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Simon sabía que aquello era un truco. Sabía que el agente Fagbenle estaba intentando provocarle o pillarle en falso o lo que fuera, pero también sabía que no había hecho nada malo («eso queda estupendo como últimas palabras de un reo condenado a muerte», le diría más tarde Hester) y, por supuesto, no iba a permitir que Fagbenle le dejara caer aquella bomba nuclear y luego se fuera sin más. Y Fagbenle lo sabía, por supuesto.

—¿Quién ha sido asesinado? —preguntó Simon.

—Ah, ah —dijo Fagbenle, agitando un dedo, como si lo estuviera regañando—. Me ha dicho que no le dijera nada hasta que llegara su abogada.

A Simon se le secó la boca de pronto.

—¿Se trata de mi hija?

—Lo siento. A menos que renuncie a su derecho a un abogado...

—Por el amor de Dios —exclamó Yvonne—. ¡Un poco de humanidad!

—Renuncio a mi derecho a un abogado o lo que sea —dijo Simon—. Hablaré con usted aunque no esté presente mi abogada.

Fagbenle se volvió hacia Yvonne.

—Creo que usted debería salir.

—Paige es mi sobrina —dijo Yvonne—. ¿Está bien?

—No sé si está bien —dijo Fagbenle, aún volviéndose en dirección a los cubículos—, pero no es la víctima del asesinato.

Alivio. Un alivio puro y dulce. Era como si hasta la última célula de su cuerpo hubiera estado privada de oxígeno hasta ese momento.

—Entonces, ¿quién? —preguntó Simon.

Fagbenle no quiso responder de inmediato. Esperó a que Yvonne se hubiera ido —Yvonne prometió esperar a Hester junto al ascensor— y a que se cerrase la puerta del despacho. El policía se quedó mirando a través de la pared de cristal un momento, en dirección a la zona de cubículos. A los visitantes les resultaría raro, supuso, que alguien tuviera un despacho en el que no pudiera disfrutar de una intimidad total.

—¿Le importa decirme dónde estaba anoche, Simon?

—¿A qué hora?

Fagbenle se encogió de hombros.

—Digamos toda la noche. A partir de las seis, por ejemplo.

—Estuve aquí hasta las seis. Volví a casa en metro.

—¿Qué línea toma?

—La uno.

—¿En Chambers Street?

—Sí. Salgo en la parada de Lincoln Center.

Fagbenle asintió como si aquel detalle fuera significativo.

—¿Cuánto es, en total? De puerta a puerta, quiero decir. ¿Veinte o treinta minutos de trayecto?

—Treinta minutos.

—¿Así que llegó a casa hacia las seis y media?

—Exacto.

—¿Había alguien en casa?

—Mi esposa y mi hija pequeña.

—También tiene un hijo, ¿es correcto?

—Sí, Sam. Pero está en la universidad.

—¿Dónde?

—En Amherst. Queda en Massachusetts.

—Sí, ya sé dónde está Amherst —dijo Fagbenle—. Así que llega a casa. Su esposa y su hija se encuentran allí...

—Sí.

—¿Volvió a salir?

Simon se quedó pensando, pero solo un segundo.

—Dos veces.

—¿Adónde fue?

—Al parque.

—¿A qué horas?

—A las siete, y luego otra vez a las diez. Salí a pasear a la perra.

—Oh, muy bien. ¿De qué raza es?

—Es un bichón habanero. Se llama Laszlo.

—¿Laszlo no es un nombre masculino?

Asintió. Lo era. Laszlo había llegado a casa para el sexto cumpleaños de Sam.

Sam había insistido en que le pusieran aquel nombre, con independencia del sexo del animal. Aquello pertenecía al pasado, pero en cuanto llegó a casa, a pesar de las promesas de Sam y de sus dos hermanas, el cuidado de la perrita había recaído en el único miembro de la familia que se oponía a su adopción.

Simon.

Y tampoco era de extrañar: él se había quedado prendado de Laszlo. Le encantaban aquellos paseos, especialmente cuando abría la puerta de casa al final del día y Laszlo acudía a darle la bienvenida como un prisionero de guerra recién liberado en la pista de aterrizaje —todos los días, sin excepción—, para luego arrastrarlo, entusiasta, hasta el parque, como si fuera la primera vez que lo veía.

Ahora Laszlo tenía doce años. Ya caminaba más despacio. Se había quedado sorda, de modo que había días en que no se enteraba de que Simon acabara de llegar hasta que lo veía en casa, lo cual entristecía a Simon más de lo que debiera.

—De modo que, aparte de salir a pasear a la perrita, ¿no salió más?

—No.

—¿Así que los tres pasaron toda la noche en casa?

—Yo no he dicho eso.

Fagbenle se recostó en la silla y abrió los brazos.

—Pues cuénteme.

