Читать книгу La ciudad que nos inventa - Héctor de Mauleón - Страница 21
1670 Sucedido en la calle del Perú
ОглавлениеProtesto bajo mi palabra de honor que el suceso «formidable y espantoso» que voy a referir está consignado en el capítulo octavo, páginas 40 a 41, de la Vida del padre Don José Vidal, impresa en 1752 en el antiguo Colegio de San Ildefonso.
De este modo comienza don Luis González Obregón el relato de una oscura leyenda urbana, un terrible «sucedido» de la época virreinal que según el autor de Las Calles de México provocó que la antigua calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo (hoy República del Perú) fuera rebautizada por el vulgo como calle de la Mujer Herrada.
En el México de 1752 sólo unas cuantas personas se habrán tomado el trabajo de leer la voluminosa Vida del padre José Vidal. Algunos religiosos jesuitas, sin embargo, solían exprimir los pasajes culminantes de esa obra para incluirlos en sus sermones. En la cuaresma de 1760, en una homilía pronunciada en el templo de la Profesa, el cronista Francisco Sedano oyó por primera vez la historia de la mujer herrada.
El relato impresionó tanto a los fieles que aquel día asistían a la Profesa, que Sedano decidió incorporarlo en un libro extravagante y arbitrario, poblado de chismes, datos curiosos y descripciones inútiles, que se titula Noticias de México. Viajando a bordo de las páginas de ese libro, la leyenda atravesó los siglos: yo la encontré en la mesilla de la peluquería El Bosque, bajo la forma de una inolvidable historieta de color sepia: Tradiciones y leyendas de la Colonia.
Extraño, a veces, ese tiempo. Semana a semana –sombras, arrastrar de cadenas, aullidos de almas en pena–, Tradiciones y leyendas abrió para los niños de mi generación las puertas de una ciudad desconocida: la vieja ciudad en la que la gente creía en los espantos, los espectros, los aparecidos.
En 1670, en la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo número 3 –hoy República del Perú número 100– vivió, «no honesta y honradamente como Dios manda», sino amancebado con una mujer, un clérigo cuyo nombre nunca fue revelado.
No muy lejos de allí, pero tampoco muy cerca, cuenta González Obregón, se hallaba el domicilio de un herrador, cuyo nombre tampoco trascendió, quien solía reclamar al clérigo descarriado (eran compadres y amigos) la forma de vida a que lo había conducido «su ceguedad».
Cierta madrugada, un par de esclavos negros llamó a la puerta del herrador. Los esclavos jalaban las riendas de una mula, negra también, que su amigo el clérigo le enviaba para que la herrara con urgencia. De mal modo, por lo impropio de la hora, el herrero clavó cuatro casquillos en las patas del animal.
A la mañana siguiente fue muy intrigado a la casa de su compadre: quería saber por qué se le había hecho trabajar con tal premura. El clérigo le abrió la puerta sorprendido. «No he mandado herrar mi mula», dijo. ¿Habría querido alguien correrle alguna broma al buen quincallero?
González Obregón relata que el clérigo fue a despertar a la mujer con quien vivía «para celebrar la chanza». Pero la mujer había muerto. Previsiblemente, tenía en cada una de las manos y cada uno de los pies, las mismas herraduras que la noche anterior el amigo del clérigo había clavado.
La leyenda dice que el padre jesuita José Vidal fue llamado a atestiguar aquel suceso atroz, y que el padre Vidal observó que la mujer tenía, además, un freno en la boca. No se sabe por qué, el jesuita hizo jurar a los dos amigos que callarían el suceso para siempre. Él mismo, sin embargo, lo consignó en sus memorias, que fueron encontradas y publicadas un siglo más tarde.
En las inmediaciones de la Puerta Falsa de Santo Domingo terminaba, en su parte norte, la Ciudad de México. A partir de ahí las últimas casas se iban diluyendo entre canales, zonas salitrosas y capillas olvidadas. Era una zona de la ciudad en la que podía ocurrir cualquier cosa.
La Reforma demolió los muros del convento de Santo Domingo y años más tarde Álvaro Obregón cambió la nomenclatura de las calles del centro. Pero en República del Perú existen rincones en los que nada ha cambiado: todavía puede suceder allí cualquier cosa.
Salgo a buscar la casa de la mujer herrada, el número 100 de la vieja República del Perú: una colección de casonas en ruinas, muchas de las cuales proceden de otros siglos.
Atravieso imprentas, talleres, distribuidoras. «Trabajos -ur-gentes», «Tortas Perú», «Novias Ivonne». Cerca de la legendaria Arena Coliseo aparece una vecindad de estilo neocolonial que debió ser fincada en las primeras décadas del siglo xx. En ese predio nació la leyenda que Vidal escribió y Sedano escuchó en la Profesa una mañana o una noche misteriosa de 1670.
Hay algo viejo y olvidado y descompuesto en esta calle. Tatuajes, motonetas, mugre y basura. Una sensación punzante de inseguridad. Entraré en el número 100, aunque algo me dice que ser herrado es lo menos grave que ha pasado nunca en esta calle.