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ОглавлениеTRES MESES MÁS TARDE
Simon se sentó frente a Michelle Brady en el amplio despacho que tenía en la planta treinta y ocho, al otro lado de la calle en donde en otro tiempo se levantaban las torres del World Trade Center. Él había presenciado la caída de las torres aquel día terrible, pero nunca hablaba de ello. Nunca vio los documentales ni los boletines de noticias ni los programas especiales de aniversario. Sencillamente no se veía capaz. A lo lejos, a la derecha, sobre el agua, se veía la Estatua de la Libertad. Distante, pequeña en comparación con los rascacielos, flotando sola en el agua, pero con gesto decidido, alzando la antorcha al cielo, como un modelo verde de entereza, y aunque ya hiciera tiempo que Simon se había cansado del panorama —por espectacular que sea, si ves lo mismo cada día, al final se vuelve monótono—, la visión de la Estatua de la Libertad seguía reconfortándolo.
—Te estoy muy agradecida —dijo Michelle, con lágrimas en los ojos—. Siempre has sido un buen amigo.
En realidad, no era un amigo. Era un asesor financiero, y ella su cliente. Pero sus palabras lo conmovieron. Se trataba justo de lo que quería oír, de cómo veía él su trabajo. Por otra parte quizá sí fuera un amigo.
Veinticinco años atrás, después del nacimiento de la primera hija de Rick y de Michelle Brady, Elizabeth, Simon había abierto una cuenta de depósito en custodia con el objeto de que Rick y Michelle pudieran empezar a ahorrar para la universidad.
Veintitrés años atrás, les había ayudado a estructurar una hipoteca para su primera casa.
Veintiún años atrás, había puesto sus papeles y negocios en orden para que pudieran adoptar a su hija Mei en China.
Veinte años atrás, había ayudado a Rick a pedir un préstamo para lanzar una empresa de impresión especializada que en la actualidad tenía clientes en los cincuenta estados del país.
Dieciocho años atrás, había ayudado a Michelle a montar su primer estudio de arte.
Con el correr de los años, Simon y Rick habían hablado de la expansión del negocio, de la domiciliación de las nóminas, de si debía o no convertirlo en una sociedad limitada y sobre el plan de pensiones que sería mejor, acerca de si debería comprar un coche o alquilarlo, además de si podría permitirse un colegio privado para las niñas o eso supondría estirar más el brazo que la manga. Habían hablado de inversiones, de acciones, de la liquidación de nóminas de la empresa, del precio de las vacaciones familiares, de la compra de aquella cabaña de pesca junto al lago, de las obras de la cocina. Habían creado quinientas veintinueve cuentas y revisado los planos de sus propiedades.
Dos años atrás, Simon había ayudado a Rick y a Michelle a buscar el mejor modo de pagar la boda de Elizabeth. Simon había asistido, por supuesto. Aquel día Rick y Michelle habían llorado mucho al ver a su hija recorriendo el pasillo camino del altar.
Un mes atrás, Simon se había sentado en el mismo banco de la misma iglesia para asistir al funeral de Rick.
Ahora Simon ayudaba a Michelle, aún en proceso de duelo, para que aprendiera a ocuparse de las pocas cosas que había dejado en manos de Rick: gestionar un talón de cheques, controlar las tarjetas de crédito, ver qué fondos quedaban en cuentas comunes y separadas, por no hablar de mantener el negocio en marcha o decidir si era mejor venderlo.
—Me alegro de poder ayudar —dijo Simon.
—Rick había preparado las cosas para este momento —respondió ella.
—Lo sé.
—Como si lo supiera... Quiero decir, que siempre se le veía tan sano. ¿Tenía algún problema de salud del que no me hubiera hablado? ¿Tú crees que él lo sabía?
Simon negó con la cabeza.
—No, no lo creo.
Rick había muerto de un infarto masivo a los cincuenta y ocho años de edad. Simon no era abogado ni agente de seguros, pero parte del trabajo del asesor financiero consistía en preparar al cliente para semejante contingencia. Así que lo había hablado con Rick. Como la mayor parte de hombres de su edad, Rick se había mostrado reacio a plantearse su propia defunción.
Simon notó la vibración del teléfono en el bolsillo. Tenía una regla estricta: nada de interrupciones cuando estaba con sus clientes. No era por presumir, pero cuando la gente entraba en su despacho, venían a hablar de algo que les importaba mucho.
Su dinero.
