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1763 Manuscrito del que lo vio todo

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En 1763, un viajero tardaba ochenta días y debía recorrer casi dos mil leguas para ir de Cádiz al puerto de Veracruz. El mar comenzaba siendo azul claro e iba mudando de color, según la variedad del fondo. A la altura de la Martinica se hacía verdinegro. A veces, la marcha era interrumpida por el avistamiento de fragatas corsarias. La tripulación padecía por los intensos calores y la excesiva calma del viento. Los pilotos le temían a «los Caimanes», dos islas despobladas, rodeadas de corrientes asesinas, y también a «los Alacranes», una zona de arrecifes que mordían sin piedad a las embarcaciones que se acercaban demasiado.

–Durante los ochenta días del viaje–, cada media hora un oficial de la guardia de popa llamaba a la guardia de proa: «¡Ah de la proa! ¡Ah!». La tripulación entera replicaba: «¿Qué dirán? ¿Qué dirán?». El oficial de la guardia de popa insistía: «¡Alerta la buena guardia!». La guardia de proa contestaba al fin: «¡Alerta está!».

En julio de ese año de gracia de 1763, mareado a tal punto que la tripulación pensó que no iba a sobrevivir al viaje, el fraile Francisco de Ajofrín se dirigía a Nueva España, con la misión de recabar limosnas para que un grupo de frailes capuchinos pudiera cumplir labores evangelizadoras en el Tibet.

El mareo le pegaba «con exceso y ansias mortales». Ajofrín, sin embargo, se las ingeniaba para anotar en un diario los sucesos más significativos de la travesía; dibujaba incluso, con hermosos detalles, el perfil de las islas que la fragata La Perla iba encontrando.

El manuscrito del fraile fue descubierto en 1936 en la Biblioteca Nacional de Madrid. Para entonces, salvo las islas, los arrecifes y las marejadas, nada quedaba en el mundo de lo que Ajofrín describió. Pese a todo su crónica era tan viva, tan fina, tan extraordinaria, que permitía a los lectores volver a mirar aquel mundo perdido. El diario de Ajofrín consta de siete tomos. Las páginas que dedicó a la capital de la Nueva España son un clásico de la crónica mexicana. En 2014, aún podemos acompañar al fraile: podemos entrar con él por calles perfectamente trazadas y repartidas, en las que la fragilidad del subsuelo hace, sin embargo, que los edificios naufraguen como buques: «He visto casas en la calle de Tacuba, frente a Santa Clara, sepultada enteramente la primera vivienda», escribe en su diario.

Caminando a su lado, podemos conocer la extrañeza que provocaba en los europeos el modo de saludarse de los habitantes de la Nueva España:

«Aunque sea hombre con mujer, se dicen: Adiós, mi alma; adiós, mi vida; adiós, mi consuelo; adiós, espejo mío. Es usted mi honra; es usted todo mi querer; es usted mi almita; es usted mi vida… Es usted mi amo; es usted mi señor.»

A Ajofrín le sorprendía que al encontrarse en la calle, la gente se preguntara de corrido, «sin hacer coma ni punto»: «¿Cómo está usted? ¿Cómo lo pasa usted? ¿Cómo le va a usted? ¿Cómo se halla usted?.» Se le hacía rarísimo que cuando alguien preguntaba: «¿Qué hora es?», le respondieran con un «Quién sabe.»

Españoles, indios, negros y mestizos deambulaban por calles pletóricas y abigarradas. También caminaban por ellas las «varias castas de gentes»: los mulatos, los moriscos, los barcinos, los alvarasados, los castizos. «Los lobos, cambujos y coyotes –escribía Ajofrín– son gente fiera y de raras costumbres. Los albinos se llaman así porque son sumamente blancos, hasta el cabello; son cortos de vista y se ha observado que viven pocos años. Torna atrás o Salva atrás llaman porque vuelve al color pardo de sus antecesores. Tente en el aire, porque ni es blanco ni es negro».

Hombres y mujeres fumaban tabaco a rabiar, «siendo su consumo exorbitante, pues apenas dejan el cigarro de la mano en todo el día»; incluso cuando iban de visita, a mitad de la conversación sacaban de sus bolsas eslabón, pedernal y yesca para encender sus cigarros y seguir fumando. Chicos y grandes, ricos y pobres, todos usaban gorros blancos y con ellos asistían a procesiones, entierros y funciones públicas: «Ayudan a misa con gorro… se ponen en el comulgatorio con gorro, y sólo se lo quitan al tiempo de recibir a Su Majestad [el virrey], e inmediatamente se lo vuelven a poner… todos traen su gorro muy empingorotado».

El panorama de México, decía Ajofrín, era bello y contradictorio: ¡en vez de fuego los volcanes tenían nieve! Las casas eran vistosas –«hay tanta grandeza en México, caballeros tan ilustres, personas ricas, coches, carrozas, galas y extremada profusión»–, y sin embargo la miseria era aterradora: «Es el vulgo en tan crecido número, tan despilfarrado y androjoso, que lo afea y mancha todo –escribió–. De cien personas que encuentres en las calles, apenas hallarás una vestida, y calzada. Ven a verlo. De suerte que en esta ciudad, se ven dos extremos diametralmente opuestos: mucha riqueza y máxima pobreza; muchas galas y suma desnudez; gran limpieza y gran porquería».

Camina Francisco de Ajofrín por la Ciudad de Méxco. Los descalzos venden zapatos, los desnudos venden vestidos. Las indias no traen a sus hijos en brazos, «sino atrás, en las espaldas». Las lagunas no dan peces, sino patos. «Todo es aquí al revés de la Europa».

Camina Ajofrín por la ciudad: le sorprende el entendimiento de los naturales en «todas facultades y ciencias». Lamenta, sin embargo, que a los treinta años entran todos en decadencia «por falta de fomento y plazas en qué acomodarse». La Nueva España eterna: el fraile mira la ciudad. Y una tarde, anota en su diario: «Muchos siempre a caballo por las ciudades, sin saber dar un paso a pie; muchos siempre a pie por no tener jamás un caballo».

–La ciudad que no cambia.

La ciudad que nos inventa

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