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Ingrid salió al encuentro de Simon cuando este llegó a casa. En la misma puerta, lo rodeó con sus brazos.

—La policía ha llegado justo cuando acababa de meterme en la cama —dijo.

—Ya.

—Me había dormido y, de pronto, el timbre no paraba de sonar. Tardé un montón en despertarme. Me imaginé que sería una entrega a domicilio, solo que a esos siempre les paran abajo.

«Abajo» quería decir en la garita de los porteros. Ingrid trabajaba en el turno de noche de Urgencias un día a la semana. Los porteros sabían que el día siguiente tenía que dormir, así que si llegaba algún paquete, se lo quedaban abajo hasta que lo recogía Simon a las seis y media.

—Ha sido muy desagradable. Se ha presentado un poli, y me ha pedido incluso si tenía una coartada. Como si fuera sospechosa.

Simon eso ya lo sabía, por supuesto. Ingrid había contactado con él en cuanto el portero le había avisado de que venían a verla. Hester le había enviado a un colega de su bufete para que estuviera presente durante el interrogatorio de la policía.

—Y me acaba de llamar Mary, de Urgencias. La poli se ha presentado en el hospital para comprobar que estaba allí. ¿Puedes creértelo?

—A mí también me han pedido una coartada —dijo Simon—. Hester cree que no es más que algo rutinario.

—Pero no lo entiendo. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Aaron ha muerto?

—Asesinado, sí.

—¿Y dónde está Paige?

—No parece que nadie lo sepa.

Laszlo, la perrita, se puso a frotarle la pierna a Simon. Ambos bajaron la vista y vieron la profunda mirada del pequeño animal.

—Saquémosla a dar un paseo —propuso Simon.

Cinco minutos más tarde, cruzaban Central Park West a la altura de la calle Sesenta y siete, con Laszlo tirando con fuerza de la correa. A su izquierda, a plena vista y a pesar de ello algo oculta, había una minúscula zona de juegos llena de colorido. Hacía una eternidad —y aun así, no había transcurrido tanto tiempo—, eran ellos los que llevaban a Paige, a Sam y luego a Anya a jugar a aquel lugar. Solían sentarse en un banco desde donde podían observar toda la zona de juegos sin tener que volver siquiera la cabeza, y se sentían seguros en medio de aquel enorme parque, en aquella enorme ciudad, apenas a una manzana de su casa.

Pasaron junto al Tavern on the Green, el famoso restaurante, y torcieron a la derecha, dirigiéndose hacia el sur. Un grupo de escolares vestidos con camisetas amarillas todas iguales —fáciles de ver en las salidas en grupo— les pasó delante. Simon esperó hasta estar seguro de que no les oirían.

—El asesinato —dijo Simon—. Ha sido macabro.

Ingrid llevaba un abrigo largo de tela fina. Hundió las manos en los bolsillos.

—Sigue.

—Lo han mutilado.

—¿Cómo?

—¿De verdad necesitas saber los detalles?

Ingrid casi sonrió.

—Qué curioso.

—¿El qué?

—Quien no soporta, de los dos, la violencia en las películas eres tú —dijo ella.

—Y tú eres la médico que ni siquiera parpadea al ver sangre —añadió él, acabando la frase—. Pero quizás ahora lo entienda mejor.

—¿Y eso?

—Lo que Hester me dijo... no me asqueó en absoluto. Quizá por ser real. Así pues, me limité a reaccionar. Como tú ante un paciente en Urgencias. En el cine te puedes permitir el lujo de apartar la mirada. En la vida real...

No acabó la frase.

—Te estás yendo por las ramas.

—Lo cual es una tontería, lo sé. Según la fuente de Hester, el asesino le cortó la garganta, aunque ella dice que es un modo muy suave de decirlo. El cuchillo le penetró hasta lo hondo del cuello. Casi le rebana la cabeza. También le cortaron tres dedos. Y la...

—¿Pre o post mortem? —preguntó Ingrid en tono profesional.

—¿Qué?

—Las amputaciones. ¿Aún estaba vivo cuando se las hicieron?

