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El Three Downing había dado por concluida la noche.

Win observó a dos clientes salir parpadeando a la luz artificial de Manhattan a las cuatro de la madrugada. Esperó. Al cabo de unos pocos minutos vio al grandullón que había utilizado la pistola paralizante con Myron. El grandullón —Kyle— estaba arrojando a alguien afuera, como si fuese una bolsa de la lavandería. Win mantuvo la calma. Recordó que una ocasión, no hacía mucho, Myron desapareció durante varias semanas y, con toda probabilidad, fue torturado. En aquel momento, Win no pudo ayudar a su mejor amigo, ni siquiera pudo vengarle después de los hechos. Win revivió aquella horrible sensación de impotencia. No se había sentido así desde sus años de juventud, en los barrios ricos de Main Line de Filadelfia, cuando aquellos tipos que le odiaban le atormentaban y le pegaban. Win se había jurado entonces que jamás volvería a sentirse así. Luego tuvo que hacer algo al respecto. Y ahora, ya adulto, seguía aplicando la misma regla.

Si te hieren, respondes. Una represalia masiva. Pero con un propósito. Myron no siempre estaba de acuerdo con esa doctrina. No pasaba nada. Eran amigos, los mejores amigos. Matarían el uno por el otro. Pero no eran la misma persona.

—¡Hola, Kyle! —gritó Win.

Kyle miró y frunció el entrecejo.

—¿Tienes un momento para una conversación privada? —preguntó Win.

—¿Me tomas el pelo?

—Por norma, soy un tipo muy divertido, todo un Dom Deluise, pero no, Kyle, esta noche no bromeo. Quiero que hablemos en privado.

Kyle se lamió los labios.

—¿Esta vez nada de móviles?

—No. Tampoco pistolas paralizantes.

Kyle miró alrededor para asegurarse de que en la proverbial costa no hubiese moros.

—¿Aquel poli no está?

—Se marchó hace mucho.

—¿Así que sólo tú y yo?

—Sólo tú y yo —repitió Win—. Es más, se me están poniendo duros los pezones sólo de pensarlo.

Kyle se acercó.

—No me importa a quien conozcas, bonito —dijo Kyle—. Te romperé el culo.

Win sonrió e hizo un gesto para cederle el paso.

—Oh, no puedo esperar más.

Dormir solía ser una válvula de escape para Myron.

Ya no lo era. Yacía en la cama durante horas, mirando al techo, con miedo a cerrar los ojos. Eso le llevaba con frecuencia a un lugar que se suponía debía olvidar. Sabía que tenía que enfrentarse a ello —visitar a un psiquiatra o algo así—, pero también sabía que probablemente nunca lo haría. Aunque decir eso estuviera muy trillado, Terese era algo así como una cuna para él. Cuando dormía con ella, los terrores nocturnos se mantenían a distancia.

Su primer pensamiento, cuando el despertador le devolvió al presente, fue el mismo que cuando intentaba cerrar los ojos: Brad. Era extraño. Pasaban días, algunas veces semanas, quizás incluso meses, sin pensar en su hermano. Su distanciamiento funcionaba un poco como el dolor. A menudo nos dicen que en los momentos de desconsuelo el tiempo cura todas las heridas. Es pura filfa. En realidad, estás destrozado, sufres y lloras hasta el punto de creer que nunca podrás dejar de hacerlo; y entonces llegas a una etapa donde empieza a funcionar el instinto de supervivencia. Te detienes. Ya no quieres, o no puedes, volver allí nunca más porque el dolor es demasiado grande. Bloqueas. Niegas. Pero no cicatrizas de verdad.

Volver a ver a Kitty la noche anterior había derrumbado la negación y le hizo tambalearse. ¿Ahora qué? Sencillo: hablar con las dos personas que podían decirle algo de Kitty y Brad. Cogió el teléfono y llamó a su casa en Livingston, Nueva Jersey. Sus padres habían venido de visita desde Boca Ratón, en Florida, para pasar allí una semana.

Le contestó su madre.

—¿Hola?

—Hola, mamá, ¿cómo estás?

—Estoy muy bien, cariño. ¿Cómo estás tú?

Su voz era casi demasiado tierna, como si una respuesta equivocada pudiese destrozarle el corazón.

—Yo también estoy muy bien. —Pensó en preguntarle por Brad, pero no, eso requería un poco de tacto—. He pensado que quizá podría llevaros a ti y a papá a cenar esta noche.

—A Nero’s no —dijo ella—. No quiero ir a Nero’s.

—Está bien.

