Читать книгу Alta tensión - Харлан Кобен - Страница 5

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La más fea de las verdades, le dijo una vez un amigo a Myron, es mejor que la más bonita de las mentiras.

Myron pensó en aquella frase mientras miraba a su padre en la cama del hospital. Volvió dieciséis años atrás, a la última vez que le había mentido a su padre, a la mentira que había causado tanta desolación y dolor, una mentira que inició una trágica oleada y que, finalmente, de forma desastrosa, terminaría aquí.

Los ojos de su padre permanecían cerrados, su respiración era rasposa e irregular. Los tubos parecían salir por todas partes. Myron miró el antebrazo de su padre. Recordó que en su infancia acudía a visitar a su padre a aquel almacén de Newark, y la manera en que su padre se sentaba a la enorme mesa, con las mangas enrolladas. Entonces, el antebrazo era tan poderoso que tensaba la tela, haciendo que el puño se apretase como un torniquete sobre el músculo. Ahora el músculo se veía esponjoso, deshinchado por la edad. Aquel pecho de tonel que había hecho sentirse tan seguro a Myron todavía estaba allí, pero se había vuelto tan quebradizo que si una mano lo estrujase podría romperle las costillas como si fueran ramas secas. El rostro sin afeitar de su padre mostraba unas manchas grises en lugar de la habitual sombra de barba, y la piel alrededor de la barbilla suelta le colgaba como una capa que le viniese demasiado grande.

La madre de Myron —la esposa de Al Bolitar durante los últimos cuarenta y tres años— estaba sentada junto al lecho. Su mano, temblorosa por el Parkinson, sujetaba la de él. Ella también parecía sorprendentemente frágil. En su juventud, su madre había sido una de las primeras feministas que quemaron su sujetador con Gloria Steinem y llevaba camisetas con lemas como «El lugar de una mujer está en la casa... Blanca». Y ahora, ahí estaban los dos, Ellen y Al Bolitar. («Somos el El-Al —siempre bromeaba mamá—, como las Líneas Aéreas Israelíes»), destrozados por la edad, agarrados de la mano, más afortunados que la gran mayoría de amantes ancianos; éste era el final que la suerte parecía depararles.

Dios tenía sentido del humor.

—¿Qué? —preguntó mamá a Myron en voz baja—. ¿Estamos de acuerdo?

Myron no respondió. La más bonita de las mentiras contra la más fea de las verdades. Myron tendría que haber aprendido la lección entonces, dieciséis años atrás, con aquella última mentira a este gran hombre que amaba como a ningún otro. Pero no, no era tan sencillo. La más fea de las verdades podía ser devastadora. Podía sacudir un mundo.

Incluso matar.

Así que cuando su padre abrió los ojos, y ese hombre, al que Myron admiraba como a ningún otro, miró a su hijo mayor con una confusión suplicante, casi infantil, Myron observó a su madre y asintió despacio. Luego se tragó las lágrimas y se preparó para decirle a su padre una última mentira.

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