Читать книгу Alta tensión - Харлан Кобен - Страница 9
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ОглавлениеMyron corrió tras ella.
Cuando llegó a la salida de la sala VIP, ésta era la imagen que cruzó su mente: Myron tenía once años, su hermano Brad, seis, con el pelo rizado, y estaban en el dormitorio que compartían, jugando a un sucedáneo de baloncesto. El tablero era de cartón, la pelota una esponja redonda. El aro estaba sujeto a la parte superior de la puerta del armario con dos ventosas de color naranja que tenías que lamer para pegarlas. Los dos hermanos jugaban durante horas, se inventaban equipos y se asignaban apodos y nombres de otras personas. Estaban Shooting Sam, Jumping Jim y Leaping Jenny, y Myron, por ser el hermano mayor, controlaba la acción, se inventaba un universo falso con jugadores que eran buenos tipos y jugadores que eran malos tipos, partidos emocionantes y juegos reñidos hasta el último segundo. Pero la mayoría de las veces, al final, dejaba que Brad ganase. Por la noche, cuando se acostaban en sus literas —Myron en la de arriba, Brad debajo—, recapitulaban los encuentros en la oscuridad como comentaristas de televisión haciendo sus análisis después del partido.
El recuerdo se clavó de nuevo en su corazón.
Esperanza le vio correr.
—¿Qué?
—Kitty.
—¿Qué?
No había tiempo para dar explicaciones. Llegó a la puerta y salió. Ahora estaba de nuevo en el club, con aquella música ensordecedora. El hombre mayor que había en él se preguntó quién podía disfrutar socializando si no podías oír lo que te decían. Pero en realidad ahora sus pensamientos estaban completamente concentrados en alcanzar a Kitty.
Myron era alto, un metro noventa, y de puntillas, veía por encima de la mayoría de la multitud. Ninguna señal de Quizá-Kitty. ¿Qué vestía? Un top turquesa. Buscó destellos de turquesa.
Allí. De espaldas a él. Iba hacia la salida del club.
Myron tenía que moverse. Gritó «perdón» mientras intentaba nadar entre los cuerpos, pero había demasiados. Las luces estroboscópicas y el espectáculo láser tampoco ayudaba. Kitty. ¿Qué demonios estaba haciendo Kitty allí? Años atrás, Kitty también había sido una maravilla del tenis, y se entrenaba con Suzze. Así se habían conocido. Podría ser que las dos viejas amigas estuviesen de nuevo en contacto, por supuesto, pero ¿respondía eso de verdad a la cuestión de por qué estaba Kitty allí esa noche, en ese club, sin su hermano?
¿O es que Brad también estaba allí?
Comenzó a moverse más rápido. Intentó no chocar con nadie pero, por supuesto, eso era imposible. Recibió miradas asesinas y gritos de «¡Eh!» o «¿Dónde está el fuego?», pero Myron no les hizo caso, siguió adelante; toda la escena comenzaba a adquirir una cualidad onírica, como uno de esos sueños en los que corres sin ir a ninguna parte y los pies te pesan cada vez más, o en los que tratas de avanzar a través de un metro de nieve.
—¡Ay! —gritó una chica—. ¡Imbécil, gilipollas, me has dado un pisotón!
—Lo siento —se disculpó Myron, que seguía insistiendo en abrirse paso.
Una mano grande se apoyó en el hombro de Myron y le hizo girar. Alguien le empujó con fuerza por detrás y casi le derribó. Myron recuperó el equilibrio y se vio frente a lo que podría ser una actuación del Jersey Shore: la reunión de los diez años. Formaban una mezcla de espuma para el pelo, falso bronceado, cejas depiladas, pechos aceitados y músculos de concurso. Tenían las expresiones desdeñosas de los tipos duros, el aspecto extraño de los que se acicalan y depilan a tope. Darles un puñetazo en la cara dolería; estropearles el peinado dolería todavía más.
Eran cuatro, cinco o quizá seis —tendían a confundirse en una masa de baboso aspecto y asfixiante hedor a colonia Axe—, y estaban excitados por la posibilidad de demostrar lo hombres que eran en defensa del honor de los dedos de los pies de una chica.