Sí, ya. El dinero quizá no diera la felicidad y demás, pero... bueno, bobadas. El dinero, como casi cualquier cosa que uno alcance a controlar, puede conjurar y potenciar ese escurridizo ideal que llamamos felicidad. El dinero alivia el estrés. Proporciona mejores estudios, una mejor alimentación, mejores médicos y cierto nivel de paz mental. El dinero proporciona comodidad y libertad. Con dinero, te puedes conceder experiencias y lujos y, sobre todo, el dinero te ayuda a disponer de tiempo libre que —de eso Simon se había dado cuenta hacía tiempo— era algo tan importante como la familia o la salud.
Si crees en ello —y aunque no lo creas—, la elección de la persona que va a gestionar tus finanzas resulta tan decisiva como la de tu médico o párroco, aunque Simon aduciría que el asesor financiero desempeñaba un papel más comprometido en la vida diaria de cualquiera. Trabajas duro. Ahorras. Planificas. Prácticamente todas las decisiones vitales importantes que tomas guardan relación de algún modo con tus finanzas.
Cuando se paraba a pensar en aquello, sentía que tenía una responsabilidad increíble.
Michelle Brady se merecía toda su atención y dedicación. Así que la vibración del teléfono en el bolsillo era señal de que pasaba algo importante.
Echó una mirada disimulada a la pantalla. Había aparecido un mensaje de su nuevo asistente, Khalil:
Un policía pregunta por ti.
Se quedó mirando el mensaje lo suficiente para que Michelle se diera cuenta.
—¿Estás bien?
—Estoy bien. Es solo...
—¿Qué?
—Un pequeño problema.
—Oh —dijo Michelle—. Si quieres, puedo volver...
—¿Me das un segundo para...? —Señaló el teléfono sobre la mesa.
—Por supuesto.
Simon levantó el auricular y pulsó el botón de la línea de Khalil.
—Un investigador de la policía está subiendo ahora para verte. Se llama Isaac Fagbenle.
—¿Está en el ascensor?
—Sí.
—Hazle esperar en recepción hasta que te lo diga.
—Vale.
—¿Tienes preparados los impresos de las tarjetas de crédito de la señora Brady?
—Sí.
—Pues que los firme. Asegúrate de que emiten hoy mismo su tarjeta y la de Mei. Enséñale cómo funcionan los pagos automáticos.
—Muy bien.
—Para entonces, yo debería haber acabado.
Simon colgó el teléfono y miró a Michelle a los ojos.
—Lamento muchísimo esta interrupción.
—No pasa nada —dijo ella.
Sí, sí pasaba.
—Sabes lo que... bueno, lo que pasó hace unos meses.
Ella asintió. Todo el mundo lo sabía. Simon se había ganado un puesto en el panteón de los malos entre los vídeos virales, junto con el dentista que había disparado a un león y el abogado racista que había perdido la cabeza. Después de aquello, los programas de la mañana de la ABC, la NBC y la CBS se habían ensañado con él. También los canales de televisión por cable. Tal como había predicho Hester Crimstein, su repentina fama había sido un fogonazo que se extendió durante varios días, y luego había ido menguando hasta extinguirse hacia finales del primer mes. El vídeo había obtenido nada menos que ocho millones de visitas en la primera semana. Ahora, casi tres meses más tarde, aún no llegaba a los ocho millones y medio.
—¿Qué hay de eso? —preguntó Michelle.
Quizá no debiera entrar en detalles. O quizá, sí.
—Viene a verme un poli.
Si uno espera que sus clientes se le sinceren, bueno, ¿eso no debería funcionar en ambos sentidos? No era asunto de Michelle, claro, salvo porque iba a interrumpir su visita y tenía la sensación de que tenía derecho a saber por qué.
—Rick me dijo que habían retirado los cargos.
—Así fue.
Hester también tuvo razón en eso. No había habido ni rastro de Aaron ni de Paige en los tres meses siguientes y, sin víctima, no había caso. Tampoco le perjudicó que Simon gozara de una buena posición económica y que Aaron Corval, tal como descubriría Simon a su pesar —cuando no, para su sorpresa—, tuviera un historial delictivo bastante largo. Hester y el fiscal del distrito de Manhattan llegaron a un acuerdo de forma discreta, lejos de las miradas de los curiosos.
No se firmó nada, por supuesto. Ningún quid pro quo evidente. No fueron tan torpes. Pero oye, había una campaña de recolección de fondos a la vista, si es que Simon e Ingrid querían asistir. El director Karim se había puesto en contacto con ellos dos semanas después del incidente. No se disculpó directamente, pero quiso hacerles llegar su apoyo, y recordarle a Simon que los Greene formaban parte de la familia de la Abernathy Academy. Simon lo habría mandado a la mierda con sumo placer, pero Ingrid le recordó que Anya empezaría su primer año en la institución muy pronto, de modo que Simon sonrió, les devolvió el cheque y la vida siguió su curso.
