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ОглавлениеNo costó mucho encontrar a Lex Ryder.
Esperanza Díaz, la socia de Myron en MB Reps, le llamó a las once de la noche y dijo:
—Lex acaba de usar su tarjeta de crédito en el Three Downing.
Myron se alojaba, como hacía a menudo, en el apartamento de Win en el legendario edificio Dakota, que daba a Central Park West, en la esquina de la Calle 72. Win tenía uno o tres dormitorios libres. El Dakota databa de 1884 y destacaba. Su estructura de fortaleza era hermosa, oscura y, en cierto modo, maravillosamente deprimente. Era un batiburrillo de gabletes, balcones, florones, pedimentos, balaustradas, hierros forjados, medias cúpulas, rejas forjadas, arcadas, buhardillas; una extraña mezcla sin solución de continuidad, más perfecta que abrumadora.
—¿Qué es eso? —preguntó Myron.
—¿No conoces el Three Downing? —preguntó Esperanza.
—¿Debería?
—Sin duda. Ahora mismo es el local de moda en la ciudad. Diddy, las supermodelos, los diseñadores, toda esa pandilla. Está en Chelsea.
—Oh.
—Es un poco decepcionante —opinó Esperanza.
—¿Qué?
—Que un chuleta de tu categoría no conozca los lugares de moda.
—Cuando Win y yo vamos de clubes, llegamos en la limusina Hummer blanca y utilizamos las entradas subterráneas. Los nombres se confunden.
—Puede que estar prometido esté estropeando tu estilo —dijo Esperanza—. ¿Quieres pasar por ir allí y recogerle?
—Estoy en pijama.
—Sí, todo un chuleta. ¿Tus pijamas tienen pies?
Myron consultó su reloj de nuevo. Podía estar en el centro antes de medianoche.
—Voy para allá.
—¿Win está ahí? —preguntó Esperanza.
—No, todavía no ha vuelto.
—¿Vas a ir solo?
—¿Te preocupa que un bocado delicioso como yo vaya a un club nocturno solo?
—Me preocupa que no te dejen entrar. Me encontraré contigo allí. Dentro de media hora. En la entrada de la Calle 17. Vístete para impresionar.
Esperanza colgó. Eso sorprendió a Myron. Desde que había sido madre, Esperanza, una juerguista chica bisexual, ya no salía por las noches. Siempre se había tomado su trabajo muy en serio. Ahora era dueña del cuarenta y nueve por ciento de MB Reps y, con tantos viajes extraños de Myron en los últimos tiempos, había tenido que asumir casi toda la carga de la empresa. Pero, tras años de llevar una vida nocturna tan hedonista que hubiese puesto verde de envidia a Calígula, Esperanza se había pasado a la abstinencia total, después de casarse con el correctísimo Tom y tener un hijo llamado Héctor. Pasó de ser Lindsey Lohan a Carol Brady en cuatro segundos y cinco centésimas.
Myron echó un vistazo a su armario, preguntándose qué debería ponerse para ir al local nocturno de moda. Esperanza le había dicho que se vistiese para impresionar, así que se decidió por lo habitual y seguro —tejanos, americana azul, mocasines caros—, el Señor Chic Informal, más que nada porque era lo único disponible que encajaba con la sugerencia. En realidad había poco más en su armario que tejanos, americanas y un traje de confección, a menos que quisiese parecer un vendedor de una tienda de electrodomésticos.
Cogió un taxi en Central Park West. El cliché sobre los taxistas de Manhattan es que son todos extranjeros y apenas saben hablar inglés. El cliché puede ser cierto, pero habían pasado por lo menos cinco años desde la última vez que Myron había hablado con uno. Todos los taxistas de Nueva York llevan el audífono de un móvil Bluetooth en el oído, las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, y hablan en voz baja en su lengua nativa con quien sea que esté al otro lado. Modales aparte, Myron siempre se preguntaba qué persona podía haber en sus vidas que quisiera hablar con ellos a todas horas. En ese sentido, se podía afirmar que se trataba de hombres muy afortunados.