A pesar de todo, Myron se comportó como todo un diplomático.
—Lo siento, tíos —dijo—. Es una emergencia.
—¿Dónde está el fuego? —preguntó Gorro de Ducha—. ¿Tú ves algún fuego, Vinny?
—¿Sí, dónde está el fuego? —repitió Vinny—. Porque yo no lo veo. ¿Tú lo ves, Slap?
Antes de que Slap pudiese hablar, Myron dijo:
—Sí, ya lo entiendo. No hay fuego. Lo siento mucho, de verdad, pero tengo mucha prisa.
Pero Slap tenía que decir la suya.
—No, yo tampoco veo ningún fuego.
No tenía tiempo para eso. Myron trató de a moverse (maldita sea, ninguna señal de Kitty), pero los tipos cerraron filas. Gorro de Ducha, con la mano todavía en el hombro de Myron, decidió apretar los dedos.
—Dile a Sandra que lo sientes.
—Ah, ¿qué parte de «lo siento mucho, de verdad» no has entendido?
—A Sandra —insistió.
Myron se volvió hacia la muchacha que, a juzgar por el vestido y la compañía que llevaba, no recibía nunca bastante atención de su papá. Sacudió el hombro para apartar la molesta mano que lo agarraba.
—Lo siento mucho, Sandra.
Lo dijo porque era lo mejor que se podía hacer. Intentar hacer las paces y seguir adelante. Pero Myron lo sabía. Lo veía en el rojo de los rostros, en los ojos húmedos. Ahora estaban funcionando las hormonas. Así que cuando se volvió hacia el tipo que lo había empujado, Myron no se sorprendió al ver que un puño venía hacia su rostro.
Las peleas por lo general sólo duran unos segundos, y estos segundos están llenos de tres cosas: confusión, caos y pánico. Por lo tanto, cuando las personas ven que un puño viene hacia ellas, lo normal es que tengan una reacción excesiva. Intentan agacharse o se echan hacia atrás. Es un error. Si pierdes el equilibrio o dejas de ver a tu adversario, te metes en un peligro mucho mayor. Los buenos pugilistas a menudo lanzan golpes por esta razón; no porque quieran hacer impacto, sino para que el oponente se coloque en una posición más vulnerable.
En consecuencia, el movimiento de Myron para evitar el golpe fue corto, sólo unos pocos centímetros. Su mano derecha ya estaba levantada. No tienes que apartar el puño con fuerza ni con algún gran movimiento de karate. Sólo necesitas desviar un poco su rumbo. Fue lo que hizo Myron.
El objetivo de Myron era sencillo: derribar a ese tipo con un mínimo de escándalo o lesión. Myron redirigió el puño en movimiento, y luego, con la misma mano ya levantada, unió el índice y el anular y descargó un golpe como un dardo en el hueco blando de la garganta del atacante. El golpe dio de lleno en su objetivo. Jerzie Boy soltó un gorgoteo. Sus dos manos volaron hacia la garganta y le dejaron totalmente expuesto. En una pelea normal, ése era el momento en que Myron lo hubiera derribado. Pero no era eso lo que quería hacer ahora. Lo que quería era irse.
Así que, antes de que Myron pudiese calcular su siguiente golpe, comenzó a dejar atrás al tipo en un intento por apartarse lo más rápido posible de la escena, pero se dio cuenta de que ahora tenía cerradas todas las vías de escape. Los clientes del club abarrotado se habían acercado, atraídos por el olor de una pelea y el instinto básico de ver a otro ser humano herido o maltratado.
Otra mano le sujetó por el hombro. Myron la apartó. Alguien se lanzó a sus piernas y le agarró los tobillos, en un intento de placarle. Myron flexionó las rodillas. Utilizó una mano para apoyarse en el suelo. Con la otra, unió los dedos y descargó un golpe con la palma en la nariz del otro. El hombre soltó las piernas de Myron. Ahora había cesado la música. Alguien gritó. Los cuerpos comenzaron a caer.
Eso no pintaba bien.
