Читать книгу En fuga - Харлан Кобен - Страница 10
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ОглавлениеCuando Elena Ramírez entró cojeando en aquel despacho demasiado grande con aquellas vistas absurdamente exageradas, se preparó para lo inevitable. El tipo no la decepcionó.
—Un momento, ¿usted es Ramírez?
Elena estaba acostumbrada a aquel escepticismo que rayaba en la estupefacción.
—La misma en carne y hueso —respondió—. Quizá incluso con unos cuantos kilos de más, ¿no le parece?
El cliente —Sebastian Thorpe III— se la quedó mirando sin disimulo, como nunca escrutaría a un hombre. No es que ella fuera susceptible ni nada de eso: era un hecho. Cada pequeño detalle de Thorpe apestaba a dinero: desde el «III» al final de su nombre hasta el traje diplomático cortado a medida, pasando por su complexión de niño rico con las mejillas sonrosadas, el cabello engominado hacia atrás a lo Wall Street, años ochenta o sus gemelos de experto inversor en bolsa.
Thorpe no dejó de examinarla con lo que alguien habría tenido que advertirle que era su mirada más fulminante.
—¿Quiere comprobar mi dentadura? —le propuso Elena. Y abrió bien la boca.
—¿Qué? No, por supuesto que no.
—¿Está seguro? También puedo darme la vuelta, si quiere. —Lo hizo—. Tal vez demasiado culo por aquí detrás, ¿no cree?
—Deje de hacer eso.
La oficina de Thorpe estaba decorada con un flagrante mal gusto y mucha quincalla anticuada, toda en blanco y cromado y con una piel de cebra en el centro del despacho, como si fuera a posar ante su captura. Mera fachada, nada de sustancia. Había una fotografía enmarcada sobre la mesa, una foto de boda en la que aparecía Thorpe, con esmoquin y una sonrisa de comemierda junto a una joven rubia de carnes prietas que probablemente se presentara a sí misma como «modelo de fitness» en Instagram.
—Es que viene usted muy bien recomendada —acertó a decir Thorpe a modo de explicación.
Lo que quería decir era que, por el dinero que le iba a costar, se esperaba a alguien con una imagen más cuidada, no una mexicana rolliza de apenas metro y medio en vaqueros de estilo mamá y calzado cómodo. Esos tíos oían un nombre hispano y esperaban ver a Penélope Cruz o a alguna bailarina de flamenco, no a alguien que les recordara a las criadas que venían a trabajar a su casa de la playa en verano.
—Gerald dice que es usted la mejor —añadió Thorpe.
—Y la más cara, así que vayamos al grano, ¿le parece? He oído que su hijo ha desaparecido.
Thorpe cogió el teléfono móvil, pasó el dedo y le mostró la pantalla.
—Este es Henry. Mi hijo. Tiene veinticuatro años.
En la imagen, Henry iba vestido con un polo azul y mostraba una sonrisa forzada, de esas que dejan claro que lo intentas, pero que no te sale. Elena se inclinó hacia delante para mirar más de cerca, pero la mesa que les separaba era demasiado ancha. Ambos se acercaron a una ventana que ofrecía unas vistas espléndidas del río Chicago y del centro.
—Muy guapo —dijo. Thorpe asintió—. ¿Cuánto tiempo lleva desaparecido?
—Tres días.
—¿Lo ha denunciado a la policía?
—Sí.
—¿Y?
—Fueron muy educados. Me escucharon, redactaron un informe, introdujeron a Henry en el sistema o como se diga, solo por ser yo...
Era blanco, pensó Elena, y tenía pasta. Eso era todo. Con eso bastaba.
—Oigo un pero —dijo Elena.
—Pero él me envió un mensaje de texto. Henry, quiero decir.
—¿Cuándo?
—El día en que desapareció.
—¿Y qué decía el mensaje?
Thorpe deslizó de nuevo el dedo por el teléfono y se lo mostró.