Myron estaba preparado para encontrarse con una cola de público inmensa, un cordón de terciopelo o algo así, pero cuando llegaron a la dirección, en la Calle 17, no había ninguna señal de un club nocturno. Por fin comprendió que el «Three» correspondía al tercer piso y que Downing era el nombre del edificio que había enfrente. Alguien había ido a la Escuela de Nombres Literales de MB Reps.
El ascensor llegó al tercer piso. Tan pronto como se abrieron las puertas, Myron sintió el ritmo del bajo en su pecho. La larga cola de desesperados por entrar ya se había formado. Al parecer, las personas acudían a clubes como éste para divertirse, pero la realidad era que la mayoría, después de hacer cola, acababan recibiendo un severo recordatorio de que no eran lo bastante interesantes para sentarse a la mesa de los chicos más populares. Los vips pasaban a su lado casi sin mirarles, y eso hacía que su deseo de entrar creciera aún más. Había un cordón de terciopelo, que indicaba su estatus inferior, vigilado por tres gorilas con cabezas afeitadas y caras agrias.
Myron se acercó con su mejor andar estilo Win.
—Hola, chicos.
Los gorilas no le hicieron caso. El más grande de los tres llevaba un traje negro sin camisa. Nada. La chaqueta y sin camisa. Su pecho untado con vaselina mostraba una impresionante musculatura metrosexual. Ahora mismo se estaba ocupando de un grupo de cuatro chicas de quizá-veintiún años. Todas llevaban unos tacones ridículamente altos —la confirmación de que los tacones estaban de moda este año—, y más que caminar, se tambaleaban. Los vestidos eran lo bastante cortos como para que las denunciasen, pero eso ya no era nada nuevo.
El gorila las miró como si fuesen ganado. Las chicas hicieron poses y sonrieron. Myron casi esperó verlas abrir la boca para que él pudiese mirarles los dientes.
—Vosotras tres, vale —dijo Músculos—. Vuestra amiga es demasiado gorda.
La chica gorda, que debía de usar una talla cuarenta y dos, comenzó a llorar. Sus tres amigas formaron un círculo y discutieron si debían entrar sin ella. La chica gorda se marchó llorando. Las amigas se encogieron de hombros y entraron. Los tres gorilas sonrieron.
—Elegante —dijo Myron.
Las sonrisas burlonas se volvieron hacia él. Músculos le miró a los ojos, con actitud desafiante. Myron aguantó la mirada y no la apartó. Músculos le miró de arriba abajo y, evidentemente, le pilló en falta.
—Bonito atuendo —comentó Músculos—. ¿Va camino de discutir una multa de aparcamiento en el juzgado de tráfico?
Sus dos colegas, ambos con camisetas Ed Hardy ajustadísimas, le rieron la gracia.
—Sí —respondió Myron, y le señaló el pecho—. Tendría que haberme dejado la camisa en casa.
El gorila situado a la izquierda de Músculos formó una O de sorpresa con los labios.
Músculos levantó el pulgar, al estilo de un árbitro de béisbol.
—Al final de la cola, compañero. O mejor todavía, váyase.
—Estoy aquí para ver a Lex Ryder.
—¿Quién dice que está aquí?
—Lo digo yo.
—¿Y usted es?
—Myron Bolitar.
Silencio. Uno de ellos parpadeó. Myron estuvo a punto de gritar: «¡Ta-chán!», pero se contuvo.
—Soy su agente.
—Su nombre no está en la lista —señaló Músculos.
—Y no sabemos quién es usted —añadió O de Sorpresa.
—Así que... —el tercer gorila movió sus cinco gruesos dedos—, adiós.
—Qué ironía —dijo Myron.
—¿Qué?