—No lo sé —respondió Simon—. ¿Importa?

—Podría.

—No te sigo.

Laszlo se detuvo y saludó a un collie que pasaba por allí husmeándole el trasero.

—Si Aaron aún estaba vivo cuando lo mutilaron —dijo Ingrid—, puede que alguien estuviera intentando sacarle información.

—¿Qué tipo de información?

—No lo sé. Pero ahora nadie sabe dónde se encuentra nuestra hija.

—¿Tú crees...?

—Yo no creo nada —dijo Ingrid.

Ambos se detuvieron. Intercambiaron una mirada y, por un momento, a pesar de toda la gente que pasaba por allí, del horror de cuanto les estaba sucediendo, Simon se sumergió en los ojos de ella e Ingrid en los de él. Se querían. Tan sencillo como eso. Dos personas se labran una carrera profesional, crían a sus hijos, experimentan victorias y derrotas y van sorteando obstáculos, viviendo la vida: días largos, años cortos y, luego, de vez en cuando, te permites hacer un alto y mirar a la persona con la que compartes tu vida, reconocer a quien te acompaña por el solitario camino, y entonces te das cuenta de lo mucho que compartís.

—Para la policía, Paige no es más que una yonqui sin ningún valor —dijo Ingrid—. No la buscarán; y si lo hacen, será para detenerla como cómplice, o algo peor.

Simon asintió.

—Así que depende de nosotros —añadió Simon.

—Sí. ¿Dónde asesinaron a Aaron?

—En su piso de Mott Haven.

—¿Tienes la dirección?

Simon asintió. Hester se la había dado.

—Podemos empezar por ahí —dijo Ingrid.

El conductor de Uber llegó hasta un par de barreras de cemento que habían colocado en medio de la calle como si aquello fuera una zona de guerra.

—No puedo seguir adelante —dijo el conductor, un tal Achmed, volviéndose hacia Simon y frunciendo el ceño—. ¿Están seguros de que es aquí?

—Es aquí.

Achmed no parecía muy convencido.

—Si están pensando en comprar, yo sé de un lugar más seguro...

—Está bien, gracias —dijo Ingrid.

—No quería molestarle.

—No pasa nada —respondió Simon.

—No irán... bueno, no irán a darme una calificación de una estrella por esto, ¿verdad?

—Eres un profesional de cinco estrellas en toda regla, no te preocupes —dijo Simon, abriendo la puerta del coche.

—Te daríamos seis, si pudiéramos —añadió Ingrid, y salieron del Toyota.

Simon iba con una sudadera gris y zapatillas de deporte. Ingrid vestía vaqueros y un suéter. Ambos llevaban gorras como las de béisbol: la de ella era la clásica con las letras NY de los New York Yankees; la de él traía impreso el logotipo de un club de golf, recuerdo de un evento benéfico. Todo su atuendo pretendía ser discreto, informal, pensado para pasar desapercibidos, algo que no estaba sucediendo.

El bloque de ladrillo decrépito, de cuatro pisos y sin ascensor, no se estaba desmoronando tanto como desprendiendo, deshilachándose por las costuras como un viejo abrigo gastado. La escalera de incendios parecía a punto de caerse a pedazos al tener más óxido que metal, lo que planteaba la pregunta de si serían peores las quemaduras que pillar el tétanos. En la acera había un colchón maltrecho, tirado sobre una serie de bolsas de basura de plástico, que las cubría y lo convertía todo en una masa informe. La escalera de entrada daba la impresión de soltar polvo de cemento. La puerta principal, de un gris metálico, lucía una especie de grafiti muy elaborado con letras pintadas con espray. Había piezas de coche y neumáticos viejos tirados por entre los hierbajos del solar de al lado, curiosamente cercado por una alambrada de espino, como si alguien pudiera querer robar algo de todo aquello. Y a su derecha, aquel edificio, que quizás en otro tiempo hubiera sido una casa regia de ladrillo rojo, tenía los cristales de las ventanas cubiertos con aglomerado, lo que transmitía una imagen de abandono y soledad que volvió a romperle el corazón a Simon.