Elena lo cogió y leyó:
Me voy al oeste con unos amigos. Volveré en dos semanas.
—¿Esto se lo enseñó a la policía?
—Sí.
—¿Y a pesar de ello, aceptaron la denuncia?
—Sí.
Elena intentó imaginarse la reacción de la policía si un padre negro o hispano se presentara a denunciar la desaparición de su hijo y les mostrase un mensaje parecido. Se reirían de él allí mismo.
—Hay otro —Thorpe miró hacia arriba— pero, si quiere llamarlo así.
—¿Y cuál es?
—Henry ha tenido algún problema con la ley.
—¿Qué clase de problema?
—Cosas de poca importancia. Drogas. Posesión.
—¿Ha estado en la cárcel?
—No. Nada realmente serio. Le tocó hacer servicios a la comunidad. Un historial juvenil cerrado. Ya me entiende.
Sí, claro. Elena lo entendía.
—¿Ha desaparecido alguna otra vez antes?
Thorpe se quedó mirando en dirección a la ventana.
—¿Señor Thorpe?
—Se ha escapado alguna vez, si es eso a lo que se refiere.
—¿Más de una?
—Sí. Pero esto es diferente.
—Ajá —dijo Elena—. ¿Cómo se lleva usted con su hijo?
Una sonrisa triste afloró en su rostro.
—Antes, estupendamente. Éramos colegas.
—¿Y ahora?
Se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo índice.
—Nuestra relación últimamente es más tensa.
—Y eso, ¿por qué?
—A Henry no le gusta Abby.
—¿Abby?
—Mi nueva esposa.
Elena cogió la fotografía enmarcada de la mesa.
—¿Esta Abby?
—Sí. Ya sé lo que está pensando.
Elena asintió.
—¿Que está buenísima?
Él le quitó la foto de las manos.
—No necesito que me juzgue.
—No le estoy juzgando. Estoy juzgando a Abby. Y el resultado de mi juicio es que está buenísima.
Thorpe frunció el ceño.
—Quizás haya sido un error llamarla.
—Quizá, pero recapitulemos lo que sabemos de su hijo Henry. Primero, que le envió un mensaje diciendo que se iba de viaje al oeste dos semanas con unos amigos. Segundo, que ya ha desaparecido antes; varias veces, de hecho. Tercero, que ha sido arrestado por varios delitos relacionados con las drogas. ¿Me dejo algo? Ah, sí. Cuarto, que está molesto por su relación con Abby, que parece tener su misma edad, más o menos.
—Abby es casi cinco años mayor que Henry —espetó Thorpe.
Elena no dijo nada.
Thorpe se deshinchó allí mismo, delante de sus ojos.
—No esperaba que me tomara en serio —dijo él, poniendo fin a la conversación con un gesto de la mano—. Puede irse.
—Sí, bueno, no tan rápido.
—¿Perdón?
—Es evidente que está preocupado por él —dijo Elena—. Mi pregunta es: ¿por qué?
—No importa. No voy a contratarla.
—Venga, deme el gusto.
—El mensaje de texto.
—¿Qué le pasa?
—Va a sonar tonto.
—No se corte.
—Las otras veces que desapareció, bueno, desapareció sin más.
Elena asintió.
—No le envió un mensaje diciéndole que iba a desaparecer. Simplemente se esfumó.
—Sí.
—De modo que el hecho de que le escribiera... es algo raro en él.
Thorpe asintió lentamente.
—¿Y ya está?
—Sí.
—No es una prueba muy convincente —dijo Elena.
—A la policía tampoco se lo pareció.
Thorpe se frotó la cara con las manos. Ahora Elena veía claramente que hacía tiempo que no dormía, que tenía las mejillas sonrosadas pero la piel de alrededor de los ojos demasiado pálida, como si hubiera perdido todo su color.
—Gracias por su tiempo, señorita Ramírez. No voy a precisar de sus servicios.
—Oh, yo creo que sí —dijo Elena.
—¿Cómo dice?