—Tíos, ¿no veis la ironía? —preguntó Myron—. Sois cancerberos de un lugar donde a vosotros nunca os permitirían la entrada. Sin embargo, en lugar de verlo y, por lo tanto, añadir un toque humano, actuáis como payasos.
Más parpadeos. Los tres avanzaron hacia él, una gigantesca pared de pectorales. Myron sintió que le ardía la sangre. Sus dedos se cerraron en puños. Los relajó y mantuvo la respiración normal. Se acercaron. Myron no retrocedió. Músculos, el líder, se inclinó hacia él.
—Será mejor que te largues, tío.
—¿Por qué? ¿Soy demasiado gordo? Por cierto, dime la verdad, ¿crees que estos tejanos me hacen el culo grande? Dímelo.
La larga cola de aspirantes a entrar guardó silencio ante la visión del desafío. Los gorilas se miraron entre ellos. Myron se hizo un reproche a sí mismo. Podría tratarse de una actitud contraproducente. Había ido hasta allí a buscar a Lex, no para meterse con unos tipos dominados por la rabia.
Músculos se rió.
—Vaya, vaya. Al parecer tenemos aquí un comediante.
—Sí —asintió el gorila O de Sorpresa—, un comediante. Ja, ja.
—Sí —dijo su compañero—. Es un auténtico comediante, ¿verdad, gracioso?
—Bueno —respondió Myron—, a riesgo de parecer poco modesto, también soy un cantante bien dotado. Por lo general, comienzo con «Mac the Knife» y sigo con una versión más sencilla de «Lady», más en plan Kenny Rogers que Lionel Richie. No queda ni un ojo seco en la sala.
Músculos se inclinó hacia la oreja de Myron, con sus compañeros cada vez más cerca.
—¿Se da cuenta, por supuesto, de que vamos a echarle de aquí a patadas en el culo?
—¿Y usted se da cuenta, por supuesto —respondió Myron—, de que los esteroides le achican los testículos?
Entonces, detrás de él, Esperanza dijo:
—Viene conmigo, Kyle.
Myron se volvió, vio a Esperanza, y consiguió no decir «¡Caray!» en voz alta, aunque no fue fácil. Conocía a Esperanza desde hacía veinte años, había trabajado codo a codo con ella, y algunas veces, cuando ves a una persona todos los días y te conviertes en su mejor amigo, te olvidas de lo espectacular que es. Cuando se conocieron, Esperanza era una luchadora profesional con muy poca ropa conocida como La Pequeña Pocahontas. Adorable, ágil y caliente a más no poder, había dejado de ser la chica guapa de las Fabulosas Damas de la Lucha para convertirse en su ayudante personal, mientras estudiaba Derecho por las noches. Por decirlo de alguna manera, había ascendido y ahora era la socia de Myron en MB Reps.
En el rostro de Músculos Kyle apareció una sonrisa.
—¿Poca? Chica, ¿de verdad eres tú? Estás tan buena que te lamería en un cucurucho de helado.
—Bonita frase, Kyle —aprobó Myron.
Esperanza le ofreció la mejilla para que le diera un beso.
—Yo también me alegro de verte.
—Ha pasado mucho tiempo, Poca.
La belleza morena de Esperanza hacía evocar cielos iluminados por la luna, paseos nocturnos por la playa y olivos mecidos por la brisa. Llevaba pendientes de aro. Su largo pelo negro tenía ese punto de despeinado perfecto. Su blusa blanca parecía cortada por una deidad generosa; quizá llevaba abierto un botón de más, pero funcionaba. Los tres gorilas se apartaron. Uno quitó el cordón de terciopelo. Esperanza le recompensó con una sonrisa deslumbrante. Mientras Myron la seguía, Músculos Kyle se interpuso en su camino para tropezar con él. Myron se preparó y se aseguró de que Kyle se llevase la peor parte. Esperanza murmuró:
—Hombres.
—Tú y yo no hemos acabado, tío —le susurró Músculos Kyle a Myron.