La única previsión que tomó el fiscal del distrito fue esperar un poco a retirar de forma oficial los cargos. El incidente tenía que quedar lo suficientemente alejado en el tiempo para que los medios no se dieran cuenta, para que no hicieran demasiadas preguntas sobre supuestos privilegios o cosas así.
—¿Sabes por qué está aquí la policía? —preguntó Michelle.
—No.
—Probablemente deberías llamar a tu abogado.
—Yo estaba pensando lo mismo.
Michelle se puso en pie.
—Te dejo para que puedas encargarte.
—Siento mucho todo esto.
—No te preocupes.
El despacho de Simon tenía una pared de cristal orientada hacia los cubículos de los administrativos. Khalil se acercó y Simon le indicó con un gesto que entrara.
—Khalil te organizará todo el papeleo. Cuando acabe con este policía...
—Tú arregla lo tuyo. No te preocupes —dijo Michelle, mientras le estrechaba la mano por encima de la mesa. Khalil la acompañó afuera.
Simon respiró hondo. Cogió el teléfono y llamó al bufete de Hester Crimstein. Ella respondió enseguida.
—Articula —dijo Hester.
—¿Qué?
—Así es cómo responde al teléfono un amigo mío. No haga caso. ¿Qué pasa?
—Ha venido un poli a verme.
—¿Dónde?
—A mi despacho.
—¿En serio?
—No, Hester, es una broma telefónica.
—Genial, los listillos son mis clientes favoritos.
—¿Qué debo hacer?
—Mamones —dijo.
—¿Qué?
—Esos mamones saben que soy su abogada en este caso. No deberían ponerse en contacto con usted sin llamarme primero.
—Bueno, ¿y qué hago?
—Voy de camino. No hable con él. O con ella. No quiero ser sexista.
—Es un hombre —dijo Simon—. Pensaba que el fiscal iba a retirar los cargos, que el caso no se sustentaba.
—Lo iba a hacer, y así es. Siéntese y aguante. No diga ni una palabra.
Llamaron suavemente a su puerta y apareció Yvonne Previdi, la hermana de Ingrid. Yvonne, su cuñada, no era en absoluto tan guapa como su hermana modelo —¿o es que Simon no era objetivo?—, pero desde luego estaba mucho más obsesionada con la moda. Llevaba una falda de tubo rosa y un top de color crema sin mangas, con unos zapatos de tacón Valentino de diez centímetros cubiertos de remaches dorados. Había conocido a Yvonne antes que a Ingrid, cuando ambos asistían al programa de formación de Merrill Lynch. Enseguida se habían hecho amigos. Eso había sido hacía veintiséis años. Poco después de que acabaran el curso, el padre de Yvonne, Bart Previdi, había incorporado dos socios a su empresa en expansión: su hija Yvonne y su futuro cuñado, Simon Greene.
La PPG Wealth Management. Las dos P del nombre eran por los dos Previdi, y la G por Greene.
Lema: «Somos honestos pero no muy creativos con los nombres».
—¿Qué hace aquí ese poli guapo? —preguntó Yvonne. Yvonne y Robert tenían cuatro hijos y vivían en Short Hills, un elegante centro suburbano de Nueva Jersey. Durante un breve espacio de tiempo, Simon e Ingrid también habían probado la vida suburbana, y habían dejado el apartamento del Upper West Side por una casa de estilo colonial, justo después del nacimiento de Sam. Lo hicieron porque era lo que tocaba. Uno vive en la ciudad hasta que tiene un hijo o dos y luego se traslada a una bonita casa con una valla de madera y un patio trasero, con buenos colegios y muchos campos de deportes. Pero a Simon e Ingrid no les gustaba la vida suburbana. Echaban de menos lo evidente: la estimulación, el jaleo, el ruido. Si das un paseo de noche por la gran ciudad, siempre ves algo. Si das un paseo de noche por un barrio residencial... bueno, nada. Todo ese gran espacio abierto —los patios en silencio, los interminables campos de fútbol, las piscinas municipales, los campos de béisbol de la Little League— resultaba terriblemente claustrofóbico. Tanta tranquilidad fue agotándolos. Y también los viajes de acá para allá. Probaron durante dos años y, luego, volvieron a mudarse a Manhattan.
Ahora que había pasado el tiempo, ¿podían pensar que se trataba de error?
Uno se puede volver loco planteándose ese tipo de preguntas, pero Simon no lo creía. En cualquier caso, los chicos aburridos de las zonas residenciales solían portarse peor y experimentar más que los de la ciudad. Y Paige no había dado muestras de nada raro durante el instituto. Los problemas habían empezado al marcharse de la ciudad para ir a la universidad en un ambiente rural.