Paige, su niña, había vivido allí.

Simon se volvió hacia Ingrid, que también miraba el edificio, desconcertada, alzando la mirada hacia el tejado de los altos bloques de viviendas sociales que se elevaban a poca distancia de allí.

—Y ahora, ¿qué? —le preguntó Simon.

Ingrid miró alrededor.

—No parece que lo hayamos pensado demasiado bien, ¿verdad?

Dio un paso hacia la puerta cubierta de grafitis, giró el pomo sin dudarlo y empujó con fuerza. La puerta cedió a regañadientes. Cuando entraron en lo que, siendo muy generoso, se podría llamar vestíbulo, les envolvió un olor a rancio y a acre, mezcla de moho y podredumbre. Una bombilla desnuda colgaba del techo sin pantalla, arrojando veinte vatios de luz.

«Ella ha vivido aquí —pensó Simon—. Paige ha vivido en este lugar».

Pensó en las elecciones que toma uno en la vida, en las malas decisiones y en las bifurcaciones que encuentra por el camino, y en los pequeños detalles que habían llevado a Paige hasta aquel lugar infernal. Había sido culpa de él, seguro. De algún modo, tenía que serlo. El efecto mariposa. Cambias una cosa y lo cambias todo. Los clásicos «¿y si...?». Ojalá pudiera retroceder y modificar algo. Paige quería ser escritora. Supongamos que hubiera enviado uno de sus relatos a ese amigo suyo que trabajaba en una revista literaria, el que le consultaba cómo desgravarse los donativos, y hubiera conseguido que se lo publicaran. ¿Se habría centrado más en escribir? Paige no había conseguido que la aceptaran en Columbia. ¿Habría tenido que presionar quizás un poco en su alma mater, recurrir a sus viejos amigos del departamento de Admisiones? El suegro de Yvonne estaba en el consejo del Williams College. Ella habría podido hacer algo, si le hubiera insistido. Y eso era lo más gordo, por supuesto, pero cualquier cosa que hubiera hecho habría podido alterar su trayectoria, ¿verdad? Paige quería un gato para su habitación de la residencia, pero él no se lo había comprado. Se había peleado con Merilee, su mejor amiga, y él, como padre, no había hecho nada para arreglar las cosas entre ellas. A Paige le gustaba el queso amarillo en su bocadillo de pavo, no el de tipo cheddar, pero a veces Simon se despistaba y usaba el que no era.

De seguir así, iba a volverse loco.

Además, era tan buena niña... La mejor hija del mundo. Paige odiaba meterse en líos y, cuando lo hacía, aunque fuera por algo mínimo, los ojos se le llenaban de lágrimas, de modo que Simon se veía incapaz de regañarla. Pero quizá debería haberlo hecho. Quizás aquello la hubiera ayudado. Pero es que lloraba tan fácilmente, y a él eso le afectaba tanto que la verdad es que nunca había reunido el valor suficiente para contarle que él también lloraba con facilidad —con demasiada facilidad—, siempre fingiendo que tenía algún problema con una lentilla o alguna alergia inexistente o saliendo de la habitación para no admitirlo. Quizá, si lo hubiera hecho, a ella le habría resultado más fácil y hubiera encontrado algún tipo de válvula de escape o de vínculo con su padre, quien optó por aferrarse a un falso machismo, a la idea de que si él no lloraba, quizás ella se sintiera más segura, más protegida. Cuando, en realidad, eso la había hecho más vulnerable a largo plazo si cabe.

Ingrid ya había empezado a subir los escalones desgastados por el uso. Cuando se dio cuenta de que Simon no la seguía, se volvió:

—¿Estás bien?

Él reaccionó, asintió y la siguió.

—Tercer piso —dijo—. Apartamento B.

En el primer rellano había, dispersas, las piezas rotas de lo que en otro tiempo habría sido un sofá. Latas de cerveza chafadas y ceniceros rebosantes de colillas se amontonaban unos encima de otros. Simon miró al fondo del pasillo mientras giraban para subir al piso siguiente. Había un hombre negro y flaco con una camiseta de mujer y unos vaqueros desgastados. El hombre tenía una barba blanca tan espesa y rizada que parecía que se estuviera comiendo una oveja.