—Quedaremos para comer —dijo Myron—. Quizá podamos ir a la matiné de South Pacific.
Mientras entraban, Esperanza observó a Myron y sacudió la cabeza.
—¿Qué?
—Dije que te vistieses para impresionar. Y pareces un chaval de quinto grado a punto de ir a la reunión de padres con el maestro.
Myron señaló sus pies.
—¿Con mocasines Ferragamo?
—¿Por qué te estabas metiendo con esos neardentales?
—Llamó gorda a una chica.
—¿Y tú acudiste a su rescate?
—Bueno, no. Pero se lo dijo a la cara. «Tus amigas pueden entrar, pero tú no porque estás gorda.» ¿Quién sería capaz de hacer eso?
La sala principal del club era oscura con unos toques de neón. Había grandes pantallas de televisión en una pared porque, cuando vas a un club nocturno lo que de verdad quieres, pensó Myron, es mirar la tele. El equipo de sonido, que tenía más o menos el tamaño y la dimensión de un concierto al aire libre de los Who, atacaba los sentidos. El Dj pinchaba música house, un estilo en el que los Dj con talento toman una canción decente y la destrozan a fondo añadiendo bajos sintetizados o percusión electrónica. Había un espectáculo láser, algo que Myron creía pasado de moda después de la gira de Blue Oyster Cult en 1979, y un grupo de chicas esqueléticas hacían «oooh» y «aaah» por encima de unos efectos especiales en un lugar donde la pista de baile escupía vapor, como si eso no pudieses verlo en la calle, cerca de cualquier camión de Con Ed.
Myron intentó gritar por encima de la música, pero era inútil. Esperanza le llevó a una zona tranquila, provista nada menos que de ordenadores. Todos los sitios estaban ocupados. Una vez más Myron sacudió la cabeza. ¿Iban a un club nocturno para navegar por la red? Se volvió hacia la pista de baile. Las mujeres encajaban, en aquella luz vaporosa, en el concepto de atractivas, aunque eran demasiado jóvenes e iban vestidas más como si jugaran a ser adultas que como si lo fueran. La mayoría de las mujeres sujetaban móviles y enviaban mensajes con los dedos huesudos; bailaban con una languidez que bordeaba lo comatoso.
Esperanza mostraba una leve sonrisa en su rostro.
—¿Qué? —preguntó Myron.
Ella le señaló el lado derecho de la pista de baile.
—Mira el culo de la tía de rojo.
Myron contempló las caderas vestidas de rojo que bailaban y recordó una frase de Alejandro Escovedo: «Me gusta más cuando se aleja». Hacía mucho tiempo que Myron no oía a Esperanza hablar de esa manera.
—Bonito —dijo Myron.
—¿Bonito?
—¿Espectacular?
Esperanza asintió mientras seguía sonriendo.
—Hay muchas cosas que podría hacer con un culo como ése.
Al mirar a la erótica bailarina y luego a Esperanza, una imagen apareció en la mente de Myron. La apartó de inmediato. Hay lugares en tu mente en los que más vale no entrar cuando estás intentando concentrarte en otras cosas.
—Estoy seguro de que a tu marido le encantaría.
—Estoy casada, no muerta. Puedo mirar.
Él la miró al rostro y notó su excitación, la extraña sensación de que ella se sentía de nuevo en su elemento. Cuando nació su hijo Héctor, hacía dos años, Esperanza se activó en modo mamá. Su mesa se llenó de pronto del clásico popurrí de imágenes cursis: Héctor con el Conejito de Pascua, Héctor con Santa Claus, Héctor con los personajes de Disney en la zona de juegos infantiles en Hershey Park. Sus mejores prendas de trabajo a menudo estaban salpicadas con saliva de bebé y, más que ocultarlo, le encantaba explicar cómo llegaban los escupitajos a su persona. Trababa amistad con mujeres de ese tipo mamá que le hubiesen hecho vomitar en el pasado, y hablaban de cochecitos Maclaren, de parvularios Montessori, de movimientos intestinales y de cuándo sus retoños habían gateado, caminado y hablado por primera vez. Todo su mundo, como el de muchas madres antes que ella —aunque decirlo parezca una declaración sexista—, se había reducido a una pequeña masa de carne de bebé.