—Mi mujer se fue a trabajar.

—Es pediatra en el New York-Presbyterian, ¿no es cierto? Tendría turno de noche, supongo. De modo que eso le deja solo toda la noche con su hija Anya.

Aquello frenó a Simon. Sabía dónde trabajaba su mujer. Sabía el nombre de su hija.

—Agente...

—Llámeme Isaac.

Ni de coña, que dirían sus hijos.

—¿Quién fue asesinado?

La puerta de su despacho se abrió. Hester Crimstein sería pequeña de talla pero tenía el paso largo. Entró de estampida y se lanzó sobre Fagbenle.

—Será una broma, ¿no?

Fagbenle no se alteró. Se puso en pie lentamente, elevándose por encima de Hester, y le tendió la mano.

—Agente Isaac Fagbenle, de Homicidios. Un placer conocerla.

Hester se lo quedó mirando a la cara.

—Aparte esa mano antes de que la pierda. Al igual que su trabajo. —Luego se volvió y le echó una mirada fulminante a Simon—. Y tampoco estoy nada contenta con usted.

Hester siguió algo más con sus reproches. Luego insistió en que se trasladaran a una sala de reuniones sin ventanas. Cambio de escenario. Debía de tratarse de una jugada psicológica, pero Simon no tenía muy claro por qué. No obstante, en cuanto entraron en la sala, Hester tomó el control. Hizo que Fagbenle se sentara a un lado de la larga mesa de reuniones. Simon y ella se acomodaron en el lado opuesto.

Una vez instalados, Hester le hizo un gesto con la cabeza y dijo:

—Muy bien, vaya al asunto.

—Simon...

—Llámele señor Greene —le espetó Hester—. No es su colega.

Fagbenle parecía estar a punto de discutir, pero en lugar de eso, sonrió.

—Señor Greene —dijo. Metió la mano en el bolsillo y sacó una fotografía—. ¿Conoce a este hombre?

Hester le apoyó una mano en el antebrazo a Simon. No iba a responder ni a reaccionar hasta que ella se lo dijera. La mano estaba ahí como recordatorio.

Fagbenle les pasó una fotografía por encima de la mesa.

Era Aaron Corval. Aquella escoria sonreía con aquella horrible mueca de suficiencia, la misma que tenía en el rostro poco antes de que Simon se la borrara de un puñetazo. Estaba de pie en algún campo, con árboles detrás, y en la fotografía aparecía junto a alguien, a quien rodeaba con el brazo, alguien que Fagbenle había cortado de la foto: se veía el hombro de esa persona a la izquierda, y Simon no pudo evitar preguntarse si la persona recortada sería Paige.

—Lo conozco —dijo Simon.

—¿Quién es?

—Se llama Aaron Corval.

—Es el novio de su hija, ¿es correcto?

Hester le apretó el brazo.

—No le corresponde a él describir la relación. Siga adelante.

Fagbenle señaló con un dedo la sonrisa de suficiencia de Aaron.

—¿De qué conoce a Aaron Corval?

—¿En serio?

Era Hester otra vez.

—¿Hay algún problema, señora Crimstein?

—Sí, hay un problema. Está haciéndonos perder el tiempo.

—Estoy preguntando...

—Basta. —Levantó la palma de la mano—. Se está poniendo en evidencia. Todos sabemos de qué conoce mi cliente a Aaron Corval. Vamos a suponer que ya ha conseguido hipnotizarnos al señor Greene y a mí, sumiéndonos en un estado de relajación con sus perspicaces aunque manidas técnicas de interrogación. Somos arcilla en sus manos, agente, así que vayamos al grano, ¿de acuerdo?

—Vale, me parece bien —Fagbenle se inclinó hacia delante—. Aaron Corval ha sido asesinado.

Simon ya se lo esperaba, y aun así el peso de aquellas palabras le hizo tambalearse.

—¿Y mi hija...?

Hester le apretó el brazo.

—No sabemos dónde está, señor Greene. ¿Usted lo sabe?

—No.

—¿Cuándo fue la última vez que la vio?

—Hace tres meses.

—¿Dónde?

—En Central Park.

—¿Sería quizás el día en que agredió a Aaron Corval?

—¡Vaya! —intervino Hester—. Es como si de pronto me hubiera vuelto invisible.

—Una vez más, le pregunto: ¿Hay algún problema? —dijo Fagbenle.

—Y una vez más, le respondo: Sí, lo hay. No me gusta su descripción de los hechos.

—¿Quiere decir el uso del término agresión para describir lo sucedido?

—Quiero decir exactamente eso.

Él se recostó en la silla y apoyó las manos sobre la mesa.

—Tengo entendido que, en ese caso, se retiraron los cargos.

—A mí no me importa lo que tenga entendido.