En el tercer piso había una cinta amarilla que rezaba: ESCENARIO DE UN CRIMEN. NO PASAR y que formaba una X frente a una pesada puerta de metal con la letra B. Ingrid no vaciló ni se detuvo siquiera por un momento. Cogió el pomo e intentó abrir.

El pomo no se movió.

Dio un paso hacia atrás y le hizo un gesto a Simon para que probara. Lo hizo. Giró el pomo a ambos lados, empujó y tiró.

Cerrado.

Las paredes del piso estaban tan degradadas que tal vez Simon hubiera podido asestar un puñetazo, atravesar un tabique y entrar por ahí, pero aquella puerta cerrada no iba a rendirse.

—¿Hola?

Aquella sencilla palabra, pronunciada en un tono de voz normal, atravesó el aire rancio del edificio como un disparo. Simon e Ingrid dieron un respingo y se volvieron. Era el hombre negro y flaco con la barba cardada de oveja. Simon miró alrededor en busca de una salida. No había ninguna, salvo el lugar por donde habían llegado, y ahora mismo aquel camino estaba bloqueado.

Lentamente y sin pensárselo, Simon dio un paso adelante y se situó frente a Ingrid, colocándose entre ella y el hombre.

Por un momento nadie dijo nada. Los tres se quedaron allí de pie, en aquel pasillo mugriento, sin moverse. Alguien en el piso de arriba subió el volumen de la música, y se oyó un bajo que retumbaba con fuerza y a un vocalista rabioso. Entonces el hombre habló:

—Buscan a Paige. —No era una pregunta—. Usted... —añadió el hombre, levantando la mano y señalando a Ingrid con un dedo huesudo—... usted es la madre.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Porque se le parece muchísimo. ¿O es ella quien se le parece? —Se mesó la barba de oveja—. Esas cosas siempre las confundo.

—¿Sabe dónde está Paige? —preguntó Simon.

—¿Por eso han venido? ¿Están buscándola?

Ingrid dio un paso hacia él.

—Sí. ¿Sabe dónde está?

El hombre negó con la cabeza.

—Lo siento.

—Pero ¿conoce a Paige?

—Sí, la conozco. Vivo justo debajo de ellos.

—¿Hay alguien que pueda saberlo? —preguntó Simon.

—¿Otra persona?

—Algún amigo, quizá.

El hombre sonrió.

—Yo soy su amigo.

—Entonces, tal vez algún otro amigo.

—No lo creo —dijo, y señaló hacia la puerta con la barba—. ¿Están intentando entrar?

Simon miró a Ingrid.

—Sí —dijo ella—. Esperábamos ver... —añadió, y entornó los párpados.

—¿El qué?

—A decir verdad, no lo sé —confesó.

—Simplemente, estamos intentando encontrarla —intervino Simon.

El hombre se frotó la barba de oveja un poco más, tirándose de la punta como si quisiera hacerla más larga.

—Yo puedo abrirles —dijo. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una llave.

—¿Cómo es que tiene...?

—Ya les he dicho que soy su amigo. ¿Ustedes no tienen un amigo a quien le dejen una llave, por si un día se olvidan la suya o algo así? —Se les acercó—. Si los polis se cabrean por la rotura de la cinta, les echaré la culpa. Venga, entremos.

El apartamento era un antro claustrofóbico, quizá la mitad de grande que la habitación de Paige en la residencia de la universidad. Había dos colchones individuales: uno en el suelo junto a la pared de la derecha y otro apoyado en la pared de la izquierda. Solo colchones. Nada de camas. Ni ningún otro mueble.

La guitarra de Paige se hallaba recostada en la esquina de la derecha. Su ropa se hallaba en el suelo, en tres montones, al lado de la guitarra. El lugar estaba hecho un asco, pero su ropa se encontraba perfectamente doblada. Simon se la quedó mirando y sintió que Ingrid le cogía de la mano y se la apretaba. Paige siempre había cuidado de su ropa.