—No estoy de humor para un italiano. Nero’s es italiano.

—Correcto. Nada de Nero’s.

—¿Alguna vez te ha pasado?

—¿Pasado qué?

—Que no estás de humor para según qué clase de comida. Por ejemplo, mira lo que me pasa a mí. No quiero comida italiana y ya está.

—Sí, lo entiendo. ¿Qué clase de comida te gustaría?

—¿Podemos ir a un chino? No me gustan los chinos de Florida. Demasiada grasa.

—Claro. ¿Qué te parece Baumgart’s?

—Oh, me encanta su pollo kung pao. Myron, ¿qué clase de nombre es Baumgart’s para un restaurante chino? Suena a colmado judío.

—Solía serlo —dijo Myron.

—¿De verdad?

Le había explicado el origen del nombre a su madre por lo menos diez veces.

—Tengo que darme prisa, mamá. Estaré en casa a las seis. Díselo a papá.

—Vale. Cuídate, cariño.

De nuevo la ternura. Le dijo a ella que hiciese lo mismo. Después de colgar decidió enviarle a su padre un mensaje de texto para confirmar la cena. Se sintió un poco mal al respecto, como si de alguna manera estuviese traicionando a su madre, pero su memoria..., bueno, ya estaba bien de tanta negación, ¿no?

Myron se dio una ducha rápida y se vistió. Desde su regreso de Angola y debido a la tenaz insistencia de Esperanza, Myron había comenzado a ir caminando al trabajo todas las mañanas. Entró en Central Park por la 72 Oeste y fue hacia el sur. A Esperanza le encantaba caminar, pero Myron nunca le había pillado el gusto. No tenía el temperamento adecuado para que poner un pie delante de otro le despejase la cabeza, le tranquilizase los nervios, o proporcionase solaz o lo que fuese. Pero Esperanza le había convencido de que sería bueno para su mente y le hizo prometer que lo intentaría durante tres semanas. Ah, Esperanza estaba en un error, aunque quizás él no le había dado una oportunidad. Myron caminaba la mayor parte del tiempo con el Bluetooth pegado a la oreja, hablando con los clientes y gesticulando como un loco, bueno, como la mayoría de la gente que caminaba por el parque. Sin embargo, se sentía mejor, se sentía más «él» cuando hacía varias cosas a la vez. Así que, con esa idea en mente, se llevó el Bluetooth al oído y llamó a Suzze T. Ella contestó a la primera.

—¿Le has encontrado? —preguntó Suzze.

—Lo hicimos. Después le perdimos. ¿Has oído mencionar un club nocturno llamado Three Downing?

—Por supuesto.

Por supuesto.

—Lex estaba allí anoche. —Myron le explicó que le había encontrado en la sala VIP—. Comenzó a hablar de secretos infectados y de no ser abiertos.

—¿Le dijiste que el mensaje no era verdad?

—Sí.

—¿Qué dijo?

—Nos interrumpieron. —Myron pasó junto a unos críos que jugaban en la fuente del parque Hecksher. Podría haber niños más felices en alguna otra parte, en este día soleado, pero lo dudaba—. Tengo que preguntarte algo.

—Ya te lo he dicho. El bebé es suyo.

—No, otra cosa. Anoche, en el club, juraría que vi a Kitty.

Silencio.

Myron dejó de caminar.

—¿Suzze?

—Aquí estoy.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a Kitty? —preguntó Myron.

—¿Cuánto tiempo hace que se escapó con tu hermano?

—Dieciséis años.

—Entonces la respuesta es dieciséis años.

—¿O sea, que sólo me lo imaginé?

—No dije eso. Es más, juraría que era ella.

—¿Te importa explicarte?

—¿Estás cerca de un ordenador? —preguntó Suzze.

—No. Camino al despacho como un estúpido animal. Debería estar allí dentro de unos cinco minutos.

—Olvídalo. ¿Puedes coger un taxi y venir a la academia? De todas maneras, quiero mostrarte algo.

—¿Cuándo?

—Estoy a punto de comenzar una clase. ¿Una hora?

—Vale.

—¿Myron?

—¿Qué?

—¿Qué aspecto tenía Lex?

—Se le veía bien.

—Tengo un mal presentimiento. Creo que lo voy a joder todo.

—No lo harás.

—Es lo que hago siempre, Myron.

—Esta vez no. Tu agente no te dejará.

—No te dejará —repitió ella, y Myron casi la vio sacudir la cabeza—. Si algún otro me hubiese dicho eso, creería que es la cosa más tonta que había oído nunca. Pero viniendo de ti... No, lo siento, sigue siendo tonta.