—¿Dónde puede estar Lex? —preguntó Myron.
—Es probable que en una de las salas VIP.
—¿Cómo entramos?
—Me desabrocharé otro botón —respondió Esperanza—. En serio, déjame trabajar sola un minuto. Ve al lavabo. Te apuesto veinte pavos a que no puedes mear en el urinario.
—¿Qué?
—Apuesta y ve —dijo, y señaló a la derecha.
Myron se encogió de hombros y fue hacia el lavabo. Era negro, oscuro y de mármol. Se acercó a los urinarios y de inmediato entendió a qué se refería Esperanza. Los urinarios estaban en una enorme pared de cristal de una sola dirección, como el espejo de una sala de interrogatorios de la policía. En resumen, desde ahí veías toda la pista de baile. Las lánguidas mujeres estaban literalmente a unos pasos de él, y algunas utilizaban el lado espejo del cristal para comprobar su maquillaje, sin darse cuenta (o quizá sí que se daban cuenta) de que estaban mirando a un hombre que intentaba mear.
Salió. Esperanza tenía la mano extendida con la palma hacia arriba. Myron la cruzó con un billete de veinte dólares.
—Veo que todavía tienes la vejiga tímida.
—¿El lavabo de señoras es idéntico?
—No lo quieras saber.
Esperanza hizo un gesto con la barbilla hacia el hombre con el pelo peinado hacia atrás que se abría camino hacia ellos. Si hubiera tenido que llenar su solicitud de trabajo, Myron no dudaba de que habría escrito: «Apellido: Basura. Nombre de pila: Euro». Myron contempló la estela del hombre en busca de babas.
Euro sonrió con dientes de comadreja.
—Poca, mi amor.
—Antón —dijo ella, y le dejó que le besase la mano con quizá demasiado entusiasmo.
Myron temió que pudiese utilizar aquellos dientes de comadreja para roerle la piel hasta el hueso.
—Todavía eres una criatura magnífica, Poca.
Hablaba con un curioso acento, quizás húngaro, quizás árabe, como si lo utilizara para hacer un número cómico. Antón iba sin afeitar, la sombra de la barba en su rostro brillaba de una manera poco agradable. Llevaba gafas de sol, pese a que allí adentro reinaba la oscuridad de una caverna.
—Te presento a Antón —dijo Esperanza—. Dice que Lex está en el servicio de botellas.
—Oh —exclamó Myron, sin tener idea de lo que era el servicio de botellas.
—Por aquí —dijo Antón.
Navegaron entre un mar de cuerpos. Esperanza iba delante. Myron disfrutó al ver cómo todos los cuellos se giraban para echarle una segunda mirada. Mientras continuaban serpenteando entre la multitud, algunas mujeres cruzaron la mirada con Myron y la mantuvieron, aunque no tantas como uno, dos o cinco años atrás. Se sentía como un viejo lanzador que necesitara este radar particular para saber si su pelota rápida estaba perdiendo velocidad. O quizá se tratara de otra cosa. Quizá las mujeres intuían que ahora Myron estaba prometido, que se había retirado del mercado por la encantadora Terese Collins y que ya no se le podía tratar como una simple golosina para los ojos.
«Sí —pensó Myron—. Sí, tenía que ser eso.»
Antón utilizó su llave para abrir la puerta de otra habitación y, al parecer, otra época. Mientras que el club actual era puro tecno con ángulos duros y superficies suaves, esa sala VIP era como un burdel de la América primitiva. Sofás color burdeos, candelabros de cristal, molduras de cuero hasta el techo, velas en las paredes. La habitación también tenía una pared de cristal de una sola dirección, de forma que los vips pudiesen mirar a las chicas bailar y quizás escoger unas cuantas para que se uniesen a ellos. Varias chicas con muchos implantes modelo porno suave, vestidas con corsés de época y ligueros, caminaban con botellas de champán; de ahí vendría, dedujo Myron, lo de «servicio de botellas».
