Читать книгу En fuga - Харлан Кобен - Страница 8
3
ОглавлениеSimon miró por la ventanilla, dejando que el verde del parque fuera pasando, borroso, ante sus ojos. Cuando el conductor giró a la izquierda desde Central Park West y tomó la calle Sesenta y siete Oeste, oyó que Hester murmuraba:
—Oh, oh.
Simon se volvió. Había furgonetas de reporteros aparcadas en doble fila frente a su casa. Quizás habría como dos docenas de manifestantes protestando tras unas barreras de madera azul en las que podía leerse: PRECINTO POLICIAL – NO PASAR. NYPD.
—¿Dónde está su mujer? —preguntó Hester.
Ingrid. Se había olvidado por completo de ella; ni siquiera había pensado cómo podría reaccionar ante todo aquello. También se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué hora era. Miró el reloj. Las cinco y media de la tarde.
—En el trabajo.
—Es pediatra, ¿verdad?
Asintió.
—En el New York-Presbyterian, en la calle Ciento sesenta y ocho.
—¿Y a qué hora acaba?
—Hoy, a las siete.
—¿Vuelve a casa en coche?
—Coge el metro.
—Llámela. Tim la recogerá. ¿Dónde están los chicos?
—No lo sé.
—Llámelos también. El bufete tiene un apartamento en Midtown. Pueden quedarse ahí esta noche.
—Podemos ir a un hotel.
Hester negó con la cabeza.
—Si hacen eso, les encontrarán. El apartamento será mejor, y no es que no cobremos —él no dijo nada—. Esto también pasará, Simon, si no alimentamos el fuego. Para mañana, o como mucho pasado, estos pirados estarán pendientes del próximo escándalo. Aquí la gente tiene una capacidad nula para mantener la atención.
Llamó a Ingrid, pero ese día trabajaba en Urgencias, así que le saltó directamente el buzón de voz. Simon le dejó un mensaje detallado. Luego llamó a Sam, que ya lo sabía todo.
—El vídeo tiene más de un millón de visualizaciones. —Su hijo parecía tan sorprendido como impresionado—. No puedo creerme que le dieras un puñetazo a Aaron. Tú.
—Solo intentaba hablar con tu hermana.
—Pues todo el mundo te presenta como un rico abusón.
—Eso no es lo que pasó.
—Sí, ya lo sé.
Silencio.
—Bueno, este conductor, Tim, te recogerá...
—No te preocupes. Me quedo con los Bernstein.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿A sus padres no les importa?
—Larry dice que no hay problema. Me volveré con él después del entreno.
—Vale, si crees que es mejor así.
—Será más fácil.
—Claro, tiene sentido. Pero si cambias de opinión...
—Papá, lo pillo. —Luego, suavizó la voz—. He visto... Quiero decir que Paige, en ese vídeo... tenía un aspecto...
Más silencio.
—Sí —dijo Simon—. Lo sé.
Simon llamó a su hija Anya tres veces. No hubo respuesta. Al final, vio que ella le estaba llamando a él. Cuando cogió la llamada, no era Anya la que hablaba.
—Hola, Simon, soy Suzy Fiske.
Suzy vivía dos pisos por debajo de ellos. Su hija Delia y Anya habían ido a los mismos colegios desde que tenían tres años.
—¿Anya está bien? —preguntó.
—Sí, está bien. Bueno, no debes preocuparte. Está muy afectada, eso sí. Ya sabes, por ese vídeo.
—¿Lo ha visto?
—Sí. ¿Conoces a Alyssa Edwards? Se lo estaba enseñando a todos los padres a la hora de recoger a los chicos, pero ellos ya... Ya sabes cómo va esto. Todo el mundo hablaba de ello.
Claro que lo sabía.
—¿Puedes pasarme a Anya, por favor?
—No creo que sea buena idea, Simon.
«Me importa una mierda lo que creas», pensó, pero esa vez no lo dijo en voz alta. Quizás había aprendido la lección tras su arranque de antes.
Al fin y al cabo, tampoco era culpa de Suzy.
Se aclaró la garganta e intentó adoptar el tono de voz más tranquilo del que era capaz.
—¿Puedes pedirle por favor a Anya que se ponga al teléfono?
—Puedo intentarlo, Simon, claro.
Seguramente se había apartado del teléfono, porque el sonido le llegaba ahora más débil, más distante.
—Anya, tu papá quiere... ¿Anya?
Ahora solo oía sonidos confusos.
—No hace más que menear la cabeza. Mira, Simon, tu hija puede quedarse aquí el tiempo que necesites. Quizá puedas probar más tarde, o tal vez pueda llamarla Ingrid después, cuando salga del trabajo.
En realidad, no había motivo para insistir.
—Gracias, Suzy.
—Lo siento mucho.
—Te agradezco tu ayuda —dijo, y pulsó el botón de colgar.
Hester se quedó mirando al frente, con su sándwich helado en la mano.
—Apuesto a que ahora se arrepiente de no haber aceptado ese helado cuando se lo he ofrecido, ¿verdad? —Una pausa—. ¿Tim?