—Me tomé la libertad de hurgar un poco antes de venir.
Eso captó la atención de Thorpe.
—¿A qué se refiere?
—Usted dice que su hijo le envió un mensaje desde su teléfono.
—Sí.
—Antes de venir aquí, hice un ping a ese teléfono.
Thorpe entornó los ojos.
—¿Qué significa eso exactamente? ¿Lo del ping?
—¿La verdad? No tengo ni idea. Pero el caso es que conozco a un colega que se llama Lou y que es un genio de la informática. Lou puede enviar un ping (sea lo que fuere) a un teléfono móvil, y el teléfono le devuelve un ping indicando su localización.
—¿De modo que podría ver dónde está Henry?
—En teoría, sí.
—¿Y ya lo ha hecho?
—Lou lo ha hecho, sí.
—¿Y dónde está?
—Eso es lo malo —respondió Elena—. Que no hubo respuesta a nuestro ping.
Thorpe parpadeó varias veces.
—No lo entiendo. ¿Me está diciendo que su teléfono debería haber devuelto el ping?
—Eso es.
—Quizás haya apagado el teléfono.
—No.
—¿No?
—Esa es una falsa creencia muy extendida. Al apagar el teléfono, no se apaga el GPS.
—¿Así que cualquiera puede rastrearte en cualquier momento?
—En teoría, ya que la policía necesita una orden judicial y una causa probable para solicitar al operador de telefonía que lo haga.
—Y, sin embargo, usted pudo hacerlo —dijo Thorpe—. ¿Cómo?
Elena no respondió. Thorpe asintió lentamente.
—Ya veo. Así pues, ¿qué significa el hecho de que no pudieran obtener un ping de respuesta de su teléfono?
—Podría significar muchas cosas. Podría ser algo completamente inocente. Quizás Henry se imaginara que contrataría a alguien como yo y haya cambiado de teléfono.
—¿Pero lo duda?
Elena se encogió de hombros otra vez.
—Habrá un cincuenta por ciento de posibilidades, tal vez más, de que exista una explicación racional a todo esto y de que Henry esté bien.
—Y aun así, ¿piensa que debería contratarla?
—Uno contrata un seguro contra robos, aunque quizás exista una posibilidad de un 0,5 por ciento de que le entren a robar en casa.
Thorpe asintió.
—Un buen argumento.
—Supongo que vale la pena intentarlo, a pesar de que solo sea por quedarse tranquilo.
Thorpe jugueteó con el teléfono hasta dar con una foto suya, en donde salía más joven, con un bebé en brazos.
—Gretchen... Esa fue mi primera esposa. No podíamos tener hijos. Lo probamos todo. Hormonas, cirugía, tres rondas de fecundación in vitro. Entonces, adoptamos a Henry.
Había una sonrisa en su rostro, aunque fuera de melancolía.
—Y ahora, ¿dónde está Gretchen?
—Murió hace diez años, cuando Henry empezaba el instituto. Fue un duro golpe para él. Yo hice todo lo que pude. De verdad. Me daba cuenta de que se estaba alejando. Me cogí un año sabático para pasar más tiempo con él. Pero cuanto más me acercaba a él...
—Más se alejaba —dijo Elena.
Cuando Thorpe levantó la vista, tenía los ojos húmedos.
—No sé por qué le estoy contando esto.
—Información de contexto. Necesito que me lo cuente todo.
—De todos modos, ya sé cómo suena. Por eso le pedí a Gerald que me encontrara el mejor detective privado de Chicago. ¿Sabe, señorita Ramírez? A pesar de las drogas, a pesar de ese mensaje y de los problemas con Abby, conozco a mi hijo. Y tengo un mal presentimiento. Así de simple. Hay algo que me huele muy mal. ¿Le parece que tiene sentido?
—Sí —dijo en voz baja—. Tiene sentido.
—¿Señorita Ramírez?
—Llámeme Elena.
—Elena, por favor, encuentre a mi hijo.