—¿Estás mirando las botellas? —preguntó Esperanza.
—Casi.
Esperanza asintió y le sonrió a una camarera muy bien dotada y ataviada con un corsé negro.
—Humm... no me vendría mal un poco de servicio de botella para mí misma, ya sabes a qué me refiero.
Myron pensó en eso.
—En realidad, no —dijo—. Ambas sois mujeres, ¿no? Así que no estoy seguro de entender la referencia a la botella.
—Dios mío, sí que eres literal.
—Me has preguntado si estaba mirando las botellas. ¿Por qué?
—Porque están sirviendo champán Cristal —respondió ella.
—¿Y?
—¿Cuántas botellas ves?
Myron echó una ojeada.
—No lo sé, nueve, quizá diez.
—Vale ocho mil cada una, propina aparte.
Myron se llevó las manos al pecho para fingir palpitaciones. Vio a Lex Ryder despatarrado en un sofá, entre un colorido grupo de bellezas. Los otros hombres de la habitación eran músicos o pipas mayorcitos de pelo largo, pañuelos, barba, brazos nervudos y tripas fofas. Myron se abrió paso entre ellos.
—Hola, Lex.
La cabeza de Lex cayó a un lado. Miró y gritó con demasiado entusiasmo:
—¡Myron!
Lex intentó levantarse y no pudo, así que Myron le ofreció una mano. Lex la utilizó, consiguió ponerse de pie y abrazó a Myron con el entusiasmo que los hombres reservan para cuando beben demasiado.
—Tío, es fantástico verte.
HorsePower había comenzado como una banda en la ciudad natal de Lex y Gabriel, en Melbourne, Australia. El nombre venía del apellido de Lex, Ryder (Horse-Ryder) y el apellido de Gabriel, Wire (Power-Wire), pero desde el momento en que habían comenzado, Gabriel asumió todo el protagonismo. Gabriel Wire tenía una voz magnífica, claro, y era increíblemente guapo, con un carisma casi sobrenatural; pero también tenía aquel intangible aire esquivo, aquella cosa que «la sabes cuando la ves», que elevaba a los grandes a la categoría de legendarios.
Debía de ser duro, pensaba Myron a menudo, para Lex, o para cualquiera, vivir bajo aquella sombra. Claro que Lex era famoso y rico, y, técnicamente, todas las canciones eran producciones Wire-Ryder, pensó Myron. Puesto que él manejaba las finanzas del dúo, sabía que Lex cobraba un veinticinco por ciento contra el setenta y cinco por ciento de Gabriel. Y por supuesto, las mujeres todavía intentaban ligar con él y los hombres todavía querían ser sus amigos, pero Lex también era objeto de las inevitables bromas referentes al eterno segundón.
HorsePower todavía era un grupo importante, quizá más importante que nunca, pese a que Gabriel Wire se había esfumado después de un trágico escándalo ocurrido más de quince años atrás. Con la excepción de unas pocas fotos de paparazzi y muchos rumores, Gabriel Wire no había dado señales de vida en todo aquel tiempo: ninguna gira, ninguna entrevista, ninguna portada, ninguna aparición pública. Todo aquel secretismo hacía que el público desease más que nunca a Wire.
—Creo que es hora de irse a casa, Lex.
—No, Myron —dijo él con la voz pastosa, y Myron deseó que sólo fuese por efecto de la bebida—. Venga. Nos estamos divirtiendo. ¿No nos estamos divirtiendo, peña?