En el lado izquierdo de la habitación, la sangre seca manchaba la madera.

—Su hija nunca ha hecho daño a nadie —dijo el hombre negro—. Salvo a sí misma.

Ingrid se volvió hacia él.

—¿Cómo se llama?

—Cornelius.

—Yo soy Ingrid. Y este es el padre de Paige, Simon. Pero lo que dice no es del todo cierto, Cornelius.

—¿Sobre qué?

—Ha herido a más personas aparte de a sí misma.

Cornelius se quedó pensativo y luego asintió.

—Supongo que tiene razón, Ingrid. Pero aun así hay mucha bondad en su interior. Solía jugar al ajedrez conmigo. —Miró a Simon—. Me dijo que usted le había enseñado.

Simon asintió, incapaz de hablar.

—Le encantaba sacar a Chloe a pasear. Es mi perrita. Una cocker spaniel. Decía que ella también tenía una perrita en casa. Que la echaba de menos. Entiendo que Paige les haya hecho daño, pero yo hablo ahora de intención. Lo he visto antes y lo veré más veces. Es el demonio, que te domina. Te busca y te tienta hasta encontrar tus puntos débiles y luego se cuela bajo la piel y se diluye en la sangre. Puede ser a través de la bebida. Puede ser a través del juego. Puede ser un virus, como el cáncer o algo así. Pero también puede ser el caballo, la farlopa, la meta, lo que sea. Todo son manifestaciones del demonio en sus diferentes formas.

Se volvió y bajó la mirada, hacia la sangre del suelo.

—El demonio puede ser incluso un hombre —dijo Cornelius.

—Supongo que conocía a Aaron, ¿verdad? —preguntó Simon.

—Han entendido todo eso que les he dicho sobre el demonio, que se te cuela en la sangre, ¿verdad? —dijo Cornelius, sin apartar la mirada de la sangre.

—Sí —dijo Ingrid.

—A veces, no tiene que hacer ningún esfuerzo por hurgar y tentar a nadie. A veces, encuentra a alguien que lo haga por él. —Cornelius levantó la vista y los miró—. No me gusta desearle la muerte a nadie, pero se lo aseguro: hubo veces en que vine aquí y él parecía tan perdido, y Paige también, acostados ambos en su propio hedor, y yo lo miraba a él, lo que había hecho, y era como una pesadilla...

No acabó la frase.

—¿Ha hablado con la policía? —preguntó Ingrid.

—Me han venido a ver, pero yo no tenía nada que decirles.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a Paige?

Cornelius vaciló.

—La verdad es que esperaba que ustedes me lo aclarasen.

—¿A qué se refiere?

Se oyó un ruido en el pasillo. Cornelius asomó la cabeza por la puerta. Una pareja joven se acercó dando tumbos, agarrados entre sí, con los brazos tan enredados que resultaba difícil determinar dónde empezaba uno y dónde acababa el otro.

—Cornelius —dijo el joven, con un acento particular—. ¿Qué pasa, tío?

—Todo bien, Enrique. ¿Cómo estás, Candy?

—Te quiero, Cornelius.

—Yo también te quiero.

—¿Estás limpiando la casa? —preguntó Enrique.

—No. Solo me aseguraba de que todo estuviera bien.

—Ese tío era un mierda.

—¡Enrique! —lo reprendió Candy.

—¿Qué pasa?

—Está muerto.

—Bueno, pues ahora es un mierda muerto. ¿Mejor así?

Enrique se asomó a la puerta, vio a Simon y a Ingrid y preguntó:

—¿Quiénes son esos dos que están contigo?

—Unos polis —dijo Cornelius.

Al oír eso, cambiaron de actitud. De pronto, se enderezaron y caminaron con mayor decisión.

—Esto... encantada de conocerles —dijo Candy.

Se separaron y aceleraron el paso mientras desaparecían por una habitación al final del pasillo. Cornelius no dejó de sonreír hasta que la pareja se hubo esfumado.

