Читать книгу En fuga - Харлан Кобен - Страница 7

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Los policías dejaron un rato a Simon tumbado sobre el asfalto, boca abajo y con las manos esposadas a la espalda. Una agente —era negra, y llevaba una placa que decía HAYES— se agachó y, con toda tranquilidad, le dijo que estaba detenido. Luego le leyó sus derechos. Simon se agitó y gritó algo sobre su hija, suplicando que alguien, quien fuera, la detuviera. Hayes siguió enumerándole sus derechos sin inmutarse.

Cuando Hayes acabó, se puso en pie y se volvió hacia otra parte. Simon siguió gritando cosas sobre su hija. Nadie lo escuchaba, probablemente porque parecía enloquecido, así que intentó calmarse y adoptar un tono más educado.

—¿Agente? ¿Señora? ¿Señor?

Los policías no le hicieron caso y se dedicaron a tomar declaración a los testigos. Varios turistas les mostraron a los polis vídeos del incidente. Simon se imaginó que no lo dejaban en muy buen lugar.

—Mi hija —repitió—. Estaba intentando salvar a mi hija. Él la ha secuestrado.

Aquella última parte era casi mentira, pero esperaba provocar una reacción que no llegó.

Simon giró la cabeza a izquierda y derecha, buscando a Aaron. No había ni rastro de él.

—¡¿Dónde está?! —gritó, dando de nuevo la imagen de estar enloquecido. Hayes por fin lo miró.

—¿Quién?

—Aaron.

Nada.

—El tipo al que he golpeado. ¿Dónde está?

Ninguna respuesta. El subidón de adrenalina empezó a pasarse, lo que le hizo aflorar un dolor tan intenso por todo el cuerpo que sintió náuseas. Al final —Simon no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido—, Hayes y un poli blanco alto con una placa que decía WHITE lo levantaron y lo llevaron a rastras a un coche patrulla. Después de meterlo en la parte trasera, White se sentó al volante y Hayes en el sitio del copiloto. Hayes, que tenía su cartera en la mano, se volvió.

—¿Qué es lo que ha pasado, señor Greene?

—Estaba hablando con mi hija. Su novio se metió en medio. Intenté esquivarlo...

Simon se calló.

—¿Y?

—¿Han detenido a su novio? ¿Pueden ayudarme a encontrar a mi hija?

—¿Y? —repitió Hayes. Simon estaba rabioso, pero no estaba loco.

—Hubo un altercado.

—Un altercado.

—Sí.

—Explíquenoslo.

—¿Que les explique qué?

—El altercado.

—Primero dígame dónde está mi hija —dijo Simon, intentando reconducir la conversación—. Se llama Paige Greene. Su novio, que creo que la tiene retenida en contra de su voluntad, se llama Aaron Corval. Estaba intentando rescatarla de él.

—Mmmm —dijo Hayes—. Entonces, ¿golpeó a un sintecho?

—Golpeé... —Simon se detuvo en seco. Sabía que no le convenía seguir por ahí.

—¿Le golpeó? —preguntó Hayes. Simon no respondió—. Vale, eso es lo que pensaba. Está todo manchado de sangre. Se ha salpicado hasta esa bonita corbata. ¿Es una Hermès?

Lo era, pero Simon no dijo nada más. Aún llevaba la camisa abotonada hasta la garganta y la corbata atada con un nudo Windsor perfecto.

—¿Dónde está mi hija?

—Ni idea —dijo Hayes.

—Entonces, no tengo nada más que decir hasta que hable con mi abogado.

—Usted mismo.

Hayes volvió a girarse y no dijo nada más.

Condujeron a Simon al departamento de Urgencias del Mount Sinai West, en la calle Cincuenta y nueve, cerca de la Décima Avenida, donde se lo llevaron inmediatamente a Rayos X. Un médico ataviado con un turbante y aspecto de no tener edad para ver películas de adultos le puso férulas en los dedos y le cosió las heridas de la cabeza. Para tratar las fracturas de las costillas no podían hacer nada, explicó el médico, salvo «restringir la actividad durante seis semanas más o menos».