Confusión, caos y pánico. En un club nocturno abarrotado, estas cosas se propagan y resultan ridículamente contagiosas. Alguien cercano se ve empujado y se deja llevar por el pánico. Descarga un puñetazo. La gente se echa hacia atrás. Los espectadores que habían estado disfrutando de la relativa seguridad del acto pasivo comprenden que se hallan en peligro. Tratan de escapar, chocan los unos con los otros. Un pandemonio.
Alguien golpeó a Myron en la nuca. Se volvió. Alguien le golpeó en el vientre. La mano de Myron se movió como un rayo y sujetó la muñeca del agresor. Puedes aprender las mejores técnicas de lucha y prepararte con los mejores, pero no hay nada mejor que haber nacido con una excelente coordinación mano-ojo. Como solían decir en sus días de baloncesto: «No puedes enseñar altura». Tampoco puedes enseñar coordinación, condición atlética o instinto competitivo, por mucho que los padres intenten hacerlo.
Por consiguiente, Myron Bolitar, el atleta superior, fue capaz de sujetar la muñeca del puño atacante. Atrajo al hombre hacia él y, utilizando su propio impulso, golpeó su rostro con el antebrazo.
El hombre cayó.
Más gritos. Más pánico. Myron se volvió y, entre la multitud, entrevió a Quizá-Kitty junto a la puerta. Se movió hacia allí, pero ella desapareció detrás de una pared de gorilas, incluidos dos de los tipos que se habían metido con Myron en la entrada. Los gorilas —y ahora había un montón de ellos— se dirigieron en línea recta hacia Myron.
Oh, oh.
—Eh, tío, un momento. —Myron levantó las manos para demostrar que no tenía intención de luchar con ellos. Mientras se acercaban, Myron mantuvo las manos en alto—. Ha sido otro el que ha empezado.
Uno intentó hacerle una llave Nelson completa, un movimiento de aficionado, si es que lo hay.
Myron se zafó sin problemas.
—Se acabó, ¿vale? Se...
Otros tres gorilas trataron de derribarlo. Myron golpeó el suelo como un saco de patatas. Uno de los tipos de la puerta se le echó encima. Otro le pateó las piernas. El tipo que se le había echado encima intentó pasarle un fornido antebrazo por debajo de la garganta de Myron. Myron bajó la barbilla para impedírselo. El tipo apretó más y acercó tanto el rostro que Myron pudo oler su aliento a perrito caliente rancio. Otro puntapié. El rostro se acercó todavía más. Myron se giró con fuerza y golpeó el rostro del tipo con el codo. El gorila soltó una maldición y se apartó.
En el momento en que Myron comenzaba a levantarse sintió que algo metálico se apoyaba debajo de sus costillas. Durante una décima de segundo, o quizá dos, se preguntó qué era. Entonces el corazón de Myron explotó.
Al menos, eso fue lo que sintió. Sintió como si algo dentro de su pecho acabase de estallar, como si alguien hubiese conectado unos cables eléctricos en cada una de sus terminaciones nerviosas para que su sistema parasimpático entrara en un espasmo total. Sus piernas se convirtieron en agua. Sus brazos cayeron, incapaces de ofrecer la más mínima resistencia.
Un arma paralizante.
Myron cayó como un pescado en el muelle. Alzó la mirada y vio a Músculos Kyle sonriéndole. Kyle soltó el gatillo. El dolor cesó, pero sólo por un segundo. Con sus compañeros gorilas rodeándole de forma tal que nadie en el club podía verles, Kyle clavó la pistola paralizante bajo las costillas de Myron y soltó otra descarga. El grito de Myron quedó apagado por la mano que le tapaba la boca.
—Dos millones de voltios —susurró Kyle.
Myron sabía algo de las pistolas paralizantes y las Taser. Se suponía que sólo debías apretar el gatillo durante unos segundos, no más, para inmovilizar a alguien sin herirlo de gravedad. Pero Kyle, con una sonrisa demoníaca, no aflojó. Mantuvo el gatillo apretado. El dolor fue en aumento, se hizo abrumador. Todo el cuerpo de Myron comenzó a sacudirse y a saltar. Kyle mantuvo el dedo en el gatillo. Incluso uno de los gorilas gritó: «¡Eh, Kyle!». Pero Kyle continuó hasta que Myron puso los ojos en blanco y se hundió en la oscuridad.