—Cornelius... —dijo Ingrid.

—¿Sí?

—¿Cuándo fue la última vez que vio a Paige?

Él se volvió lentamente y observó el triste panorama.

—Lo que les voy a contar... Bueno, no se lo conté a la policía por motivos evidentes.

Ambos esperaron.

—Tienen que entender. Quizás he querido endulzar la verdad, diciéndoles lo buena que era Paige con Chloe y conmigo. Pero lo cierto es que estaba hecha un asco. Enganchada. Cuando venía a mi casa (por ejemplo, a jugar al ajedrez o a comer algo) lo cierto es que... no me gusta tener que decirlo, pero no le quitaba el ojo de encima. ¿Entienden lo que les digo? Siempre temía que me robara algo, porque es lo que hacen los yonquis.

Simon sabía de lo que hablaba. A ellos también les había robado. A Simon le había desaparecido dinero de la cartera. Cuando se esfumaron varias joyas de Ingrid, Paige defendió su inocencia con una actuación prácticamente digna de un premio Óscar.

«Eso es lo que hacen los yonquis».

Una yonqui.

Su hija era una yonqui. Simon nunca se había atrevido a reconocérselo a sí mismo, pero al oírlo en boca de Cornelius, la evidencia le cayó encima como un mazazo terrible, imposible de negar.

—Dos días antes de que mataran a Aaron, vi a Paige. En la puerta del edificio. Yo entraba. Ella bajaba las escaleras a la carrera, casi dando tumbos. Como si alguien la persiguiera. Iba tan rápido que temí que diera un traspié.

Cornelius levantó la vista y se quedó con la mirada perdida, como si aún la viera.

—Extendí las manos, como para agarrarla y evitar que se cayera. —Cornelius les enseñó cómo lo había hecho, levantando los brazos, con las palmas de las manos hacia arriba—. La llamé. Pero ella pasó a mi lado como una exhalación y salió al exterior. Ni siquiera aminoró el paso. Bueno, tampoco era la primera vez.

—¿Qué es lo que no era la primera vez? —quiso saber Ingrid.

—No era la primera vez que pasaba corriendo junto a mí, de ese modo. Como si estuviera tan fuera de sí que no supiera en ese momento quién era yo. Muchas veces sale corriendo como una loca en dirección al solar de al lado. ¿Lo han visto al entrar?

Ambos asintieron.

—Tiene esa alambrada delante, pero hay una abertura por un costado. Va allí a pedirle lo suyo a Rocco.

—¿Rocco?

—El camello del barrio. Aaron trabajaba para él.

—¿Aaron vendía droga? —inquirió Ingrid.

Cornelius levantó una ceja.

—¿Eso le sorprende?

Simon e Ingrid intercambiaron una mirada. No les sorprendía.

—El caso es que cuando un yonqui necesita un chute, ya puedes ponerle una defensa de fútbol americano delante, que se abrirá paso de igual modo. Así que cuanto digo es que esa parte, que pasara a mi lado corriendo, no era lo que hacía que fuera raro.

—¿Qué lo hacía raro entonces? —preguntó Simon.

—Que Paige tuviera moratones en la cara.

Simon sintió el calor acumulándosele en las orejas. Su propia voz le parecía un sonido lejano.

—¿Moratones?

—Y algo de sangre. Como si le hubieran dado una paliza.

Simon apretó los puños. La rabia lo envolvió, y le empezó a hervir la sangre de todo el cuerpo. Drogadicta, yonqui, colocada, lo que fuera... De algún modo, podía encajar o bloquear todo aquello.

Pero esta vez alguien había golpeado a su niña.

Simon se lo imaginaba perfectamente: una mano cruel cerrada en un puño, un puño apretado como el suyo en aquel momento, y de pronto el brazo que retrocede, una sonrisa socarrona en el rostro, y ese puño que sale disparado en dirección a su hija desvalida.

La ira, la furia, la rabia lo consumían.