El resto transcurrió como un torbellino surrealista: el viaje en coche patrulla a la Comisaría Central, en el 100 de Centre Street, las fotos, las huellas, la celda. Le concedieron una llamada, como en las películas. Simon iba a llamar a Ingrid, pero optó por su cuñado Robert, un experto abogado de Manhattan.

—Te enviaré a alguien enseguida —dijo Robert.

—¿No te puedes ocupar tú?

—Yo no soy criminalista.

—¿De veras crees que necesito un criminalista?

—Sí, lo creo. Además, Yvonne y yo estamos en la casa de la playa. Tardaría demasiado en llegar. Tú espera.

Media hora más tarde, una mujer minúscula de unos setenta y pocos años, con el cabello entre rubio y gris, y fuego en los ojos, se presentó con un firme apretón de manos.

—Hester Crimstein —dijo—. Me envía Robert.

—Soy Simon Greene.

—Ya. Soy una abogada de primera, así que eso lo he deducido. Bueno, ahora repita conmigo, Simon Greene: «inocente».

—¿Qué?

—Usted repita lo que acabo de decir.

—«Inocente».

—Estupendo, bien hecho, precioso. Se me saltan las lágrimas. —Hester Crimstein se echó adelante, acercando la cabeza—. Esas son las únicas palabras que se le permite decir, y la única vez que dirá esas palabras es cuando el juez le pregunte cómo se declara. ¿Me sigue?

—La sigo.

—¿Necesitamos ensayarlo?

—No, creo que lo tengo claro.

—Buen chico.

Cuando entraron en el juzgado y la abogada dijo: «Hester Crimstein, abogada de la defensa», se extendió un murmullo por la sala. El juez levantó la cabeza y arqueó una ceja.

—Señora Crimstein, qué honor. ¿Qué trae a una ilustre letrada como usted a mi humilde juzgado?

—Solo he venido para evitar un grave error judicial.

—Estoy seguro de ello. —El juez cruzó las manos y sonrió—. Me alegro de verla otra vez, Hester.

—Eso no lo dice en serio.

—Es cierto —reconoció el juez—. No me alegro.

Aquello pareció halagar a Hester.

—Tiene buen aspecto, señoría. La toga negra le queda bien.

—¿El qué? ¿Este trapo viejo?

—Le adelgaza.

—Sí, ¿verdad? —El juez se recostó en su butaca—. ¿Cómo se declara el acusado?

Hester miró a Simon.

—Inocente —dijo, y Hester asintió, complacida.

El fiscal pidió cinco mil dólares de fianza. Hester no puso objeciones a aquella cifra. Después de resolver todo el lío burocrático y de papeles, cuando los dejaron marcharse, Simon se dirigió a la entrada principal, pero Hester lo detuvo poniéndole una mano sobre el antebrazo.

—Por ahí, no.

—¿Por qué no?

—Estarán esperando.

—¿Quiénes?

Hester pulsó el botón del ascensor, levantó la vista hacia los números de los pisos, y dijo:

—Sígame.

Cogieron las escaleras y bajaron dos plantas. Hester lo condujo hacia la salida trasera del edificio. Cogió su teléfono móvil.

—¿Estás en el Eggloo de Mulberry, Tim? Bien. Cinco minutos.

—¿Qué está pasando? —preguntó Simon.

—Qué curioso.

—¿El qué?

—Que siga hablando —dijo Hester—, cuando le especifiqué que no lo hiciera.

Atravesaron un pasillo oscuro. Hester iba delante. Giró a la derecha y luego otra vez a la derecha. Al final, llegaron a un acceso destinado a los empleados. Iban pidiendo la identificación a la gente a medida que entraba, pero Hester avanzó sin vacilar hasta la salida.

—No pueden hacer eso —dijo un guardia.

—Deténganos.