—Te veré dentro de media hora.

Myron aceleró el paso y entró en el edificio Lock-Horne —sí, el nombre completo de Win era Windsor Horne Lockwood y, como solían decir en la escuela, tienes que pillar el concepto— y subió en el ascensor hasta el piso doce. Las puertas se abrieron directamente en la recepción de MB Reps. Algunas veces, cuando los chicos del ascensor apretaban el botón equivocado y se abría la puerta, gritaban ante lo que veían.

Big Cyndi. La extraordinaria recepcionista de MB Reps.

—Buenos días, señor Bolitar —gritó con la aguda voz de la adolescente que acaba de ver aparecer a su ídolo.

Big Cyndi medía un metro noventa y dos y hacía poco que había acabado una dieta depurativa de sólo zumos durante cuatro días, así que ahora pesaba ciento cincuenta y cinco kilos. Sus manos tenían el tamaño de almohadas. Su cabeza parecía un ladrillo de hormigón.

—Hola, Big Cyndi.

Ella insistía en que la llamase así, nunca Cyndi o Big a secas, y a pesar de que le conocía desde hacía años, le gustaba la formalidad de llamarle señor Bolitar. Dedujo que hoy Big se sentía mucho mejor. La dieta había oscurecido el habitual talante alegre de Big Cyndi. Durante algunos días había gruñido más que hablado, y su maquillaje, por lo general un espectáculo en tecnicolor, había pasado a un duro blanco y negro, a medio camino entre el gótico de la década de 1990 y los Kiss de la de 1970. Ahora, como siempre, parecía que se había aplicado una caja de sesenta y cuatro barras de colores de cera en el rostro y encendido después una lámpara de infrarrojos.

Big Cyndi se levantó de un salto. Myron ya estaba curado de espantos respecto a cómo se vestía —chándales elásticos, tops—, pero este atuendo casi le hizo retroceder. El vestido era de gasa, pero parecía como si hubiese intentado envolver todo su cuerpo en serpentinas. Una especie de tiras de papel crepé púrpura rosado comenzaban a la altura de los pechos y la envolvían y envolvían hasta más allá de las caderas y se detenían apenas por debajo de las nalgas. Había roturas en la tela y fragmentos que colgaban como los andrajos que Bruce Banner vestía después de convertirse en La Masa. Ella le sonrió y giró con fuerza sobre una pierna, y la Tierra tembló sobre su eje mientras lo hacía. Había una abertura con forma de diamante en la parte inferior de la espalda, cerca del coxis.

—¿Le gusta? —preguntó ella.

—Supongo.

Big Cyndi se volvió hacia él, apoyó las manos en sus caderas envueltas en papel crepé e hizo un puchero.

—¿Supone?

—Es fantástico.

— Lo diseñé yo misma.

—Tienes mucho talento.

—¿Cree que a Terese le gustará?

Myron abrió la boca, se detuvo y la cerró. Oh, oh.

—¡Sorpresa! —gritó Big Cyndi—. Yo misma diseñé estos vestidos para las damas de honor. Es mi regalo para ustedes dos.

—Ni siquiera hemos fijado la fecha.

—La verdadera moda soporta la prueba del tiempo, señor Bolitar. Me alegra tanto que le guste. Estuve a punto de decidirme por el color espuma de mar, pero creo que el fucsia es más cálido. Soy más una persona de tonos cálidos. Creo que Terese también lo es, ¿no?

—Claro que sí —dijo Myron—. Se pirra por el fucsia.

Big Cyndi le dirigió una sonrisa lenta —unos dientes diminutos en una boca gigante— que haría chillar a los niños. Él le devolvió la sonrisa. Dios, amaba a esa giganta chiflada.

Myron señaló la puerta de la izquierda.

—¿Está Esperanza?

—Sí, señor Bolitar. ¿Debo informarle de que está usted aquí?

—Ya lo hago yo, gracias.

—Por favor, dígale que estaré con ella para la prueba dentro de cinco minutos.

—Lo haré.

Myron llamó con suavidad a la puerta y entró. Esperanza estaba sentada a su mesa. Vestía el vestido fucsia, aunque ella, con los estratégicos rotos, se parecía más a Raquel Welch en Hace un millón de años. Myron contuvo la carcajada.

—Un solo comentario y eres hombre muerto —le advirtió Esperanza.

—¿Yo? —Myron se sentó—. Sin embargo, creo que el gris espuma de mar te sentaría mejor. No eres una persona de tonos cálidos.

