está.
Los tres hombres se detuvieron en seco.
—Deja que te explique la situación —dijo Myron, que imitó lo mejor que pudo el sonsonete de Kyle—, para que incluso tú la entiendas. ¿Cuál es la tecla que activa todas las nuevas funciones? Lo has adivinado: es la tecla OFF. En resumen, todo lo que se ha dicho aquí está grabado. Además está en marcha el GPS. ¿A qué distancia estás, Win?
—Ahora mismo estoy entrando en el club. También activé la llamada a tres. Esperanza está en la línea sin sonido. ¿Esperanza?
Se conectó el sonido. La música del club sonó en el móvil.
—Estoy junto a la puerta lateral por donde sacaron a Myron —dijo Esperanza—. Adivina qué. Encontré a un viejo amigo aquí, a un agente de policía llamado Roland Dimonte. Dile hola a mi amigo Kyle, Rolly.
—Será mejor que vea aparecer por aquí la fea jeta de Bolitar sin ninguna marca en treinta segundos, soplapollas.
No tardaron ni veinte.
—Quizá no era ella —dijo Myron.
Eran las dos de la madrugada cuando Myron y Win llegaron al Dakota. Se sentaron en una habitación que las personas ricas llaman «un estudio», con muebles Luis Algo, bustos de mármol, un gran globo terráqueo antiguo y estanterías con primeras ediciones encuadernadas en cuero. Myron ocupaba una silla color burdeos con tachones dorados en los brazos. Cuando las cosas se tranquilizaron en el club, Kitty ya hacía tiempo que había desaparecido, si es que alguna vez estuvo allí. Lex y Buzz también se habían largado.
Win abrió la falsa hilera de primeras ediciones encuadernadas en cuero para dejar a la vista una nevera. Sacó una lata de Yoo-Hoo de chocolate y se la arrojó a Myron. Myron la cogió al vuelo y leyó las instrucciones: «¡Agítela! ¡Es fantástica!», y lo hizo. Win destapó una licorera y se sirvió un coñac exclusivo con el curioso nombre de La Última Gota.
—Podría haberme equivocado —dijo Myron.
Win levantó la copa y la miró al trasluz.
—Me refiero a que han pasado dieciséis años, ¿no? Tenía el pelo de otro color. La habitación estaba a oscuras y sólo la vi un segundo. En realidad podría no ser ella.
—Era Kitty —afirmó Win.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Tú no cometes esa clase de errores. Otros errores, sí, pero éstos no.
Win tomó un sorbo de coñac. Myron bebió un poco de Yoo-Hoo. Frío, chocolatado, dulce néctar. Tres años atrás, Myron casi había llegado a renunciar a su bebida favorita en favor del café de boutique que te comía el forro del estómago. Cuando regresó a casa después del estrés de vivir en ultramar, comenzó de nuevo con el Yoo-Hoo, más por comodidad que por gusto, y ahora le volvía a encantar.
—Por un lado no importa —dijo Myron—. Kitty no forma parte de mi vida desde hace mucho tiempo.
Win asintió.
—¿Y por el otro?
Brad. Aquél era el otro lado, el primer lado, los dos lados, todos los lados, la oportunidad, después de todos estos años, de ver y, quizá, de reconciliarse con su hermano menor. Myron se tomó unos segundos y se removió en la butaca. Win le miró sin decir nada. Por fin, Myron dijo:
—No puede ser una coincidencia. Kitty en el mismo club nocturno. Incluso en la misma sala VIP que Lex.
—Parece poco probable —admitió Win—. ¿Cuál es nuestro próximo paso?
—Encontrar a Lex. Encontrar a Kitty.
Myron observó la etiqueta del Yoo-Hoo y se preguntó, no por primera vez, qué demonios era el suero de leche. La mente se estanca. Elude, esquiva, encuentra irrelevancias en los envases de gaseosas, con la ilusión de evitar lo inevitable. Pensó en la primera vez que había probado esa bebida, en aquella casa de Livingston, Nueva Jersey, que ahora era suya, en Brad, que siempre quería tomarla, porque Brad siempre quería hacer lo mismo que hacía Myron, el hermano mayor. Pensó en las horas en que había lanzado tiros libres en el patio de atrás, dejando a Brad el honor de buscar los rebotes para que Myron pudiese concentrarse en el lanzamiento. Myron pasó allí muchas horas, haciendo lanzamientos, moviéndose, recibiendo los pases de Brad, volviendo a lanzar, moviéndose, horas y horas solo, y aunque Myron no lamentaba ni un solo momento, debería de preguntarse por sus prioridades: las prioridades de la mayoría de los deportistas de élite. Lo que nosotros admiramos tanto y llamamos «dedicación exclusiva» en realidad era «egoísmo obsesivo». ¿Qué tiene eso de admirable?