Si había sido Aaron —y si Aaron, por algún motivo, estuviera vivo en aquel momento y lo tuviera delante—, Simon lo mataría sin un atisbo de vacilación, sin pensárselo dos veces. Sin remordimientos. Sin sensación de culpa.

Acabaría con él.

Simon sintió la mano de Ingrid sobre su brazo, un contacto cálido, un intento quizá de devolverlo a la realidad.

—Entiendo lo que siente —dijo Cornelius, mirando a Simon a los ojos.

—¿Y qué es lo que hizo? —le preguntó Simon.

—¿Quién dice que yo hiciera algo?

—Ha dicho que entiende lo que siento —dijo Simon.

—Eso no quiere decir que yo hiciera algo. No soy su padre.

—¿Así que se encogió de hombros y siguió a lo suyo?

—Puede ser.

Simon meneó la cabeza.

—Usted no dejaría que pasara algo así, sin más.

—Yo no lo maté —dijo Cornelius.

—Si lo hubiera hecho, eso se quedaría para siempre dentro de estas cuatro paredes —repuso Simon.

Cornelius echó una mirada a Ingrid, que asintió para tranquilizarlo.

—Por favor, cuéntenos el resto —dijo ella. Cornelius se pasó los dedos por su barba de un gris casi blanco. Echó otra mirada a la sala, haciendo una mueca como si acabara de entrar y fuera la primera vez que veía toda aquella mugre.

—Sí, subí hasta aquí.

—¿Y?

—Y golpeé la puerta. Estaba cerrada con llave. Así que saqué la mía. Al igual que he hecho hoy. Abrí la puerta... —La música del piso de arriba se detuvo. Ahora la habitación estaba en completo silencio.

Cornelius miró al colchón de la derecha.

—Aaron estaba ahí mismo. Colocado. Olía tan mal que apenas podía respirar. Yo no veía el momento de largarme de aquí, de olvidarme de todo —dijo, y se calló de golpe.

—¿Y qué hizo? —preguntó Ingrid.

—Le miré los nudillos.

—¿Perdón?

—Los nudillos de la mano derecha de Aaron. Los tenía pelados. Y las peladuras eran frescas. Así que tuve la certeza. Supongo que no era ninguna sorpresa: había sido él quien la había pegado. De modo que me puse a su lado, de pie...

Volvió a detenerse. Esta vez cerró los ojos. Ingrid dio un paso hacia él.

—No pasa nada.

—Como ya le he dicho, era como soñar despierto. Quizá... tal vez hubiera hecho algo más, de haber tenido ocasión. No lo sé. Si aquel tipejo hubiera estado despierto. Si hubiera estado despierto y hubiera intentado explicarse. Quizás entonces, habría explotado por fin. ¿Saben a qué me refiero? De modo que me quedé ahí de pie, mirando a esa basura. Y esa vez, después de haber visto lo que había visto, pensé que quizás haría algo más que menear la cabeza e irme de allí arrastrando los pies.

Cornelius abrió los ojos.

—Pero no lo hice.

—Salió de aquí —dijo Ingrid.

Él asintió.

—Enrique y Candy aparecieron en el rellano, como hoy. Cerré la puerta y volví a bajar.

—¿Y ya está?

—Y ya está —dijo Cornelius.

—¿Y no ha vuelto a ver a Paige?

—Ni a Paige ni a Aaron. Cuando aparecieron ustedes, pensé que quizá me hubiera equivocado.

—¿En qué?

—En que tal vez Paige no había ido a ese solar a ver a Rocco, sino corriendo a su casa, a contarles a su padre y a su madre lo ocurrido. En que quizás ellos habían venido hasta aquí y... bueno, son sus padres. Sangre de su sangre. Así que quizás ellos hubieran hecho algo más que imaginárselo.

Cornelius les escrutó el rostro.

—Pues eso no ha pasado —dijo Simon.

—Sí, eso ya lo veo.

—Necesitamos encontrarla.

—Eso también lo veo.

—Necesitamos seguir sus pasos desde que salió corriendo de aquí.

Cornelius asintió.

—Pues eso quiere decir que tienen que ir a ver a Rocco.

En fuga

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