Se oyeron vocalizaciones de asentimiento. Myron miró a su alrededor. Puede que conociera a uno o dos de aquellos tipos, pero sólo reconocía a uno con seguridad: Buzz, el guardaespaldas y asistente personal de Lex. Buzz cruzó la mirada con Myron y se encogió de hombros, como diciendo: «¿Qué puedo hacer?».
Lex pasó un brazo alrededor del cuello de Myron, rodeándolo como si fuera la correa de una cámara de fotos.
—Siéntate, viejo amigo. Tomemos un trago, relájate, descansa.
—Suzze está preocupada por ti.
—¿Lo está? —Lex enarcó una ceja—. Así que ha enviado a su viejo chico de los recados para que me recoja.
—En sentido estricto, también soy tu chico de los recados, Lex.
—Ah, agentes. La más mercenaria de las ocupaciones.
Lex vestía pantalones negros y un chaleco de cuero negro, y parecía como si hubiese acabado de ir a comprar ropa en el Rocker-R-Us. Tenía el pelo corto gris. Se dejó caer en el sofá de nuevo.
—Siéntate, Myron —repitió.
—¿Por qué no vamos a dar un paseo, Lex?
—Tú eres también mi chico de los recados, ¿no? He dicho siéntate.
Tenía razón. Myron encontró un lugar y se hundió profunda y lentamente en los cojines. Lex giró una perilla a su derecha y bajó la música. Alguien le dio a Myron una copa de champán derramando un poco al hacerlo. La mayoría de las damas con corsé —aceptémoslo, es un efecto que funciona en cualquier época— habían desaparecido sin que nadie se diese cuenta, como si se hubiesen evaporado a través de las paredes.
Esperanza charlaba con la chica en la se que había fijado cuando entraron en la habitación. Los otros hombres de la sala miraban coquetear a las dos mujeres con la fascinación de cavernícolas viendo arder el fuego por primera vez.
Buzz fumaba un cigarrillo que, bueno, olía raro. Intentó pasárselo a Myron. Myron sacudió la cabeza y se giró hacia Lex, que estaba echado hacia atrás como si alguien le hubiese administrado un relajante muscular.
—¿Suzze te mostró la página? —preguntó Lex.
—Sí.
—¿Tú cómo lo ves, Myron?
—Un maníaco que intenta tocar las narices.
Lex bebió un gran trago de champán.
—¿De verdad lo crees?
—Sí, pero en cualquier caso estamos en el siglo xxi.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que no es tan importante. Puedes pedir una prueba de ADN, si tanto te preocupa, y establecer la paternidad a ciencia cierta.
Lex asintió con lentitud y tomó otro buen sorbo. Myron intentaba mantenerse fuera de su papel de agente, pero cada una de aquellas botellas contenía setecientos cincuenta mililitros, lo que, dividido por ocho mil dólares, equivalía a 10,66 dólares el mililitro.
—He oído que estás prometido —dijo Lex.
—Sí.
—Bebamos por eso.
—O tomemos un sorbo. Sorber es más barato.
—Tranquilo, Myron. Estoy forrado.
Muy cierto. Bebieron.
—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa, Lex?
Lex no hizo caso de la pregunta.
—¿Cómo es que todavía no conozco a tu futura esposa?
—Es una larga historia.
—¿Dónde está ahora?
Myron contestó con vaguedad.
—En ultramar.
—¿Puedo darte un consejo sobre el matrimonio?
—¿Qué te parece: «No creas ningún estúpido rumor en Internet sobre la paternidad»?
Lex sonrió.
—Muy bueno.
—Bah —dijo Myron.
—Éste es el consejo: «Que seáis abiertos el uno con el otro». Del todo.
Myron esperó. Al ver que Lex no decía nada más, preguntó:
—¿Ya está?
—¿Esperabas algo profundo?
Myron se encogió de hombros.
—Bueno.
—Hay una canción que me encanta —añadió Lex—. La letra dice: «Tu corazón es como un paracaídas». ¿Sabes por qué?