El pitido de un despertador —un tono realmente molesto que la gente de Blackberry por alguna razón había llamado «antílope»— les interrumpió. Myron miró su Blackberry y apagó el molesto sonido.
—Bien, puedes contestar —dijo Win, y se levantó—. De todas maneras, tengo que ir a un sitio.
—¿A las dos y media de la madrugada? ¿Quieres decirme su nombre?
Win sonrió.
—Quizá más tarde.
Dada la demanda que había para acceder al único ordenador de la zona, las dos y media de la madrugada hora del este —las siete y media de la mañana en Angola— era casi el único momento en que Myron podía ver a su prometida Terese Collins a solas, aunque sólo fuese gracias a la tecnología.
Myron abrió el Skype, el equivalente en Internet de una videoconferencia, y esperó. Al cabo de un momento se abrió un recuadro de vídeo y apareció Terese. Sintió un impacto embriagador y una sensación de ligereza en el pecho.
—Dios, eres hermosa —le dijo.
—Una buena frase de apertura.
—Siempre abro con esta frase.
—No envejece nunca.
Terese tenía un aspecto soberbio, sentada a la mesa con una blusa blanca, con las manos cruzadas para que pudiese ver el anillo de compromiso y el pelo moreno por el tinte —era rubia natural— recogido en una coleta.
Al cabo de unos pocos minutos, Myron dijo:
—Esta noche estuve con un cliente.
—¿Quién?
—Lex Ryder.
—¿La mitad pequeña de HorsePower?
—Me gusta. Es un buen tipo. En cualquier caso, dijo que el secreto de un buen matrimonio es ser abierto.
—Te quiero —afirmó ella.
—Yo también te quiero.
—No pretendo interrumpir, pero me encanta sólo poder decirlo. Nunca lo había hecho antes. Soy demasiado vieja para sentirme de esta manera.
—Siempre tenemos dieciocho años y esperamos que comiencen nuestras vidas.
—Es una cursilería.
—A ti te encantan las cursilerías.
—Es verdad. Así que Lex Ryder dijo que deberíamos ser abiertos. ¿No lo somos?
—No lo sé. Tiene su teoría sobre los fallos. Dice que deberíamos revelarnos todos los secretos, nuestras peores verdades, porque, de alguna manera, eso nos vuelve más humanos y, por lo tanto, más cercanos.
Myron le dio unos pocos detalles más de la conversación. Cuando acabó, Terese opinó:
—Tiene sentido.
—¿Conozco los tuyos? —preguntó Myron.
—Myron, ¿recuerdas cuando estuvimos por primera vez en aquella habitación de hotel, en París?
Silencio. Él lo recordaba.
—Así que tú conoces mis fallos —añadió ella en voz baja.
—Supongo que sí. —Se movió en el asiento, en un intento por cruzar su mirada con la de ella, mirando fijamente a la cámara—. No estoy seguro de que conozcas todos los míos.
—¿Fallos? —preguntó ella con un asombro fingido—. ¿Qué fallos?
—Para empezar, tengo la vejiga tímida.
—¿Crees que no lo sé?
Él se rió un poco demasiado fuerte.
—¿Myron?
—Sí.
—Te quiero. Estoy impaciente por ser tu esposa. Eres un buen hombre, quizás el mejor hombre que he conocido. La verdad no lo cambiará. Sea lo que sea que no me hayas dicho. Puede infectarse o lo que sea, como dijo Lex. O puede que no. La sinceridad puede que esté sobrevalorada. Así que no te atormentes. Te amaré de todas maneras.
Myron se echó hacia atrás.
—¿Sabes lo fantástica que eres?
—No me importa. Dime de nuevo lo hermosa que soy. Me chifla.