No lo hizo. Un momento más tarde, estaban fuera. Cruzaron Baxter Street y atajaron atravesando el césped del Columbus Park, tres pistas de vóleibol, para desembocar en Mulberry Street.

—¿Le gusta el helado? —preguntó Hester.

Simon no respondió. Se señaló la boca cerrada. Hester suspiró.

—Ya puede hablar.

—Sí.

—En Eggloo tienen un sándwich helado de malvavisco y chocolate que está de muerte. Le he dicho a mi chófer que nos compre dos para el camino.

El Mercedes negro esperaba delante. El conductor llevaba los sándwiches helados. Le entregó uno a Hester.

—Gracias, Tim. ¿Simon?

Simon rehusó el otro. Hester se encogió de hombros.

—Todo tuyo, Tim.

Ella le dio un bocado al suyo y se dejó caer en el asiento de atrás. Simon se sentó a su lado.

—Mi hija... —dijo Simon.

—La policía no la ha encontrado.

—¿Y qué hay de Aaron Corval?

—¿Quién?

—El tipo al que golpeé.

—Eh, eh, eh, no bromee siquiera con eso. Quiere decir el tipo al que presuntamente golpeó.

—Lo que sea.

—De lo que sea, nada. Ni siquiera en privado.

—Vale, lo pillo. ¿Sabe dónde...?

—Él también desapareció.

—¿Qué quiere decir con que desapareció?

—¿Qué parte de «desapareció» resulta confusa? Huyó antes de que la policía pudiera averiguar nada de él. Lo cual nos favorece. Sin víctima, no hay delito. —Dio otro bocado y se limpió la comisura de los labios—. El caso se resolverá enseguida, pero... Mire, tengo una amiga. Se llama Mariquita Blumberg. Es una tocapelotas, no un encanto como yo. Pero sin duda es la mejor en su campo. Necesitamos que Mariquita se ponga con su campaña de relaciones públicas enseguida.

El chófer arrancó. El Mercedes se dirigió hacia el norte y giró a la derecha por Bayard Street.

—¿Campaña de relaciones públicas? ¿Por qué iba yo a necesitar...?

—Se lo diré dentro de un minuto, pero ahora mismo no debemos distraernos. Primero cuénteme lo que ocurrió. Todo. De principio a fin.

Se lo contó. Hester se volvió y lo miró fijamente. Era una de esas personas que convierten el acto de escuchar atentamente en una forma de arte. Antes esa mujer había sido todo energía y movimiento. Ahora esa energía era como un láser concentrado que lo apuntaba directamente. Atendía a cada palabra que salía de su boca con un nivel de complicidad e intensidad que parecía palpable.

—Vaya, chico, lo siento —dijo Hester cuando hubo acabado—. Es una desgracia.

—Así que lo entiende.

—Claro.

—Necesito encontrar a Paige. O a Aaron.

—Volveré a hablar con los agentes, pero como le he dicho, tengo entendido que ambos huyeron.

Otro callejón sin salida. A Simon empezó a dolerle todo. A pesar de sus mecanismos de defensa, todas las respuestas químicas del cuerpo destinadas a retrasar o bloquear el dolor iban erosionándose a marchas forzadas. No era que volviera el dolor progresivamente; estaba regresando con fuerza.

—¿Y bien? ¿Por qué necesito una campaña de relaciones públicas?

Hester sacó el teléfono móvil y se puso a toquetear la pantalla.

—Odio estas cosas. Tanta información y con tantos usos, pero la mayoría solo sirve para arruinar la vida de la gente. Tiene hijos, ¿verdad? Bueno, es obvio. ¿Cuántas horas al día se pasan...? —No acabó la frase—. No es el momento de mantener esa charla en particular. Mire.

Hester le entregó el teléfono.

Simon vio que le había puesto un vídeo de YouTube que tenía 289.000 visualizaciones. Cuando vio el fotograma inicial y leyó el título, se le encogió el corazón:

«Los ricos apalean a los pobres».