—Creo que la frase habla de que la mente es como un paracaídas: sólo funciona cuando se abre.
—No, ésa la conozco. Ésta es mejor: Tu corazón es como un paracaídas, sólo se abre cuando caes. —Sonrió—. ¿A que es buena?
—Supongo.
—Todos tenemos amigos en nuestras vidas, como por ejemplo mis amigos aquí presentes. Les quiero, voy de fiesta con ellos, hablamos del tiempo, de los deportes y de las tías buenas, pero si no los viera durante un año, o no los volviera a ver nunca más, no significaría una gran diferencia en mi vida. Ocurre con la mayoría de las personas que conocemos.
Bebió otro sorbo. Se abrió la puerta detrás de ellos. Entró un grupo de mujeres que reían. Lex sacudió la cabeza y ellas se marcharon en el acto.
—Después —continuó—, muy de vez en cuando, tienes algún amigo de verdad. Como Buzz, que está allí. Hablamos de todo. Sabemos la verdad del otro; hasta el último fallo repugnante y depravado. ¿Tienes amigos así?
—Esperanza sabe que tengo una vejiga tímida —respondió Myron.
—¿Qué?
—No importa. Continúa. Sé de qué estás hablando.
—Vale, en cualquier caso, amigos de verdad. Dejas que vean toda la porquería que hay en tu cerebro. Lo feo. —Se irguió en el asiento, ahora que ya iba lanzado—. ¿Sabes qué es lo más extraño? ¿Sabes qué ocurre cuando estás totalmente abierto y dejas que la otra persona vea que eres un completo degenerado?
Myron sacudió la cabeza.
—Tus amigos te quieren todavía más. Con todos los demás, pones la fachada para esconder la mierda y hacer que te quieran. Pero con los amigos verdaderos, les muestras la mierda y eso hace que se preocupen por ti. Cuando nos quitamos la fachada, conectamos más. Entonces te pregunto, Myron, ¿por qué no lo hacemos con todos?
—Supongo que vas a decírmelo.
—Que me cuelguen si lo sé. —Lex se echó hacia atrás, bebió un buen trago y ladeó la cabeza, pensativo—. Pero aquí viene lo importante: la fachada es, por naturaleza, una mentira. Está bien casi siempre. Pero si no te abres con la persona que más quieres, si no muestras los fallos, no puedes conectar. De hecho, estás ocultando secretos. Y esos secretos se infectan y te destruyen.
La puerta se abrió de nuevo. Cuatro mujeres y dos hombres entraron tambaleantes, riéndose y sonriendo, y sosteniendo botellas de champán de un precio obsceno en sus manos.
—¿Qué secretos le ocultas a Suzze? —preguntó Myron.
Él se limitó a sacudir la cabeza.
—Es una calle de dos direcciones, compañero.
—¿Qué secretos te oculta Suzze?
Lex no respondió. Miraba a través de la habitación. Myron se volvió para seguir su mirada.
Entonces la vio.
O al menos creyó haberla visto. Un parpadeo a través de la sala VIP, iluminada con la luz de las velas y llena de humo. Myron no la había vuelto a ver desde aquella noche nevada, dieciséis años atrás, con el vientre hinchado, las lágrimas corriendo por las mejillas y la sangre entre sus dedos. Ni siquiera había vuelto a saber nada de ellos. Pero lo último que había oído era que estaban viviendo en algún lugar de Sudamérica.
Sus ojos se cruzaron a través de la habitación durante no más de un segundo. Por imposible que pareciese, Myron la reconoció.
—¿Kitty?
Su voz quedó apagada por la música, pero Kitty no titubeó. Sus ojos se abrieron un poco, ¿quizá por miedo?, y se volvió. Corrió hacia la puerta. Myron intentó incorporarse, pero el mullido cojín del sofá le demoró. Cuando consiguió levantarse, Kitty Bolitar —la cuñada de Myron, la mujer que tanto le había arrebatado— ya se había ido.