—Tenemos una reunión al mediodía.

—Volveré para entonces, y con un poco de suerte te habrás cambiado. ¿Algún cargo en las tarjetas de crédito de Lex?

—No.

Esperanza no le miró, su mirada leía unos papeles que había en su mesa con demasiada concentración.

—¿Qué? —dijo Myron con el tono más indiferente posible—. ¿A qué hora volviste a casa anoche?

—No te preocupes, papá. No me salté el toque de queda.

—No me refería a eso.

—Claro que sí.

Myron miró el montón de fotos de familia en la mesa.

—¿No quieres hablar de ello?

—No, doctor Phil, no quiero.

—Vale.

—Y no me vengas con esa cara de santurrón. Anoche no hice nada más que coquetear.

—No estoy aquí para juzgarte.

—Sí, pero lo haces de todas maneras. ¿Adónde vas?

—A la academia de tenis de Suzze. ¿Has visto a Win?

—Creo que todavía no ha llegado.

Myron cogió un taxi para ir al oeste, hacia el río Hudson. La academia de tenis de Suzze T estaba cerca del muelle de Chelsea, en algo que parecía, o quizá lo era, una gigantesca burbuja blanca. Cuando entrabas en las pistas, la presión del aire utilizado para hinchar la burbuja hacía que te pitasen los oídos. Había cuatro pistas, todas llenas de mujeres jóvenes/adolescentes/niñas que jugaban al tenis con los instructores. Suzze estaba en la pista uno, embarazada de ocho meses, y daba instrucciones de cómo acercarse a la red a dos adolescentes con coletas, rubias y bronceadas. Los golpes directos se practicaban en la pista dos, el revés en la pista tres, y el servicio en la pista cuatro. Alguien había puesto aros de hula-hop en las esquinas de las líneas de servicio como objetivos. Suzze vio a Myron y le hizo señas de que le diese un minuto.

Myron volvió a la sala de espera que daba a las pistas. Las mamás estaban allí, todas vestidas con prendas de tenis blancas. El tenis es el único deporte donde a los espectadores les gusta vestirse como los participantes, como si de pronto pudiesen llamarles para que dejasen las gradas y jugasen. A pesar de todo —y Myron sabía que eso era políticamente incorrecto—, las mamás vestidas con ropas de tenis tenían un atractivo especial. Así que las miró. Sin que se le desorbitasen los ojos. Era demasiado sofisticado para eso. Pero las miró.

La lujuria, si es que se trataba de eso, desapareció muy pronto. Las mamás observaban a sus hijas con demasiada intensidad, como si sus vidas dependiesen de cada golpe. Al mirar a Suzze a través de la ventana y verla compartir unas risas con una de sus alumnas, recordó a la propia madre de Suzze, que utilizaba términos como «concentrada» o «impulsiva» para disimular lo que tendría que haberse llamado «crueldad innata». Algunos creen que estos padres pierden la chaveta porque están viviendo sus vidas a través de los hijos, pero no es verdad, porque nadie se trataría a sí mismo con tanta dureza. La madre de Suzze quería crear una jugadora de tenis, y punto. Consideraba que la mejor manera de hacerlo era destrozar cualquier otra cosa que le diese a su hija alegría o autoestima, y hacerla completamente dependiente de cómo manejaba la raqueta. Si derrotas a tu oponente, eres buena; si pierdes, no eres nada. Hizo más que reprimir el amor. Reprimió cualquier indicio de autoestima.

Myron había crecido en una época en que todos culpaban a los padres de sus problemas. Muchos eran pura y sencillamente unos quejicas, poco dispuestos a mirarse en el espejo y coger las riendas. La generación de la culpa, que encontraba faltas en todos y en todo excepto en sí mismos. Pero la situación de Suzze T era diferente. Él había visto el tormento, los años de lucha, el intento de rebelarse contra todo lo que fuese tenis, el deseo de renunciar, pero también el amor al juego. La pista se convirtió en su cámara de torturas y en su único lugar de escape, y era duro de reconciliar ambos aspectos. De forma casi inevitable, eso la condujo a las drogas y a un comportamiento autodestructivo, hasta que por fin incluso Suzze, que podría haber jugado al juego de la culpa con un cierto grado de legitimidad, se había mirado al espejo y había podido encontrar la respuesta.