«Wall Street da una buena tunda a un vagabundo».

«Míster Gilito machaca a un marginado».

«Un bróker pega una paliza a un sintecho».

«Cómo pisotean los poderosos a los pobres».

Levantó la vista y miró a Hester, que se encogió de hombros en un gesto cómplice. Estiró la mano y pulsó el botón de «reproducir» con el dedo índice. El vídeo lo había grabado alguien que se hacía llamar ZorraStiletto y había sido colgado dos horas antes. ZorraStiletto estaba grabando a tres mujeres —¿quizá su mujer y dos hijas?— cuando, de pronto, algún tipo de altercado le había llamado la atención. La cámara se había desplazado hacia la derecha, para enfocar justo a tiempo a Simon, que tenía un aspecto pomposo —¿por qué demonios no se había quitado aquel traje o, al menos, se había aflojado aquella maldita corbata?—, en el momento en que Paige se zafaba de él y Aaron se ponía entre los dos. Por supuesto, daba la impresión de que un hombre rico trajeado hubiera querido acosar (o algo peor) a una chica mucho más joven, y que un vagabundo había salido en su defensa.

Mientras la frágil joven, asustada, se refugiaba tras la espalda de su salvador, el hombre del traje se ponía a gritar. La joven echaba a correr. El hombre del traje intentaba esquivar al vagabundo y seguirla. Simon sabía, por supuesto, lo que estaba a punto de ver. Aun así, observó, con los ojos desorbitados y un punto de esperanza, como si hubiera alguna posibilidad de que el hombre del traje no fuera lo suficientemente capullo para echar el puño atrás y golpear al valeroso sintecho en la cara.

Pero eso era exactamente lo que sucedía después.

El buen samaritano caía al suelo cubierto de sangre. El implacable hombre rico del traje intentaba pasarle por encima, pero el sintecho lo agarraba de la pierna. Cuando un hombre asiático con gorra de béisbol —otro buen samaritano, sin duda— se lanzaba a pararlo, el hombre del traje le asestaba un codazo en la nariz a él también.

Simon cerró los ojos.

—Joder...

—Pues sí.

Cuando Simon volvió a abrir los ojos, se saltó la regla básica de todos los artículos y vídeos colgados en internet: nunca jamás leas los comentarios.

«Los ricos creen que pueden ir así por la vida sin que les pase nada».

«¡Iba a violar a esa chica! Menos mal que apareció ese héroe».

«Tendrían que encerrar a Míster Gilito de por vida. Y punto».

«Apuesto a que el millonetis ese se irá de rositas. Si fuera negro, le habrían pegado un tiro».

«El tipo que ha salvado a la chica es un valiente. Seguro que el tío rico se libra de la trena pagando».

—Pero tengo buenas noticias —dijo Hester—. También tiene algunos fanes.

Cogió el teléfono, bajó por la pantalla y señaló.

«Probablemente ese vagabundo viva de las subvenciones. Enhorabuena al tío del traje por limpiar el parque de semejante basura».

«Si ese tipo apestoso se buscara un trabajo en lugar de vivir del cuento, no le hostiarían».

Los avatares de los perfiles de sus fanes lucían imágenes de águilas o banderas americanas.

—Vaya, genial —dijo Simon—. Los psicópatas están de mi parte.

—Oiga, no se queje. Quizá haya unos cuantos en el jurado. Aunque no es que esto vaya a llegar ante un jurado. Ni siquiera a juicio. Hágame un favor.

—¿Cuál?

—Pulse el botón de «actualizar» —dijo Hester. Él no tenía muy claro qué quería decir, así que Hester alargó la mano y pulsó una flechita que había arriba. El vídeo se cargó de nuevo. Hester señaló el contador de visualizaciones. Había pasado de 289.000 a 453.000 en los dos últimos minutos.

—Enhorabuena —dijo Hester—. Se ha convertido en un fenómeno viral.

En fuga

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