—Sí, Hester.
—¿Guardas ese helado que ha sobrado en la nevera?
—Sí —dijo el conductor, y se lo pasó. Hester cogió el sándwich y se lo mostró a Simon.
—También va a cargar en mi cuenta el precio de los helados, ¿verdad?
—Yo no, personalmente.
—El bufete.
Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué cree usted que le insisto tanto en que se lo coma?
Hester le entregó el helado a Simon. Él le dio un bocado y, por unos segundos, la cosa mejoró. Pero no duró mucho.
El apartamento del bufete de abogados se encontraba en un bloque de oficinas una planta por debajo del despacho de Hester, y se notaba. Las alfombras eran beis. El mobiliario era beis. Las paredes eran beis. Las almohadas... beis.
—Una gran decoración de interiores, ¿no cree? —dijo Hester.
—Muy bonito si le gusta el beis.
—El término políticamente correcto es «tonos tierra».
—Tonos tierra —dijo Simon—. Como el polvo.
A Hester aquello le gustó.
—Yo lo llamo: «tono neutro americano antiguo».
El teléfono de Hester vibró. Ella echó un vistazo rápido al mensaje.
—Su mujer viene de camino. La traeré aquí arriba en cuanto llegue.
—Gracias.
Hester se fue. Simon hizo acopio de valor y echó un vistazo a su teléfono. Había demasiados mensajes y llamadas de teléfono perdidas. Los pasó todos por alto salvo los de Yvonne, su socia en PPG Wealth Management y hermana de Ingrid. Le debía alguna explicación. Así que le escribió un mensaje:
Estoy bien. Es largo de explicar.
Vio los puntitos que indicaban que Yvonne le estaba respondiendo:
¿Hay algo que podamos hacer?
No. Quizá necesite que me cubráis mañana.
No hay problema.
Te pondré al día en cuanto pueda.
Yvonne respondió con una serie de reconfortantes emojis que le dejaban claro que no debía agobiarse y que todo iría bien.
Echó un vistazo al resto de los mensajes. No había ninguno de Ingrid. Durante unos minutos, caminó de acá para allá a lo largo de la moqueta beis del apartamento, miró por la ventana, se sentó en un sofá beis, se puso en pie de nuevo y caminó un rato más. No respondió a las llamadas, y dejó que saltara el contestador de voz, hasta que vio una procedente del colegio de Anya. Cuando respondió, la persona al otro lado de la línea pareció sorprenderse.
—Oh —dijo una voz que Simon reconoció como la de Ali Karim, el director de la Abernathy Academy—. No esperaba que respondieras.
—¿Va todo bien?
—Anya está bien. No es por ella.
—Vale —dijo Simon. Ali Karim era uno de esos profesores que se visten de tales: americanas de tweed con coderas, patillas peludas a ambos lados de la cara, calvo y con unos mechones de pelo demasiado largos cubriéndole la coronilla—. ¿Qué puedo hacer por ti, Ali?
—Es algo delicado.
—Ajá.
—Se trata del baile de beneficencia para padres del mes que viene.
Simon se quedó esperando.
—Como sabes, el comité se reúne mañana por la tarde.
—Lo sé —dijo Simon—. Ingrid y yo somos copresidentes.
—Sí. Eso es.
Simon sentía que agarraba el teléfono más fuerte de lo habitual. El director quería que dijera algo, que rompiera el silencio. No lo hizo.
—Algunos padres tienen la impresión de que sería mejor que no vinierais mañana.
—¿Qué padres?
—Preferiría no decírtelo.
—¿Por qué no?
—Simon, no hagas esto más difícil. Están molestos por ese vídeo.
—Ah —dijo Simon.
—¿Cómo?
—¿Eso es todo, Ali?
—Bueno, no exactamente. —Una vez más, esperó a que Simon rellenara el silencio. Pero Simon tampoco dijo nada esta vez—. Como sabes, el baile de beneficencia de este año recoge fondos para la Coalición de los Sintecho. A la luz de los recientes acontecimientos, pensamos que quizás Ingrid y tú no deberíais seguir como copresidentes.
—¿Qué recientes acontecimientos?
—Venga, Simon.
—No era un sintecho. Es un camello.
—Yo eso no lo sé...
—Sé que no lo sabes. Por eso te lo estoy contando.
—... pero a menudo la imagen que se percibe de los hechos es más importante que la realidad.
—«A menudo la imagen que se percibe de los hechos es más importante que la realidad» —repitió Simon—. ¿Es eso lo que enseñáis a los chavales?
—Se trata de lo que sea mejor para la organización benéfica.
—El fin justifica los medios, ¿eh?
—No es eso lo que estoy diciendo.
—Eres todo un educador, Ali.
—Me parece que te he ofendido.
—Más bien me has decepcionado, pero bueno, como tú quieras. Envíanos nuestro cheque de vuelta y el asunto quedará zanjado.
—¿Perdón?
