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1754 Baños de vapor

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En esta ciudad el baño de vapor fue durante siglos la ventana por la que se asomaban los domingos. Paredes de azulejo, mesa de masajes, toallas y sábanas percudidas, brillantinas, lociones, hojitas de rasurar: todo lo que habita en las crónicas que periodistas como Ricardo Cortés Tamayo dedicaron a estos establecimientos. La tradición del «vaporazo», forma suprema del baño público («Una restregadita con sal, por favor», «¡Ropa para el 9! ¡Jabón y zacate para el 12!»), comienza a extinguirse, sin embargo. De mil quinientos baños públicos a principios de los años ochenta, no quedan en la actualidad sino unos doscientos, en buena parte consagrados como centros de ligue de la comunidad homosexual.

Los baños públicos más antiguos de que se tiene registro estuvieron en las caballerizas del convento de San Camilo, ubicado en la calle de Regina. Nada de este edificio –construido en 1754– se mantiene en pie. En los años posteriores a la Reforma se levantaron sobre sus ruinas las instalaciones del Seminario Conciliar, en donde años después funcionó –y funciona hasta la fecha– la primera secundaria que hubo en el país (la secundaria 1, César A. Ruiz). Una parte del convento de San Camilo se conservó hasta hace poco tiempo, pero el gobierno de Marcelo Ebrard la demolió injustificadamente para entregar el predio a vendedores ambulantes.

En ese sitio victimizado por políticas clientelares del gobierno de la capital, los frailes camilos habían acondicionado un baño público, en el que además de practicar la natación era posible lavar las cabalgaduras. El negocio no debió rendir grandes dividendos, porque en ese tiempo el aseo personal era cosa que se postergaba tanto, o más, que el pago de los impuestos. De hecho, para sostener los gastos del convento, los frailes de la religión agonizante (se les llamaba de ese modo, pues su misión consistía en ayudar a bien morir a los enfermos) tuvieron que abrir, a un lado de los baños, un juego de pelota que se alquilaba por hora a los comerciantes vascos.

La historiadora Mónica Verdugo afirma que en 1856 existían en la Ciudad de México dos clases de baños públicos: los destinados a las personas «decentes», situados en las calles más céntricas y elegantes –San Agustín, Vergara, Coliseo y Betlemitas–, y aquellos destinados a cubrir las necesidades del pueblo, abiertos en las orillas y en calles de los barrios más tristes: Delicias, Jordán, Pescaditos, San Camilo, Perpetua y Puente Quebrado.

Antes de que el efímero gobierno de Francisco I. Madero inaugurara el servicio que llevó a los domicilios «el agua de la llave» (1912), quien deseara bañarse en su propia casa debía mandar por agua a las fuentes públicas o pagar a los aguadores el precio fijado por cada cántaro que transportaban. Los baños públicos cumplían entonces una función vital: eran opciones cómodas, rápidas, baratas.

En 1850, el empresario italiano Sebastián Pane introdujo en México una técnica para perforar pozos artesianos. En pocos meses dejó listos veinticuatro pozos para riego y ciento veinte para el servicio de casas particulares. Por primera vez en la historia de la urbe, algunas casas tuvieron agua al alcance de la mano. Pane se enriqueció. Para 1872 había amasado una de las grandes fortunas de su tiempo. Ese año, ofreció a los habitantes de la ciudad un mundo hasta entonces impensable: la Alberca Pane, un suntuoso balneario que se ubicaba en pleno Paseo de la Reforma (frente a la estatua de Colón) dotado con jardines, baños hidroterápicos, escuela de natación y alberca alimentada por fuentes brotantes. Agua para tirar para arriba: una orquesta «lisonjeaba los oídos de los bañistas», que podían elegir entre baño turco, vapor o regadera. Había además «terapia de choques eléctricos curativos» y se llevaban a cabo toda clase de concursos: «El que atraviese la alberca sentado en el toro respingón sacará un premio de diez boletos de baño», se leía en un anuncio publicado en El Siglo Diez y Nueve. No sólo eso: un sistema de tranvías de mulitas – pagado por el propio Pane– conducía a los clientes desde el centro de la ciudad hasta las puertas mismas del balneario.

Durante los treinta años siguientes, la Alberca Pane fue el polo de atracción de los fines de semana. Antiguas fotografías muestran la alberca a reventar. En una nota cargada de sarcasmo, Ángel de Campo recoge un puño de escenas características de aquel balneario:

–Gordos que nadaban de a muertito.

–Viejos que medían la temperatura del agua con la punta del pie.

–Padres que enseñaban a sus hijos «a hacerse hombres», lanzándolos de golpe a «las aguas procelosas».

–Venus que intentaban emerger arrobadoramente de las espumas.

–Individuos sofocados, que pataleaban hacia la orilla con los ojos abiertos de espanto.

La alberca cerró en 1906. Cuando Madero llevó el drenaje a los domicilios, los baños públicos padecieron la primera embestida. Muchos de ellos conservaron, sin embargo, una clientela alentada por los supuestos poderes curativos del vapor, «que expulsa las toxinas que nos achicopalan y taran el cuerpo». Esa aduana que hacía que los crudos regresaran al mundo, y contenía todo cuanto necesitaba «un sobreviviente de una noche de onomástico», ha sido cercenada, casi por completo, de la vida urbana.

Ropa para el 9, zacate para el 12. Los viejos anuncios de los baños públicos se caen como los dientes en la boca de una anciana: la ciudad díscola y aparatosa, del poema de Efraín Huerta.

La ciudad que nos inventa

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