Читать книгу La ciudad que nos inventa - Héctor de Mauleón - Страница 28
1757 Arqueología del asfalto
ОглавлениеLa primera calle empedrada que hubo en la Ciudad de México fue la de los Cereros. Ahora esa calle se llama Monte de Piedad. Ahí estuvieron alguna vez las casas del conquistador Hernán Cortés, las cuales, según las crónicas, eran tan grandes y bien plantadas que parecían una ciudad dentro de la ciudad. Durante los primeros años de la Conquista, en los bajos de aquellas casas se establecieron talleres de guarnicioneros, silleros, espaderos y talabarteros. Como a las puertas de la residencia de Cortés había siempre una guardia, la calle se llamó, también, calle de la Guardia.
Hacia 1750 estaba ocupada por vendedores de cirios y de velas, y tal vez como una deferencia a los herederos del conquistador el gobierno virreinal había procedido a empedrarla. José María Marroqui localizó un documento fechado en 1757, en el que se habla ya de la calle del Empedradillo. Artemio de Valle-Arizpe afirma que el nombre surgió «desde que la vio la gente con su buen piso de piedra».
En los años anteriores a aquel instante fundacional, la ciudad se hallaba compuesta por calles de tierra en las que, sigue don Artemio, «el viento se daba amplio gusto alzando enormes polvaredas». En una crónica titulada «La pavimentación», Valle-Arizpe relata cómo aquella «trascendental mejora» fue tan bien recibida por el público, que el gobierno se puso a empedrar una calle tras otra.
Desde 1771, el empedrado se retiró de algunas avenidas principales, como Plateros y San Francisco –las niñas consentidas de la metrópoli–, a las que se adoquinó con piedra de recinto. Aunque este adoquín jamás volvió a ser repuesto, y al paso de los años en todos los rumbos de la ciudad existían hoyos, piedras sueltas y desniveles, durante un tiempo pareció que la capital del virreinato rivalizaba con las mejores ciudades españolas. Valle-Arizpe cuenta que, tras la llegada al virreinato del segundo conde de Revillagigedo, «hasta los más sórdidos callejones tuvieron su empedrado».
La literatura, los daguerrotipos y las primeras placas fotográficas muestran, sin embargo, una ciudad lodosa y polvorienta: calles donde han quedado impresas las huellas de los carruajes, las herraduras de los caballos. El escritor Ciro B. Ceballos relata que en los años más fuertes de la «europeización» de la Ciudad de México, el gobierno de Porfirio Díaz reemplazó los adoquines coloniales por maderos embadurnados de chapopote. Así se usaba en París y en Berlín: los carruajes parecían correr con tersura, se apagaba el chocar de las ruedas contra la piedra, y todo mundo se sentía habitante de alguna capital europea. Hasta que vino la primera lluvia.
La humedad provocó la dilatación del entarugado. Algunos maderos se abombaron y otros se desprendieron de su sitio, «echándose a nadar sobre las aguas como los restos de un naufragio» (Ciro B. Ceballos). Se afirma que Miguel Ángel de Quevedo remedió aquello, y trajo al país el asfalto. La fecha: 1901. Miguel Ángel de Quevedo era entonces regidor de Obras Públicas. Gracias a él, la «jungla de asfalto» de la que habla el cliché nació en las calles de Coliseo, Refugio y Tlapaleros. Hoy las tres tienen el mismo nombre, 16 de Septiembre.
El asfalto se había empleado por primera vez en París en 1824 (la primera calle pavimentada del mundo: los Campos Elíseos). En 1905, Micrós reportó en su columna de El Imparcial el arribo a la ciudad del asfalto laminado. Según él, los autos rodaban con gran facilidad, aunque el nuevo pavimento tenía el inconveniente de privar al peatón de piedras, útiles antiguamente en caso de riña o ataque de perro.
Acabo de escribir que debemos a Miguel Ángel de Quevedo el nacimiento de la jungla de asfalto, y sin embargo ahora debo desdecirme, porque la jungla de asfalto es obra, en realidad, del presidente Plutarco Elías Calles y algunos distinguidos miembros de su gabinete, Aarón Sáenz entre ellos.
Calles fomentó el que sería el gran negocio de los gobiernos postrevolucionarios: la concesión y construcción de obras públicas. En 1924 se hizo socio de las compañías cementeras Anáhuac y fyusa, a las que entregó contratos para que asfaltaran calles y caminos de México. Un ex secretario de Comunicaciones, Juan Andrew Almazán, confesó alguna vez que por órdenes de Calles visitó a representantes de la Standard Oil.
–¿A ustedes les conviene que se gaste mucha gasolina, verdad? –les preguntó.
–Pues claro.
–Bueno, pues para que se gaste mucha gasolina, necesitamos hacer muchos caminos.
Almazán salió de la reunión con un crédito de varios millones para la construcción de calles y carreteras. Y como Anáhuac y fyusa monopolizaban la producción de asfalto, el dinero cayó a manos llenas en los bolsillos del Jefe Máximo.
El asfalto, en consecuencia, llovió también a manos llenas sobre la ciudad. Surgió la sociedad del asfalto, la mancha urbana que treparía vorazmente las lomas, las cuestas, los cerros. La ciudad se volvía gris y Valle-Arizpe terminaría por describir de este modo el nuevo horizonte: «asfalto por todos lados».