Читать книгу La ciudad que nos inventa - Héctor de Mauleón - Страница 8
1522 Panadería
ОглавлениеUn día, una esquina olió a pan. Era 1522 y había llegado a la ciudad el más entrañable de los aromas urbanos. Puede ser que aquella mañana, en aquel preciso instante, con un conjunto de hombres barbados aspirando en calles como espejos el santo olor de la panadería, la Ciudad de México quedó debida, definitivamente fundada.
El hombre al que debemos el olor a pan, esa forma de la epifanía, era un conquistador negro: «a un negro y esclavo se debe tanto bien», escribió Francisco López de Gómara. Su nombre era Juan Garrido. Nadie lo recuerda ya, aunque –prosigue Gómara– obsequió a esta ciudad «muchas y regaladas cosas».
Lo que se sabe de él es que nació en África y de ahí pasó a Lisboa. Lo que no se sabe de él es cómo reapareció en Sevilla convertido en «negro horro», es decir, en un esclavo liberto.
En 1502 Garrido embarcó hacia el Nuevo Mundo en la flota de Nicolás de Ovando. Recorrió Santo Domingo, Puerto Rico, la Florida. Tras una experiencia de dieciséis años en viajes de exploración y guerras de conquista, apareció en 1520 entre los hombre de Cortés. Fue uno de los soldados que al acercarse a México-Tenochtitlan quedaron admirados porque aquello se parecía a las cosas de encantamiento que se cuentan en el libro de Amadís.
En las casas viejas de Moctezuma debió escuchar los relatos de aquel soldado enloquecido que soñaba que los indios les cortaban las cabezas a los conquistadores, mientras los pies de éstos brincaban en los patios, sin necesidad de piernas.
Estuvo también en la Noche Triste, en «las tristes puentes» de la calzada México-Tacuba, donde murieron cientos de españoles «y con trabajos se salvaron los restantes».
Cuánto dolor y cuánta muerte habrá visto Juan Garrido aquella noche, puesto que a la caída de Tenochtitlan pidió permiso a Hernán Cortés para fundar una ermita que perpetuara, en el sitio de su martirio, la memoria de sus compañeros. De ese modo alzó un modesto templo, la Ermita de los Mártires, donde los huesos de los conquistadores caídos fueron sepultados. Ahí se yergue en la actualidad el hermoso templo barroco de San Hipólito y San Casiano.
Bernal Díaz escribió mucho tiempo después que «los negros y los caballos» que hicieron la Conquista «valían su peso en oro». Durante los tres siglos que siguieron, cada 30 julio, con una procesión que iba de la Plaza Mayor a la Ermita de los Mártires –en el siglo xviii se levantó en lugar de ésta el templo que hoy conocemos–, los españoles recordaron «a las ánimas de los que allí habían muerto». Nadie recordaba, sin embargo, al «negro horro» al que se debía esa conmemoración luctuosa.
Cuenta López de Gómara que en los días que siguieron a la toma de la capital mexica, cuando la destruida ciudad indígena aún hedía y humeaba, Cortés recibió del puerto de Veracruz un cargamento de arroz y encomendó a Juan Garrido la tarea de limpiar los granos. Garrido halló en uno de los sacos tres pequeños granos de trigo, y los sembró.
La leyenda afirma que de aquellos granos se perdieron dos. Del tercero surgieron, sin embargo, cuarenta y siete espigas doradas. Había llegado el pan. Un día de 1522, Cortés y sus soldados pudieron comer al fin «pan como el de Europa».
Comenzaba la tradición del pan bazo y el pan floreado, del birote, del chimistlán, del cocol, del hojaldre. En el Códice Florentino los informantes de fray Bernardino de Sahagún dibujaron vendedores de diversos productos: todos poseían rasgos indígenas, a excepción de los vendedores de pan, que fueron dibujados con apariencia de españoles.
El conquistador negro murió en 1530. Años antes, Nuño de Guzmán –a quien Vicente Riva Palacio llamó «el aborrecible gobernador de Pánuco y quizás el hombre más perverso de cuantos pisaron la Nueva España»– había establecido en las cercanías del río Tacubaya el primer molino de trigo, llamado Molino de Abajo o de los Delfines. Una ordenanza expedida por Cortés exigía que el pan, bien cocido y seco para que no se descompusiera, fuera vendido únicamente en la Plaza Mayor: nuestro Zócalo fue la primera, gigantesca panadería.
Desde que rayaba el alba, los panaderos acercaban sus productos a la plaza. En su trayecto cotidiano fijaron una imagen proverbial: la del vendedor del pan que lleva en la cabeza un cesto incrustado de piezas. Muchos siglos después, yo la contemplé de niño.
Esa imagen ya no existe. Se la ha llevado el tiempo –como ocurre, a ciertas horas, con el santo olor del pan.