—No nos nombraste copresidentes por nuestra personalidad arrolladora. Lo hiciste porque realizamos un donativo generoso para este baile. —Ingrid y él no habían entregado el dinero exactamente porque creyeran en la causa. Estos actos sociales raramente se organizan por la causa en sí. La causa es un producto secundario. Se hace para lamerle el culo a la escuela y a los burócratas de turno como Ali Karim. Si uno quiere contribuir en una causa, contribuye directamente en una causa. ¿Realmente se necesita el estímulo de una cena con un salmón que sabe a goma, en el que se rinde pleitesía a un tío rico escogido al azar para hacer lo correcto?—. Ahora que ya no somos copresidentes...
Ali parecía no creérselo.
—¿Quieres que os devolvamos vuestro donativo con fines benéficos?
—Sí. Preferiría que fuera en un envío urgente, pero tampoco pasa nada si nos llega en un servicio de cuarenta y ocho horas. Que tengas un buen día, Ali.
Colgó y lanzó el teléfono contra los almohadones beis del sofá beis. Daría el dinero a la organización benéfica —no iba a ser tan hipócrita—, pero no a través de la campaña del baile del colegio.
Cuando se volvió, se encontró a Ingrid y Hester de pie, observándolo.
—Este es un consejo personal, más que legal —dijo Hester—: por unas horas no hable con nadie, ¿conforme? Con este nivel de estrés, la gente tiende a mostrarse impetuosa y a perder el sentido común. Usted no, por supuesto. Pero más vale prevenir que curar.
Simon se quedó mirando a Ingrid. Su mujer era alta y tenía un porte regio, pómulos prominentes, el cabello corto y rubio platino, con un corte siempre moderno. Durante la universidad había trabajado de forma ocasional en calidad de modelo, y describían su imagen como la de una «escandinava altiva y distante», y probablemente fuera aquella la primera impresión que diera, lo que hacía que en su carrera profesional —la pediatría, un campo en el que hay que mostrarse afectuoso con los niños— fuera una especie de anomalía. Pero los niños no la veían altiva. La adoraban y confiaban en ella al instante. Era asombroso ver cómo los chiquillos conectaban enseguida con su mujer.
—Les dejaré solos para que hablen —dijo Hester.
No especificó de qué debían hablar, aunque estaba claro que no hacía falta. Cuando se quedaron a solas, Ingrid se encogió de hombros y Simon le contó la historia.
—¿Sabías dónde estaba Paige? —le preguntó Ingrid.
—Ya te lo he dicho. Charlie Crowley me dijo algo.
—Y tú seguiste la pista. Y luego ese otro sintecho, ese Dave...
—No sé si es un sintecho. Solo sé que organiza los horarios de los músicos.
—¿Ahora quieres que nos enzarcemos en discusiones terminológicas, Simon?
No, no era lo que quería.
—¿De modo que ese Dave te dijo que Paige iba a estar por allí?
—Pensaba que estaría allí, sí.
—¿Y no me lo contaste?
—No estaba seguro. No quería disgustarte si resultaba que no era nada.
Ella meneó la cabeza.
—¿Qué?
—Tú nunca me mientes, Simon. No es propio de ti.
Eso era cierto. Él nunca mentía a su esposa y, en cierto sentido, ahora tampoco lo hacía, pero estaba enmascarando la verdad, y eso ya era de por sí lo suficientemente grave.
—Lo siento —dijo Simon.
—No me lo dijiste porque tenías miedo de que te detuviera.
—En parte.
—¿Y por qué más?
—Porque habría tenido que contarte el resto. Que llevaba tiempo buscándola.
—¿Aunque hubiéramos acordado que no lo haríamos?
En realidad, no lo habían acordado. Prácticamente Ingrid se lo había impuesto, y Simon no había planteado objeciones, pero no parecía que fuera el mejor momento para introducir matices.
—No podía... no podía resignarme a perderla así.
—¿Y qué te creías? ¿Que yo sí? —Simon no dijo nada—. ¿Te crees que a ti te duele más que a mí?
—No, por supuesto que no.
—Y una mierda. Pensabas que a mí no me importaba.
Estuvo a punto de volver a decir: «No, por supuesto que no», pero ¿no era cierto que en parte sí lo pensaba?
—¿Cuál era tu plan, Simon? ¿Llevarla de nuevo a rehabilitación?
—¿Por qué no?
Ingrid cerró los ojos.
—¿Cuántas veces hemos intentado...?
—No han bastado. Eso es todo. No han bastado.
—Eso no ayuda. Paige tiene que decidirlo por sí misma. ¿Es que no lo ves? Yo no la dejé marchar —dijo Ingrid, casi escupiendo las palabras— porque ya no la quisiera. La dejé marchar porque es ella la que se ha ido... y nosotros no podemos hacer que vuelva. ¿Me oyes? No podemos. Solo ella puede decidirlo.
Simon se dejó caer en el sofá. Ingrid se sentó a su lado. Pasó un rato, y luego ella apoyó la cabeza en su hombro.
—Lo he intentado —dijo Simon.
—Lo sé.
—Y lo he complicado todo.
Ingrid tiró de él, acercándoselo.
—Se arreglará.
Él asintió, aunque sabía que no se arreglaría. Nunca.