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1684 El fuego de Sigüenza

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A unas calles del Palacio Nacional, como un barco despedazado que se negara a naufragar bajo las aguas del tiempo, flotan los muros cenizos del convento de Jesús María. En 1597, sobre los muros de la portería, se esculpió una inscripción que todavía se conserva: Aducentur regi Virgines. Aducentur in templum regis («Las vírgenes son llevadas al Rey, son llevadas al templo del Rey»). Los mil doscientos metros cuadrados que conformaron el convento se hallan en el abandono desde 1985, el año siniestro para la ciudad: el año en que vino el terremoto.

He estado rondando las puertas de metal que lo sellan, en busca de una rendija. De plano me pongo pecho a tierra sobre la banqueta y alcanzo a ver por fin, desde un agujero minúsculo, algunas franjas del claustro. Ver es un decir. Ahí no hay más que muros y arquerías en ruinas y en sombras. La vieja estructura se sostiene apenas, malamente apuntalada por unas vigas.

Lo primero que me llega a la cabeza es la leyenda de fantasmas que en el siglo xvii se tejió en este convento. El primero en relatarla fue el sabio novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora. La historia figura en un pasaje del Paraíso Occidental –que el impresor Juan de Ribera publicó en 1684. Las monjas de Jesús María afirmaban que el espectro de un clérigo ascendía noche con noche la escalinata oscura del claustro. Nadie les creyó hasta que el alma en pena del sacerdote se apersonó en los sueños de una monja, Tomasina Guillén, y le pidió que orara por él, y en prueba de su existencia le dejó en el brazo la huella de unos dedos que parecían marcados con fuego.

Relata Sigüenza que la historia creó tal alarma en la ciudad que el virrey decidió ir al convento para cerciorarse que aquel fuego «no era del usado en este mundo». Cuenta Sigüenza que las quemaduras duraron treinta años y se curaron de golpe la noche misma en que el clérigo salió, luego de tres décadas de oraciones, de los horribles padecimientos que sufría en el Purgatorio. Cuenta Sigüenza que él mismo llegó a ver y tocar las escaras (pero Sigüenza, ya se sabe, se hallaba dominado por un ciego misticismo).

Pienso también en las historias del más acá, que siempre suelen ser las peores.

Jesús María fue fundado en 1582 para albergar a las hijas y nietas de los conquistadores que hubieran caído en desgracia. Sólo «las más nobles, las más desamparadas y las más expuestas por su mayor belleza» podían cruzar sus puertas. Era, por lo tanto, el único convento que no cobraba dote entre sus monjas. Según las crónicas de la época, esto hizo que se convirtiera en una de las instituciones más pobres del virreinato.

Las monjas vivían en tal estado de precariedad, que el fundador, Pedro Tomás Denia, se vio obligado a viajar a España para implorar la protección real. Felipe ii escuchó sus súplicas con liberalidad magnífica, y le entregó 20 mil ducados. Le entregó también –y aquí aparece la historia de horror– a una hija ilegítima que había tenido con la hermana del inquisidor Pedro Moya de Contreras, y le ordenó que la escondiera del mundo, recluyéndola para siempre en aquel convento.

No se sabe si la niña –de dos años de edad– perdió la razón al llegar a Nueva España, o si esto ocurrió poco después, en el departamento «especial y cómodo» que las monjas le destinaron. Sólo se sabe que la hija de Felipe ii murió completamente loca en México, a la edad de 17 años. Sólo se sabe que, cuando expiró, Jesús María había logrado convertirse, gracias a las regias aportaciones del monarca, en el sitio más exclusivo del virreinato.

La pompa era tan ostentosa, que las monjas, reza una crónica, se volvieron «tibias en la oración, remisas en la observancia de las reglas, aficionadas al lujo, y amargadas por la envidia, rencillosas y vengativas». Todas ellas portaban en las muñecas suntuosas pulseras de azabache.

Vino una nueva historia de horror cuando una monja vieja y enfermiza, Marina de la Cruz, que antes de tomar los hábitos se había casado dos veces, las delató ante un confesor. Según Sigüenza, sus compañeras se vengaron, obligándola a que barriese los corrales, a que matase y desollase los carneros que la comunidad consumía; la tachaban de incontinente por sus dos matrimonios, la obligaban a purgar los lugares comunes y los vasos inmundos, y evitaban su presencia «con melindres». «Acompañaban esos desaires con risotadas, empellones, apodos y vituperios», escribe don Carlos.

Marina de la Cruz murió también en este claustro, empuñando una escoba, entre esas risotadas y esos empujones. Todo eso vieron estos muros negros y no sé cuánto queda.

Sigo ahí, en el piso, mirando ridículamente desde un agujero. En esta ciudad que todo lo abandona, a veces sólo así es posible pescar una historia.

La ciudad que nos inventa

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