Myron se sentó y hojeó una revista de tenis. Cinco minutos más tarde, las chicas comenzaron a salir de la pista. Las sonrisas desaparecieron cuando dejaron los confines presurizados de la burbuja, con la cabeza gacha ante las poderosas miradas de sus madres. Suzze entró tras ellas. Una madre la detuvo, pero Suzze sólo le dedicó unas palabras. Sin detenerse, pasó junto a Myron y le hizo un gesto para que la siguiese. «Un blanco móvil», pensó Myron. Sería más duro para un padre con ganas de charlar.

Ella entró en el despacho y cerró la puerta detrás de Myron.

—No funciona —comentó Suzze.

—¿Qué es lo que no funciona?

—La academia.

—A mí me parece que hay mucha gente —dijo Myron.

Suzze se dejó caer en la silla del escritorio.

—Vine aquí con lo que creía una gran idea: una academia de tenis para jugadores de élite, pero que también les permitiera respirar, vivir y ser personas equilibradas. Confiaba en que este entorno las haría personas más equilibradas, más felices, y también proclamé que a largo plazo esto les convertiría en mejores tenistas.

—¿Y?

—¿Quién sabe qué significa a largo plazo? La verdad es que mi idea no funciona. No son mejores jugadores. Los chicos que sólo tienen un objetivo y no sienten ningún interés por el arte, el teatro, la música o los amigos, esos chicos son los que llegan a ser los mejores jugadores. Los chicos que sólo quieren machacarte el cerebro, destruirte, mostrarse implacables, son los que ganan.

—¿De verdad lo crees?

—¿Tú no?

Myron no dijo nada.

—Los padres también lo ven. Sus críos son felices aquí. No se quemarán tan pronto, pero los mejores jugadores se marchan a las academias donde los machacan.

—Eso es pensar a corto plazo —señaló Myron.

—Quizás. Pero si se queman cuando tienen veinticinco, bueno, de todas maneras, eso es tarde en una carrera. Necesitan ganar ahora. Nosotros lo hicimos, ¿no es así Myron? Ambos fuimos afortunados en el deporte, pero si no desarrollas el instinto asesino, esa parte de ti que te hace ser un gran competidor aunque no un gran ser humano, es difícil pertenecer a la élite.

—¿Estás diciendo que nosotros éramos así? —preguntó Myron.

—No, yo tenía a mi madre.

—¿Y yo?

—Recuerdo haberte visto jugar en Duke, en las finales de la NCAA. La expresión de tu rostro... Hubieses preferido morir que perder.

Durante unos segundos ninguno de los dos habló. Myron contempló los trofeos de tenis, los brillantes objetos que representaban el éxito de Suzze. Por fin, Suzze preguntó:

—¿De verdad viste a Kitty anoche?

—Sí.

—¿Qué me dices de tu hermano?

Myron sacudió la cabeza.

—Brad podría haber estado allí, pero no le vi.

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

Myron se removió en el asiento.

—¿Crees que Kitty colgó eso de «No es suyo»?

—Estoy planteando esa posibilidad.

—De momento no saquemos conclusiones. Dijiste que querías mostrarme algo. De Kitty.

—Sí. —Suzze comenzó a morderse el labio inferior, algo que Myron no le había visto hacer en los últimos años. Esperó, le dio un poco de tiempo y espacio—. Ayer, después de hablar contigo, comencé a buscar.

—¿A buscar qué?

—No lo sé, Myron —respondió ella, un poco impaciente—. Algo, una pista, cualquier cosa.

—Vale.

Suzze comenzó a teclear en su ordenador.

—Comencé por mirar en mi propia página de Facebook, donde colgaron la mentira. ¿Sabes cómo las personas se hacen admiradoras tuyas?

—Supongo que basta con darse de alta.

—Así es, de modo que decidí hacer lo que me sugeriste. Empecé a buscar antiguos novios, rivales de tenis o músicos despedidos, alguien que quisiera herirnos.

—¿Y?

Suzze continuaba tecleando.

—Comencé a buscar entre las personas que se habían dado de alta desde hacía poco tiempo en la página. Me refiero a que ahora tengo cuarenta y cinco mil admiradores. Así que me llevó algún tiempo. Pero al final...

Hizo clic con el ratón y esperó.

—Vale, aquí está. Encontré este perfil de alguien que se apuntó hace tres semanas. Me pareció muy extraño, sobre todo a la luz de lo que tú dijiste de anoche.

Le hizo un gesto a Myron, y éste se levantó y dio la vuelta a la mesa para ver lo que aparecía en la pantalla. Cuando vio el nombre en mayúsculas en lo alto de la página del perfil, no se sorprendió demasiado.

Kitty Hammer Bolitar.

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