O quizás aquello fuera racionalizar demasiado. ¿Quién sabe?
—¿Lo has visto? —preguntó Simon.
Yvonne asintió.
—Acaba de entrar en recepción. ¿Por qué está aquí?
—No lo sé.
—¿Has llamado a Hester?
—Sí. Está en camino.
—Es guapísimo.
—¿Quién?
—El poli. Podría salir en la portada de GQ.
Simon asintió.
—Está bien saber eso, gracias.
—¿Quieres que me ocupe de Michelle?
—Khalil está con ella, pero tal vez podrías verla.
—Claro.
Yvonne se dio la vuelta para marcharse cuando un hombre negro y alto con un traje gris impecable le bloqueó la salida.
—¿Señor Greene?
En efecto, sacado directamente de GQ. El traje no parecía hecho a medida, sino más bien como si lo hubieran parido, creado, diseñado para él y solo para él. Le encajaba como lo haría el traje ajustado de un superhéroe, o como una segunda piel. El cuerpo de aquel hombre era pura roca. Lucía la cabeza afeitada y el vello facial perfectamente recortado, manos grandes... y todo él resultaba escandalosamente perfecto. Yvonne le hizo un gesto con la cabeza a Simon para indicarle: «¿Ves lo que te decía?».
—Soy el agente Isaac Fagbenle, del Departamento de Policía de Nueva York.
—No debería estar aquí dentro —respondió Simon.
El policía mostró una sonrisa tan reluciente que Yvonne tuvo que dar un paso atrás.
—Sí, bueno, lo cierto es que no estoy aquí por una visita de rutina. —Sacó su placa—. Me gustaría hacerle unas preguntas.
Yvonne no se movió.
—Hola —le dijo él. Yvonne saludó con la mano, por primera vez en su vida sin palabras. Simon frunció el ceño.
—Estoy esperando a mi abogada —dijo Simon.
—¿Hablamos de Hester Crimstein?
—Sí.
Isaac Fagbenle cruzó el despacho y, sin que nadie se lo ofreciera, se sentó en la silla frente a Simon.
—Es buena.
—Ajá.
—Una de las mejores, por lo que he oído.
—Exacto. Y no le gustaría nada que habláramos.
Fagbenle arqueó una ceja y cruzó las piernas.
—¿No?
—No.
—¿Así que se niega a hablar conmigo?
—No me niego. Espero a que esté presente mi abogada.
—¿No quiere entonces hablar conmigo justo ahora?
—Como le he dicho, voy a esperar a mi abogada.
—¿Y confía en que yo haga lo mismo? —dijo esta vez con un punto de irritación en la voz. Simon miró a Yvonne. Ella también lo había oído—. ¿Es eso lo que me está diciendo, Simon? ¿Es esa su respuesta final?
—No sé a qué se refiere.
—Me refiero a que si de verdad se niega usted a hablar conmigo.
—Solo hasta que llegue mi abogada.
Isaac Fagbenle suspiró, descruzó las piernas y volvió a ponerse en pie.
—Vaya, pues adiós entonces.
—Puede esperar en recepción.
—Sí, ya, eso no va a pasar.
—Debería llegar enseguida.
—Simon... ¿Puedo llamarle Simon, por cierto?
—Sí, claro.
—Ustedes cuidan bien a sus clientes, ¿me equivoco?
Simon miró a Yvonne y luego, de nuevo, a Fagbenle.
—Lo intentamos.
—Quiero decir que no les hacen perder dinero, ¿verdad?
—Exacto.
—Yo hago lo mismo. Mis clientes, en este caso, son los contribuyentes de la ciudad de Nueva York. No voy a desperdiciar los dólares que tanto les cuesta ganar leyendo revistas de economía en su sala de espera. ¿Lo entiende?
Simon no dijo nada.
—Cuando usted y su abogada estén disponibles, pueden venir a comisaría.
Fagbenle se alisó el traje, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una tarjeta de visita. Se la dio a Simon.
—Bueno, adiós.
Simon leyó la tarjeta y vio algo que le sorprendió.
—¿El Bronx?
—¿Perdón?
—Aquí dice que su comisaría está en el Bronx.
—Exacto. A veces los de Manhattan se olvidan de que Nueva York tiene cinco distritos. Está el Bronx, Queens y...
—Pero la agresión... —Simon se calló de golpe y rebobinó—. La presunta agresión tuvo lugar en Central Park. Y eso es Manhattan.
—Sí, es cierto —dijo Isaac Fagbenle, mostrando la misma sonrisa luminosa de antes—. Pero... ¿y el asesinato? Ese se produjo en el Bronx.