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1519 El fantasma del Correo

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La primera carta que se escribió en México comenzaba de este modo: «Muy altos y muy poderosos, Excelentísimos Príncipes, Muy Católicos y Muy Grandes Reyes y Señores». El autor era Hernán Cortés. Fue firmada una tarde, tal vez una noche de 1519, y despachada a caballo a la Villa Rica de la Veracruz para que una flota la condujera al otro lado del mar.

Ese documento inauguró entre nosotros, con el género epistolar, una edad en la que el país iba a vincularse emocionalmente con el mundo a través de cartas. Cartas que pedían amor, cartas que pedían ayuda, cartas que pedían dinero. La gente dejaba en ellas un poco de su vida, un poco de su alma.

El Archivo General de Indias resguarda la correspondencia que los primeros pobladores de la Nueva España enviaron a sus familiares, allá en la península. La vida corre a torrentes en aquellas hojas de papel adelgazadas por el tiempo, y en las que un ejército de seres sin rostro continúa narrando sus cuitas, sus problemas, las hazañas de la vida diaria:

Veinte y tantos años que ha que estoy en esta tierra y no he visto carta alguna de v.m. ni menos he sabido de v.m., que estoy con pena. Yo, bendito Nuestro Señor, quedo con mucha salud y viuda con un hijo. De mi marido quedaron ocho a diez mil pesos en posesiones y haciendas, las cuáles no me he atrevido a deshacer hasta saber primero de vuestras mercedes… [Carta de Irene Solís a su hermana Ángela, 1574.]

Qué poder tendrían esas misivas que la ciudad entera solía aguardarlas con el corazón temblando. Las crónicas, los diarios de sucesos notables de la época, registran invariablemente el momento en que los vecinos asistían a la Plaza Mayor a presenciar la llegada de los «cajones de cartas», unos fornidos e imponentes baúles de madera, sellados con chapas de hierro, que contenían noticias de temblores, de tifones, de incendios; relaciones de flotas que se perdían en el mar; expresiones de afecto, de resentimiento, de vicisitudes:

En lo que me dices de mis hermanos y parientes, son unos perros que me han comido cuanto han podido y aunque Dios me diera caudal, primero se lo dejara al más extraño que a ninguno de mis parientes. [Carta de Marcos Ortiz a su padre, 1589.]

Me detengo, quinientos años más tarde, ante la escalinata del Edificio de Correos de la Ciudad de México, el opulento palacio de estilo ecléctico que el general Porfirio Díaz inauguró en 1907 y el arquitecto Adamo Boari bañó con vitrales y bronces y mármoles florentinos. Enorme, grandioso, excepcional, el palacio expresa la importancia que tuvieron las cartas en un mundo en donde el teléfono era aún privilegio de los ricos.

Todo eso terminó. Ahora, el palacio recuerda un cementerio abandonado, un museo al que no asiste la gente. Hay algunos empleados, pero no encuentro carteros, ni cartas, ni público. ¿Quién gastaría su tiempo escribiendo misivas que tardarán un mes en llegar o acaso no llegarán nunca? El nobilísimo arte al que Erasmo dedicó el más leído de sus tratados, finalmente fue asesinado por el .com.

En 1580, medio siglo después de que Hernán Cortés escribiera la primera de sus Cartas de Relación, el grueso flujo de correspondencia entre el viejo continente y la capital de la Nueva España originó la creación de un incipiente sistema postal compuesto por jinetes, cabalgaduras y peones encargados de tareas diversas. Ese año, un hombre del que no queda siquiera un retrato, Martín de Olivares, fue nombrado Correo Mayor de la Nueva España. Sus oficinas, situadas en una casa cercana al palacio virreinal, se volvieron un referente que terminó por dar nombre a cierta importante arteria de la capital: Correo Mayor. Olivares recibía cada tantos meses los cajones de cartas y clavaba en lugar visible una lista con los nombres de los vecinos a los que había llegado correspondencia. No es difícil imaginar a los interesados, atravesando a grandes zancadas las calles de tierra de aquella ciudad misteriosa para romper los sellos de la carta, y recibir las nuevas que se habían esperado temblando.

Tuvieron que pasar otros cincuenta años –1628– para que se formara al fin un servicio de carteros que entregara la correspondencia a domicilio. Tampoco en este caso hay que hacer un gran esfuerzo para ver pasar a los carteros, judíos errantes de la urbe, con un pesado saco al hombro, buscando «destinatarios» en calles que aún carecían de nombre, y en casas adonde la numeración iba a tardar más de otro siglo en llegar.

En 1522, Erasmo de Rotterdam publicó su célebre manual de epistolografía, De conscribendis epistolis, con ejemplos que ayudaban a escribir una carta con virtuosismo. Aunque Hernán Cortés había escrito varias cartas perfectas antes de que la obra de Erasmo fuera publicada, para la gente común la escritura de una carta no resultaba algo sencillo. Ángel de Campo –el imprescindible Micrós– relató en una crónica que en el siglo xix este trabajo podía llevar un día entero:

La dama, péñola en ristre, usaba «falsa», goma, cuchillo, rascábase la coronilla, probaba los puntos, mojábalos en saliva, dibujaba una letra, se le iba el santo al cielo, derramaba el tintero, se manchaba el vestido, regañaba a la criada, tomaba dos vasos de agua para calmarse, preguntaba de uno a otro balcón a su prima la profesora si anhelo llevaba una, dos, o cuántas haches; aclarada la duda volvía al suplicio, y le faltaba el papel…

Y sin embargo, todo mundo las escribía. El mundo se comunicaba en cartas. Un caudal de la literatura se hizo con relatos, cuentos y novelas que comenzaban con la llegada o el hallazgo de una carta.

En las primeras décadas del siglo xx, Salvador Novo anunció que el teléfono militaba victoriosamente contra el género epistolar, sostuvo que la Larga Distancia atentaba contra la duradera belleza testimonial que poseía una carta. El «¿Con quién hablo?» remplazaba al «Estimado señor».

Novo murió en el año 74. En una época en la que el iPhone milita victoriosamente, los armatostes telefónicos que a él le preocuparon son piezas de museo, el Edificio de Correos está completamente vacío, y de todo aquello sólo quedan recuerdos.

Asciendo como un fantasma por la escalinata solitaria del palacio postal. No veo a nadie más. Aquí no hay nadie más.

Soy el fantasma del Correo.

La ciudad que nos inventa

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