—Qué curioso que acabara así. Con todas las pruebas que había. Resulta interesante.

—Tampoco me importa lo que le interese a usted, agente. No me gusta la descripción que ha hecho del incidente. Por favor, reformule la pregunta.

—Y ahora, ¿quién está perdiendo el tiempo, abogada?

—Quiero que la entrevista se haga tal y como es debido, campeón.

—Muy bien. La presunta agresión. El incidente. Lo que sea. ¿Puede responder su cliente ahora?

—No he visto a mi hija desde el incidente de Central Park, sí —respondió Simon.

—¿Y a Aaron Corval? ¿Lo ha visto?

—No.

—Así que en los últimos tres meses no ha mantenido ningún contacto ni con su hija ni con el señor Corval. ¿Es correcto?

—Ya lo ha preguntado y ya le ha respondido —espetó Hester.

—Déjele que responda, por favor.

—Es correcto —dijo Simon.

Fagbenle esbozó una sonrisa.

—Entonces, me figuro que no debe mantener una relación muy estrecha con su hija Paige, ¿no?

Hester no iba a permitir aquello.

—Ahora, ¿de qué va? ¿De terapeuta familiar?

—No era más que una observación. ¿Qué hay de su hija Anya?

—¿Qué le pasa a su hija Anya? —replicó Hester.

—Antes el señor Greene ha mencionado que él y Anya pasaron toda la noche en casa —dijo Fagbenle.

—¿Que hizo qué?

—Eso es lo que me ha dicho su cliente.

Hester le lanzó otra mirada fulminante a Simon.

—Señor Greene, sacó a pasear a su perra por segunda vez hacia las diez de la noche, ¿no es cierto?

—Es cierto.

—¿Salieron usted o su hija Anya después de esa hora?

—¡Oiga, oiga! —exclamó Hester, poniendo las manos en forma de T—. Tiempo muerto.

Fagbenle adoptó un gesto de fastidio.

—Me gustaría proseguir con mis preguntas.

—Y a mí me gustaría darle un repaso a Hugh Jackman —dijo Hester—, así que ambos vamos a tener que seguir viviendo con un cierto nivel de decepción —Hester se puso en pie—. Quédese aquí, agente. Volvemos enseguida.

Arrastró a Simon fuera de la sala y por el pasillo, trasteando en su teléfono móvil todo el rato.

—Me saltaré la evidente reprimenda.

—Y yo me saltaré la parte en la que me defiendo recordándole que no sabía si la víctima de asesinato era mi hija.

—Eso era un truco.

—Soy plenamente consciente.

—Lo que está hecho, hecho está —dijo—. ¿Qué es lo que le ha dicho?

—Todo —dijo Simon y le contó su conversación anterior.

—Habrá observado que acabo de enviar un mensaje, ¿no? —dijo Hester.

—Sí.

—Antes de que volvamos ahí dentro y soltemos alguna estupidez, quiero que mi detective investigue todo cuanto pueda sobre el asesinato de Corval: hora, circunstancias, método, lo que sea. No es usted tonto, así que ya sabe lo que piensa nuestro inspector guaperas.

—Que soy sospechoso.

Asintió.

—Tuvo un «incidente» grave —Hester marcó unas comillas imaginarias con los dedos— con el difunto. Lo odiaba. Es más: lo culpaba de los problemas con las drogas de su hija. Así que, en efecto, es sospechoso. Y su mujer, también. Y también... bueno, Paige. Supongo que ella será la principal sospechosa. ¿Tiene una coartada para la noche?

—Ya se lo he dicho. Estuve toda la noche en casa.

—¿Con?

—Anya.

—Ya, bueno, eso no va a valer.

—¿Por qué no?

—¿En qué parte concreta de su piso estuvo Anya?

—En su habitación, sobre todo.

—¿Puerta abierta o cerrada?

Simon vio adónde quería llegar.

—Cerrada.

—Es una niña, ¿no? Puerta cerrada, probablemente con los auriculares puestos y la música a tope. Así que podría haberse escabullido en cualquier momento. ¿A qué hora se fue a dormir Anya? Pongamos que a las once. Podría haberse marchado entonces. ¿Su edificio tiene cámaras de seguridad?

—Sí. Pero es un edificio antiguo. Siempre hay formas de salir sin que le vean a uno.

El teléfono de Hester emitió un pitido. Se lo llevó al oído y dijo:

—Articula.

Alguien lo hizo. Y a medida que lo hacía, el rostro de Hester fue perdiendo color. No pronunció palabra. Pasó mucho rato. Cuando por fin volvió a hablar, lo hizo con un hilo de voz en absoluto propio de ella.

—Envíame el informe.

Colgó.

—¿Qué? —preguntó Simon.

—No creen que lo hiciera usted. Corrijo: no pueden pensar que lo hiciera usted.

En fuga

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